Cuentinos tristes
El camarero de Juan Cueto
/por Juana Mari San Millán/
Entrada la noche del lunes catorce de enero del año en curso —un año fatídico y funesto y mortífero éste de 2019, según principia—, después de paparse un montón de obituarios, me llamó JM, sabedor de que esta cuentista publicaba cosines tristes en El Cuaderno. Dos horas me tuvo con el móvil en la oreja para asestarme una historieta que una intenta resumir a duras penas, como buenamente puede.
Comenzó diciendo que el escritor Manuel Vicent había publicado esa misma tarde una necrológica cuyo párrafo último me leyó: «Este es para mí Juan Cueto, con su bigote a lo Niestzsche, el de las antiguas carcajadas ante el esperpento español, el que todo lo vio venir primero, el que enseñó a una generación a chascar los dedos para burlarse de Kant o llamar al camarero».
Y no, no todo es cierto —continuó medio cabreado—. Vale lo del bigote. Vale lo de las carcajadas. Vale lo de los fogonazos visionarios. Vale eso de los cachondeos que se trajera con Kant. Pero te digo yo que no. Nunca chascaba los dedos para llamar al camarero. Lo sé de buena tinta. De fuente tan exacta, tan fidedigna como la mía mismamente.
A finales de los setenta y primeros años de la década ochentona del otro siglo, el anterior a éste, trabajé de camarero (en la modalidad de relación contractual discontinua) en el Topolino, un establecimiento hostelero a pie casi de playa, perteneciente a una cadena de frizzerías de Gijón muy de moda de aquella. Te las recontaré, morena —bromeó ahora el plasta—: el Caballito, el Yuste, la Gloria y el nombrado Topolino. Las famosas frizzerías no dejaban de ser restaurantes de comida rápida y barata a base de platos combinados, que iban de modernos, blancos, luminosos, funcionales, cuya servidumbre, más que una laboriosa cuadrilla de operarios, parecía una camada de liebres en carrera continua y desaforada por el comedor, la barra y la cocina, uniformadas con chaquetillas blancas a juego con el mobiliario. Tales eran las velocidades que exigían al servicio aquellos negocios ya apagados —testigo y víctima que fui— que causaron furor en su tiempo. Allí, en el Topolino, recalaba Juan Cueto de vez en cuando, sobre todo en épocas veraniegas, un poco antes del mediodía, y siempre con un mazo de periódicos y revistas bajo el brazo. La bici, con el portabultos vacío que pendía del manillar, quedaba recostada como al desgaire sobre algún punto de la fachada del local. Se sentaba en una mesa, efectuaba su pedido, abría una de aquellas publicaciones y leía y fumaba. Acuérdate que entonces los camareros tragábamos el humo de los clientes. A mí no me importaba en absoluto aspirar el humo de sus puritos. Al contrario, me las apañaba para atender su mesa con prontitud, desplazando a codazos, si preciso fuera, a otros colegas del curro, y así fisgar las lecturas que amontonaba. Lo conocía de oídas y de leídas. A causa de mi connatural timidez y de la reverencia que le profesaba (el tipo me imponía sin querer, la verdad), nunca me atreví a hablarle de otros pormenores que no fueran los del comercio y el bebercio en aquellos instantes previos a la hora del ángelus. Menciono lo del ángelus —seguía la cháchara— porque parecía tarde para desayunar y pronto para almorzar. Resolvía los apremios del hambre de entretiempo con un tentempié que ni fu ni fa: un día, cruasán a la plancha con café con leche mediano; otro, sándwich de jamón, queso y huevo con refresco; otro, bocata de lo que fuere con taza de té o vaso de leche. No levantaba la greña de los papeles, aunque se la atusaba mecánicamente cada poco sin conseguir ocultar el incipiente blancor del cogote. Tampoco cejaba en la dichosa fumadera. Al cabo del refrigerio, montaba en la bicicleta camino de Villa Ketty en Somió. Te lo chivo —concluyó el plomizo camarero después de dos horas de tabarra telefónica en torno a los mismos pelos y las mismas señales— porque menester será que la glocalidad entera sepa, contra lo que afirma el autor de la mentada necrología, que nunca Juan Cueto chascó los dedos para llamarme.
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