Heroica ubicuidad de Derek Walcott
/por José de María Romero Barea/
En la adversidad, el sentido del deber desaparece. La falta de acuerdo paraliza a los gobiernos, las facciones opuestas se niegan a reconocer las consecuencias de sus demandas. Resolver los problemas implica rechazar el espíritu tóxico de la irresponsabilidad. La emoción que permea la política no es la pasión sino el desconsuelo. La prensa examina la pérdida que supone el fragor colectivo: oraciones incompletas, no dichas, talismanes que ensucian o iluminan la actualidad.
Cualquier intento de escribir sobre literatura corre el riesgo de incurrir en la descripción detallada de un hueco. Un ensayo supone la mejor herramienta de investigación para un tema que necesariamente nos elude. Involucrada en sí misma, toda exégesis es transmisión. Supera el desafío de crear personajes complejos, emocionalmente dañados: lo que prevalece es la estridente excentricidad del discurso. Nuestro amor a la fantasía se cumple en sus diferentes formas de ser, estar y parecer: oponemos literarias tácticas defensivas contra las crueles realidades.
La violencia subyace a la decisión de aferrarse a la lucidez en la obra dramática del Premio Nobel de 1992 Derek Walcott (Santa Lucía, 1930-2017), donde el destino individual cede a lo mítico antes de desvanecerse. Una voz profundiza y se oscurece bajo la dura tensión. La lírica del caribeño supone una crónica subjetiva en la que los vuelos imaginativos más salvajes se mantienen ocultos bajo los detalles inmediatos. Una sensibilidad consistente se expande antes de retraerse a la flexibilidad imperturbable de la que proviene.
El burlador de Sevilla
Preguntamos qué ha sucedido y descuidamos el cómo te sientes. Expresamos nuestra consternación por el desorden, aludiendo a nuestros representantes para describir el colapso de valores que creíamos eternos: la empatía, la solidaridad, el consenso. A medida que la sinrazón se apropia de la experiencia, los párrafos se fragmentan. Luchamos contra las ideas preconcebidas, forcejeamos por ocultar las ansiedades tras de una confianza meramente intelectual. Pero la actualidad golpea nuestras expectativas con su naturaleza compleja.
Se toma un modelo y se lo homenajea, pero de forma accesible. Tanto para el prerromántico español como para el autor que nos ocupa, Don Juan es un libertino que cree en la justicia divina (el verso «no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague» del original, se transforma en «Y que Dios te ayude … ¡si odias las burlas!»). En ambos, el burlador confía en que podrá arrepentirse y ser perdonado antes de comparecer ante Dios (el famoso «¡Qué largo me lo fiais!» muta en un «Edén eucalíptico rociado de sal» donde mezclar «unas cuantas metáforas»).
En El burlador de Sevilla (Vaso Roto, Teatro, 2014), Walcott despliega todo su arte para adaptar a su situación y la de sus contemporáneos el lenguaje y la cultura hispánicas del siglo XVII, pero manteniendo una radical originalidad e independencia. La sensibilidad de Walcott para el ritmo, el metro, y el lirismo del original, la obra homónima de Tirso de Molina (Madrid, 1584 – Almazán, 1648), hacen de su adaptación un logro.
La versión, sin embargo, adolece de la vocación moralizante de la obra original. La burla y la seducción se convierten en la perdición de un conquistador que entrega dichoso su alma y desafía abiertamente a la ira divina, al afirmar: «una hora es todo lo que yo tengo/ entre tu Infierno y el Cielo de Ana,/ entre sus sábanas y tu sepultura». El seductor caribeño no sólo roza los límites de la más cínica arrogancia («¿Y si lo que nuestro cuerpo necesita es un pecado?»), sino que hace gala de su escepticismo religioso («¿Mi fe? La fe de todas las mujeres./ La religión de las mujeres es el amor»).
El drama poético se cumple a través del dialecto, el compromiso político, la traducción y la mentalidad ecológica. El Don Juan de Walcott se enamora: «Oh, herida que yo envidio, brota otra vez/ como esta fuente, empápame en sangre!/ Condúceme por una llovizna fina/ hacia el amor. El amor es el dulce dolor». La salvación y la entrada al reino de los cielos se obtiene a través del amor (cuando no del sexo): «¡Yo sirvo a un principio! El de/ la tierra generadora, cuyas leyes/ obligan al león a moverse con grandes/ zancadas hacia la desocupada leona». Don Juan desconfía la salvación de su alma, ya que no cree en la vida eterna: «estoy alegre […] ya que muero».
El tratamiento de las esferas pública y privada y la forma en que estos conceptos informan su recepción convierte el contrarrestar la aplicación perezosa de la retórica a la literatura en objetivo principal. Eterno defensor del mestizaje, su autor nace y crece en Santa Lucía, una de las islas más pequeñas del Caribe, donde recibe una educación inglesa. Su generación, tanto como la de sus padres, trata a los textos en otros idiomas no como algo ajeno o impuesto, sino como parte de su lengua materna. Respuesta a esa sociedad postcolonial, la acción de El burlador transcurre en una república moderna de las Antillas.
