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Por qué el mundo necesita la inteligencia artificial

Idoia Salazar invita a dejar a un lado nuestros prejuicios para poder aprovechar al máximo las grandes e innumerables ventajas, dice, de las tecnologías asociadas a la inteligencia artificial.

Por qué el mundo necesita la inteligencia artificial

/por Idoia Salazar/

Desasosiego. Intranquilidad. A veces, incluso temor. Estas son las palabras que mejor definen en la actualidad la percepción de la sociedad, en general, sobre las tecnologías relacionadas con la inteligencia artificial. Desde luego, esta reacción social es lógica. Nos envuelve una capa de prejuicios fomentada con imágenes de la literatura y la cinematografía de ciencia-ficción que nos hace, ya de por sí, tener una predisposición negativa hacia estas nuevas tecnologías. En el mundo occidental, son muchos los robots que en películas como Terminator o Yo, robot acaban por adquirir personalidad propia y revolverse contra los humanos. Ahora, vemos algunas de esas imágenes trasladadas al mundo real y nos nos preguntamos si en un futuro próximo no nos encontraremos luchando contra las máquinas por nuestra superviviencia como especie. Además, las previsiones de las principales consultorías no son muy halagüeñas: muchos de los puestos de trabajo que existen simplemente desaparecerán en los próximos años, y no solo aquellos de baja cualificación. Los sistemas de IA pueden resolver con una alta eficacia labores que hasta ahora necesitaban una inteligencia solo disponible en los humanos. El conflicto ético está servido y el desasosiego de la sociedad, en general, también. Pero ¿qué diferencia real hay entre estas tecnologías y las ya antiguas, como el teléfono móvil o Internet? ¿Por qué este revuelo ahora, tan solo quizá comparable con el de las incipientes máquinas durante la primera revolución industrial? Ya entonces, movimientos como el ludismo hicieron surgir ese sentimiento de temor-odio hacia unas máquinas que suplantaban, con eficiencia, puestos de trabajo por doquier. Las quemaron, renegaron de ellas, pero finalmente la aceptación general se abrió paso ante su innegable utilidad. Realmente, el mundo se convirtió en un lugar más cómodo en el que vivir y trabajar. Por supuesto que no todo fueron rosas y los inconvenientes derivados de la industrialización también fueron cuantiosos. Pero no llegaron a igualar a las ventajas y la imparable evolución histórica continuó, con máquinas incluidas. Ya más habituados a este tipo de cosas, la llegada de los ordenadores, teléfonos móviles e Internet en el siglo XX supuso, desde luego, una revolución, pero no llegó a generar ese movimiento social negativo. Nunca había habido nada comparable y las expectativas estaban por crearse, simplemente con la experiencia que se iría adquiriendo con su uso.

La inteligencia artificial, sin embargo, genera desconcierto ya desde su propio nombre. ¿Puede una máquina llegar a ser inteligente? ¿No era la inteligencia algo únicamente intrínseco a los seres humanos? Y no solo esto: resulta que a la máquina le estamos dando ojos, nariz, boca, extremidades… Incluso hay compañías desarrollando musculatura y piel artificial para cubrir su esqueleto artificial. Robots como el ya mundialmente famoso Sophia son capaces de simular sentimientos con su mirada. Sophia ha despertado tal expectación que le han concedido la ciudadanía en Arabia Saudí y recorre el planeta dando conferencias. Es paradójico. Somos nosotros, los humanos, los que estamos concediendo licencias por un lado a la vez que exaltamos nuestra indignación al respecto. En realidad, esta manera de actuar es perfectamente comprensible. Es tremendamente curioso ver cómo seres hasta ahora sólo imaginables en la ciencia-ficción dan el gran paso y cruzan el, hasta hace pocos años, insalvable abismo que les separa del mundo real. Es una cuestión de capacidad; algo parecido al mito de Frankenstein.  A lo largo de la historia hemos soñado en convertirnos en creadores; descubrir el secreto de la vida y de la consciencia. Ahora son muchos los que prodigan que el momento se acerca en forma de singularidad tecnológica: un lapso en el que las máquinas dotadas de inteligencia artificial superarán en inteligencia general a los humanos e incluso serán capaces de mejorarse a sí mismas, perdiendo pues nuestra especie el control directo sobre ellas.

Hasta ahora no he hecho más que alimentar el mito creado que pretendo desmitificar. Pero era un mal necesario para comprender el porqué de nuestro tan racional temor por las noticias que llegan a nuestros sensibles y prejuiciados oídos sobre la inteligencia artificial.

Analicemos, brevemente, otro porqué de nuestra aflicción respecto a estas nuevas tecnologías. Y para ello rememoremos la célebre teoría de Darwin sobre la selección natural: sólo el que mejor se adapte al cambio sobrevivirá. Así, a lo largo de miles de años, hemos ido adquiriendo nuestras peculiaridades como especie. Poco a poco y sin pausa, pero poco a poco. La adaptación ha sido gradual y, por eso, ha sido natural. Ese proceso continuará sin duda, pero lo hará, también indudablemente, complementado por nuestra naturaleza impaciente; por la ya llamada selección artificial. ¿Por qué esperar a que pasen generaciones y generaciones si con un chasquido de dedos, a través de la tecnología, podemos llegar a ser más inteligentes, ver y oír mejor y modificar nuestro ADN para evitar y prevenir enfermedades (tecnología CRISPR) ahora mismo? No mis hijos, ni mis nietos: yo mismo.  Los llamados transhumanistas defienden a pies juntillas el uso de la tecnología para mejorar la calidad de vida. Si es posible, ¿por qué no?

