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Elogio de los maestros sastres contra sus frecuentadores
/por Michel Suárez/
I
La preocupación del hombre por sus ropas no es un asunto intrascendente ni frívolo: anuncia el espíritu. También revela su ausencia.
II
El hombre de la era digital ya no se viste: se cubre. Su único Dios es la comodidad, es decir, el conformismo. El arte de vestirse demanda tiempo y esfuerzo, estudio y observación, autoconocimiento y ensayo. No plegarse a la estética del rebaño, que algunos llaman discreción, exige la determinación de encontrar nuestra propia voz; nos librará, además, del ridículo de ser iguales que los demás hasta en la voluntad de ser diferentes (Borges).
III
Como en toda bella arte, vestirse es una cuestión de códigos, de su conocimiento y dominio. Ignorar, en las dos acepciones del término, las reglas imprescriptibles del vestuario masculino es abandonarse al criterio de cada uno, esto es: a la moda, a la indolencia, al desatino. Que hayamos creído solemnemente en la soberanía de nuestro gusto personal mientras nos cubrimos como todo hijo de vecino constituye el triunfo incontestable de la publicidad. Los estragos de esta ilusión son fácilmente reconocibles en nuestras calles, deprimentes pasarelas donde reinan la mediocridad, la mansedumbre, el seguidismo y el esperpento.
IV
En la arena política, tanto la izquierda como la derecha se conducen como granujas y se visten como adefesios. Enarbolando la causa de la regeneración política han incorporado todas las lacras éticas y estéticas de nuestro tiempo. Se olvidan de un detalle: no se puede regenerar lo putrefacto.
V
Asociando la belleza con lo superficial, la distinción con la altivez y la elegancia con la vanidad, la izquierda ha despreciado el arte de vestirse como un asunto propio de señoritos ociosos. Basta contemplar el constante homenaje que sus representantes rinden a la ordinariez para hacerse una idea de su inepcia e insignificancia. Pueden estar seguros de que nadie los acusará de aspirantes a profesores de belleza (Wilde). Continúan sin comprender una verdad elemental: que ética, estética y política son indisociables. Tampoco se les ha ocurrido pensar que el arte de la presentación pública tenga algo que ver con la consideración por el amor propio de los demás, el respeto y el decoro, territorios naturales de la reacción.
VI
Encastillada en sus risibles ínfulas, en sus filibusteros discursos sobre el señorío, en la defensa de sus repugnantes privilegios, la pasta fecal conocida como la derecha se ha revelado tan chabacana y vulgar como la izquierda. Sus cofrades ya no pueden jactarse de ser ladrones de guante blanco porque ni siquiera usan guantes, prueba de su inexistente sentido de la fantasía. Sólo les queda, como en el tango, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
VII
Los códigos de representación simbólica de las élites se han deteriorado de forma irreversible en las últimas décadas. Los nuevos amos del mundo se cubren con harapos y hacen gala de su fe utilitarista: desde la zafiedad y el abandono arremeten contra la sensibilidad estética porque no reparte beneficios. A simple vista podrían pasar por contestatarios o antisistema. Las redes sociales son su paraíso; Zuckerberg es su profeta.
VIII
Charles F. A. Voysey, discípulo de William Morris, escribió: «Valoramos la facilidad por encima de la belleza, la utilidad por encima de la inspiración y, en consecuencia, no nos resulta fácil reconocer las “ideas que forman parte de los objetos”». Una de estas ideas, y no la menos importante, es la relación afectiva que nos vincula a las cosas materiales de la vida cotidiana.
IX
Los objetos que nos rodean constituyen un repositorio de memoria: mantienen vivo el recuerdo de los que ya no están y evocan episodios de nuestra vida que nos ayudan a entendernos; son, además, una tabla de salvación en momentos de inestabilidad emocional, proporcionándonos consuelo y orden. Cuando todo cambia, ellos permanecen. Sus efectos benéficos dependen de la perdurabilidad en el tiempo. La condición de la perdurabilidad es la calidad. También en el caso de las ropas.
X
Un maestro sastre es un artesano que confecciona a mano prendas de calidad a partir de un patrón individualizado. Su orgullo de artesano encuentra en la satisfacción del cliente su mayor reconocimiento; durante el proceso, el maestro y el cliente entablan una relación personal que se reflejará en el resultado final. En su taller no hay margen para la división del trabajo, la aceleración de las cadencias o el incremento de la producción mediante la introducción de maquinaria. Se paga por un producto exclusivo, fruto del comercio entre dos seres humanos.
XI
Pero, atención, conviene no llamarse a engaño: un sastre jamás proporcionará estilo. Como ocurre con el conocimiento, esa virtud se forja, no se compra. Un maestro sastre es un artificex, fusión ejemplar de artista y artesano, no un dispensador de gracia y distinción.
XII
La barrera de precios disuasorios es la mejor garantía de que el lujo del gusto artesanal no se popularizará. Sin embargo, cada vez son menos los poderosos que aúnan medios y sensibilidad educada. Los más tornadizos han caído en las redes del streetwear; los más necios, suspirando por el ridículo prestigio asociado a marcas reputadas, se dejan timar por productos vergonzosos que no valen ni una décima parte de lo que pagan por ellos. Entre los profesionales liberales la claudicación ha sido completa; hoy es imposible distinguir un médico de un excursionista, a un profesor de un buhonero; ni siquiera los banqueros han sabido honrar a su tradición: se confunden fácilmente con sus guardaespaldas. En los hoteles de lujo los mejor vestidos son los camareros.
XIII
La desigualdad, el despilfarro y la fealdad son elementos indisociables del sistema industrial. La explotación del hombre por el hombre caracteriza una fase superada. En nuestros días, los hombres y las mujeres no sirven ya ni para ser explotados; los robots nos están suplantando entre el regocijo general. Tampoco lo que un día fue juego se ha librado de esta locura: se necesita un ojo electrónico para señalar un penalti. Anders lo vio antes que nadie: el ser humano se ha vuelto obsoleto.
XIV
En aras de su supervivencia, los catequistas de un libre mercado que no existe en ninguna parte aconsejan a los maestros sastres convertirse en empresarios de sí mismos; los conminan a sumergirse en el maravilloso mundo de las nuevas tecnologías, a promocionarse, a salir de sus talleres: los invitan, en definitiva, a adaptarse a los tiempos. Sin embargo, pasan por alto que nuestro Zeitgeist es la culminación de la ideología del dinero que ha transformado a los artesanos en una reminiscencia medieval al servicio de unos pocos. Es absurdo lamentar los suburbios, las reatas de inmigrantes, la criminalidad, el egoísmo, la corrupción, la creciente marginalidad o el consumo enloquecido de fármacos y no condenar su matriz industrial. Entrar en trance con impresoras 3D y enfundarse trajes artesanales constituye una apología de la esquizofrenia. Proclamar la viabilidad de la sastrería sin salir de la economía competitiva es defender el privilegio.
XV
Adquirir ropa barata confeccionada por robots o manos infantiles es, para la gran mayoría de asalariados, casi una necesidad; para los ricos, un vicio. No se acabará con esta colaboración pasiva con la injusticia ni se pondrá coto a la desaparición del saber hacer artesano mientras no se transforme de manera radical la organización del trabajo y su único estímulo: la persecución del lucro.
Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO.
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