Alegoría traducible de la oscuridad, para el dramaturgo se trata de esperar a que termine la pesadilla de la violencia y dé comienzo la historia. Se descarta la dicotomía blanco/ negro. Se hace hincapié en la variedad étnica, de ahí la presencia de elementos indígenas, africanos y españoles. La política, pues, se funde con la estética y el discurso de la obra, cuya teoría literaria podría reducirse en un solo principio: hacer el máximo uso contemporáneo de los recursos de la tradición. En El burlador, la imitación no es una forma de adulación, sino de creación.
Al devolver la poesía al teatro, se enriquece a ambos. Herramienta para la comprensión, la dimensión trágica aborda el mito de lo que adapta, el personaje más universal del teatro español. Se traduce la leyenda de Don Juan como algo real. La intención es centrar la atención del público sobre el protagonista y su idioma. Crítica del consumismo y la reificación, el estilo del seductor es elevado, aunque el tono es cercano. Como Shakespeare antes que él, Walcott hace que sus personajes nobles empleen un estilo llano.
Aunque el escenario no es Sevilla, se emplean expresiones de andaluza frescura. Su sociedad, al igual que la sureña de la época, es la encarnación de la crueldad y el machismo despiadado. Al igual que Tirso de Molina (y luego Molière, Lorenzo da Ponte, Lord Byron, Espronceda, Pushkin, Zorrilla, Azorín, Marañón y muchos otros), se trata de acercar a nuestra experiencia una vieja leyenda para condenar las identificaciones sentimentales con el mundo no humano. Mientras que en el poema la voz habla a través de una división infranqueable, la inutilidad pragmática del teatro es oportunidad para la testarudez como para el autoengaño.
Cuando la Royal Shakespeare Company encargó en 1974 al que sería Premio Nobel de Literatura la adaptación de El burlador para el Taller de Teatro de Trinidad, este llevaba décadas trabajando en Puerto España como reportero del Trinidad Guardian. Al mismo tiempo, escribía y dirigía para diversas compañías teatrales. El tono dominante es el idiomático. La retórica nunca es rígida. La versión al castellano de Keith Ellis (1935), poeta, narrador, traductor, profesor e investigador de la literatura cubana, latinoamericana y caribeña de origen jamaiquino, respeta el dialecto de los diferentes personajes. El lenguaje estándar, del cual surge el discurso, se convierte en drama a través de máscaras, rostros y personajes. El estilo que emplea Ellis sabe transmitir las sutilezas intelectuales. Al mismo tiempo, es fiel al tono reflexivo que el texto privilegia, conoce la medida exacta del sonido que emplea.
Otra vida
El periodismo nos ayuda a purgar el descontento de la inacción. Nos espera sin vigilancia, mientras desvela los enigmas. Marca el punto de inflexión donde se encuentran el mundo y el tumulto interior. Privilegia la muda perforación de lo que nos cautiva, antepone lo real a lo inventado, informa sobre lo ignoto en agujeros de lo sentimental donde proyectar nuestra curiosidad legítima. Leyendo vemos, escuchamos, nos comprometemos.
Una naturalidad irresistible convive una sensación de dificultad inherente. A pesar de su parquedad de expresión, la voz abunda en una elocuencia nada intrusiva: «Brotan de ti, derretidos, tus hijos./ La lluvia te inunda los brazos» («El niño dividido. Capítulo 2»). El poeta demuestra moderación, y, sin embargo, se deshace en incidentes y frases coloquiales que sugieren intimidades impulsivas: «Un paso más allá de la ciudad se hallaba el bosque. Un paso tras la puerta de la iglesia acechaba el diablo» («Capítulo 4»).
Un cúmulo de vivencias. ¿Cómo valorarlas? Hay bathos, pero no versos que nos aneguen: «si vio el otoño en una hoja herrumbrosa. ¿Qué era él sino un niño dividido?» («Capítulo 7»). Es la de Walcott una poesía nada abstracta: supone una crítica vehemente a la contemporaneidad, la evaluación de una realidad nada sospechosa, sino implícita, cuasi irrelevante. ¿Cómo valorar un poemario que no presupone lo poético? Incurran otros en lo enigmático o lo desobediente, lo autocomplaciente o lo arrogante, pero ¿cuál es su valor? ¿Cuánto creemos que vale?