Nos encontramos ante un extremo de la cuerda en el que nuestra concepción de la ética juega un papel clave. Frente a estos extremadamente integrados, encontramos la otra punta: los apocalípticos abrumados por los rápidos cambios que ha sufrido el mundo en los últimos veinte o treinta años. En una misma generación nuestro mundo ha sufrido un cambio radical. Internet ha cambiado nuestra percepción del espacio. Gracias a la red de redes podemos compartir información, en breves segundos, a nivel mundial. Podemos comunicarnos, sin coste alguno y por tiempo ilimitado, con otra persona situada al otro lado del globo. Las redes sociales han supuesto un paso más en nuestra concepción de las relaciones interpersonales. Si alguien hubiera imaginado, a principios del siglo XX, lo que estamos viviendo hoy día probablemente le hubieran tomado por loco o por una persona increíblemente imaginativa. Desde luego, no se puede jamás decir que algo sea imposible. El hecho es que todos estos cambios están sucediendo con demasiada rapidez, sin dejar que la antes mencionada adaptación natural actúe en nuestra percepción de las cosas y nos permita enfrentarnos a ellas con naturalidad. El esfuerzo que debemos hacer, por tanto, para conseguir esta adaptabilidad artificial es considerable. Pero parece ser la clave en nuestro camino hacia el futuro.

Naturalmente o no, simplemente, la humanidad continúa su camino, siempre en busca de la mejora en la calidad de vida. Y los sistemas de inteligencia artificial realmente la traen. Esta tecnología permitirá aprovechar para nuestro beneficio el ya llamado petróleo del siglo XXI: los datos; el big data. Nosotros, los humanos, no tenemos capacidad de procesar esta inmensidad que crece cada día a un ritmo exponencial. Así pues, ¿por qué no dotar a las máquinas de la suficiencia para analizarlos, gestionarlos, incluso llegar a conclusiones precisas? Supondría una gran ayuda; una colaboración interesante que ahorraría tiempo y dinero. Pero ahí viene el problema. Confundimos esas conclusiones con decisiones inamovibles. Estas dos palabras, toma de decisiones, asociadas a los algoritmos de inteligencia artificial, tienen últimamente una connotación negativa. ¿Podrán las máquinas tomar decisiones por sí mismas, sin la supervisión de un ser humano? Y mi respuesta es: si queremos, podrán (incluso pueden ya en la actualidad), pero, ¿es eso realmente lo que buscamos o deberíamos buscar en la IA? Puede ser que, en procesos sencillos e intrascendentes, sí sea útil a la hora de ganar tiempo y agilizar tareas. Desde luego no lo es en los complejos: por ejemplo, los asociados a las decisiones judiciales o médicas. En estos últimos casos, ya existen asesores de jueces y abogados que son un sistema de IA —como es el caso del robot-abogado Ross— y, en el caso de los médicos, el asistente Babylon. Este último ya es consultado por miles de personas en la actualidad y muchas de estas confían ciegamente en sus diagnósticos.

Realmente, la inteligencia artificial puede ser tremendamente útil para ambos campos. La alta capacidad y rapidez de análisis de los algoritmos permite agilizar las labores judiciales. Asimismo, en el ámbito de la salud, sistemas de inteligencia artificial como Watson, de IBM, están ya siendo usados para la personalización de tratamientos contra el cáncer y otras enfermedades. Que aún tiene fallos, que no es infalible, por supuesto. Pero lo cierto es que los humanos también los tenemos, incluso más; y la IA también puede tener sesgos en su toma de decisiones, propiciadas por los propios intereses de los programadores iniciales, pero nosotros, como humanos, también tenemos sesgos procedentes de nuestro histórico, de nuestra genética, de nuestras vivencias. Aun así, probablemente los sesgos de la IA sean menores que los nuestros a la hora de tomar una decisión trascendente. En cualquier caso, no creo, sinceramente, que se trate de dejar a las máquinas la última palabra en la toma de decisiones trascendentes. Debemos de ver a la inteligencia artificial como una ayuda, como una colaboradora, no como una usurpadora. Se trata de complementarnos, no de suplantarnos. Estamos a tiempo de cambiar nuestra concepción; de dejar a un lado nuestros prejuicios para poder aprovechar al máximo las grandes e innumerables ventajas de las tecnologías asociadas a la inteligencia artificial.

Lo cierto es que entramos en una nueva era en la que el cambio continuo y la reinvención constante son las máximas intrínsecas a este flamante, e innegablemente emocionante, periodo de la historia. Es lo que hay. O lo cogemos y nos subimos al tren de la imparable evolución, o lo dejamos y nos quedamos en el andén. He ahí la cuestión.


Idoia Salazar es doctora en periodismo y profesora en los grados internacionales en la Facultad de Comunicación y Humanidades de la Universidad CEU San Pablo, investigador principal del Grupo SIMPAIR (Social Impact of Artificial Intelligence and Robotics) y especializada en ética en la inteligencia artificial. Desarrolló su carrera profesional en los medios digitales del Grupo PRISA, en los que fue responsable en el área de I+D, participando en proyectos competitivos de la Unión Europea relacionados con tecnologías de web semántica y su implementación en productos del grupo. Es autora del libro Las profundidades de Internet: Accede a la información que los buscadores convencionales no encuentran y descubre el futuro inteligente de la Web (2006), así como de numerosos artículos en medios de comunicación divulgativos.

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