Permea el volumen Otra vida (1973; Trad. de Luis Ingelmo. Ed. Bilingüe, al cuidado de Jordi Doce, Galaxia Gutenberg, 2017) una melancolía amplificada por el hecho de que los poetas también saben ser feroces. Combativos: «Y entonces una noche, en algún sitio,/ un solo clamor se elevó por el aire,/ la gruesa lengua de un farol borracho, caído,/ lamió los anillos de alcohol del suelo/ y, con la furia abrasadora de un horno/ de pronto abierto, dio comienzo la historia» («Homenaje a Gregorias»). Entre el impulso de enfrentarse y alejarse, regresa el pintor de Tiepolo’s hound (2000) a los lugares y las personas: la infancia, el paisaje y la existencia en su nativa Santa Lucía, la edad adulta, los amigos y familiares.
Las modulaciones repentinas de lo coloquial recrean un acento que nos habla al oído, un susurro que se complica con reminiscencias mientras se contextualiza: «Ni metáforas ni metamorfosis,/ igual que el carbonero se convierte/ en la puerta de humo de sí mismo,/ así tres vidas se disuelven en la imaginación,/ tres amores, el arte, el amor y la muerte,/ se desvanecen en el espejo que empaña su aliento,/ ninguno es real, no pueden vivir ni morir,/ todos existen, nunca han existido» («Una simple llama»). Nos advierte la coda final, «El ancho mar», contra las adivinanzas inexactas de la evocación, las rimas sueltas del recuerdo, las asonancias del olvido: «de esa niebla un hombre/ que ellos no sabrán reconocer surge/ y se tambalea hacia sus propias facciones».
En el segundo aniversario de su fallecimiento, Walcott sigue siendo, contra todo pronóstico, sin pretensiones. Se las arregla para decir con naturalidad lo que otros tienen que convertir en enigma. Su obra nos atrae y, sin embargo, no está cifrada; no tiene ese aire de secretismo y superclasificación que entorpece la lectura de otros. Sobre todo, no intenta ser auspicioso o entretenido. La clave para entender esa mezcla de orgullo y humildad se puede encontrar en esta colección de poemas, ensombrecida, como la vida, por la pérdida, lo que nos arroja a la deriva, lo que nos hace cuestionarnos y dudar de la idea de apego. Emplea el vate de Omeros (1990) las estructuras formales de la tradición oral en una lírica de esencias.
Arrebatos estructurados
Dispuestos calladamente, en sucesivos volúmenes, los libros no pretenden ser leídos. El mejor de ellos alude, si acaso, a sí mismo. El aspecto fracturado refleja precarios estados mentales: flashbacks prolongados evocan períodos de crisis. El requisito para superarlos es encontrar nuevas formas, metáforas más audaces y revolucionarias, ideogramas aventureros, tipografía experimental. Todo autor (o no) imagina un lenguaje renovado, de ubicuidad heroica, que reivindique la lozanía de los dispositivos en estados de arrebato estructurado.
En las composiciones de Walcott, el sentimiento se captura con económica precisión. El silencio apenas es conmovido. Sus versos sugieren asuntos pendientes hasta evocar una parábola. En su producción teatral, el encanto de cuento de hadas jamás concluye. Canciones de cuna para mantenernos despiertos, sus reflexiones se enfrentan a la duda y el temor, reflexionan sobre nuestras vulnerabilidades; frente a la negación de Dios, anuncian cautelosas su amor, reanudan en anotaciones lo que permanece, suponen notas a pie de página de vidas caídas, ecos del canto de la tierra, hambre de modernidad, la existencia tal como es, sobre la página.
El desastre remite cuando hablamos del futuro en común. En el diálogo todo comienza. Nuestras versiones de lo público horadan lo personal para incluir descripciones de lo tierno. La emoción del descubrimiento se representa en el espejo cóncavo de las rotativas, en las convicciones de la confusión interna combinada con el ojo astuto para nuestros tiempos.
José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Es autor, entre otras obras, de los poemarios Resurrecciones (2011), (Mil novecientos setenta y) Dos (2011) y Talismán (2012), que conforman la trilogía El corazón el hueco, primera sección a su vez del proyecto Poesía (qué si no). El primer libro de la segunda sección, Un mínimo de racionalidad, un máximo de esperanza salió publicado en 2015. Romero Barea también es autor de la trilogía narrativa Interrupciones, formada por Hilados coreografiados (2012), Haia (2015) y Oblicuidades (2016), y ha traducido los poemarios Spanish sketchbook, de Curtis Bauer (España en dibujos, 2012); Disarmed, de Jeffrey Thomson (Inermes, 2012) y Gerald Stern. Esta vez. Antología poética (2014). Además, colabora con reseñas, entrevistas y traducciones en publicaciones de ámbito nacional e internacional como El País (Babelia), Le Monde Diplomatique, La Vanguardia (Revista de Letras), Claves de Razón Práctica, Ábaco, Quaderni Iberoamericani, Quimera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte. Los volúmenes La fortaleza de lo ilegible (2015) y Asalto a lo impenetrable (2015) incluyen una amplia selección de su obra crítica.
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