El placer de esperar

Pablo Batalla Cueto reseña el ensayo 'El tiempo regalado: un ensayo sobre la espera', de Andrea Köhler.

El placer de esperar

/una reseña de Pablo Batalla Cueto/

Sobre el ser humano, sobre su esencia última o el resumen más compendioso posible de su escurridiza ontología, sobre qué nos hace sobresalir en el bestiario del que en verdad formamos parte, se han formulado desde los albores de la filosofía y la literatura decenas de sentencias brillantes. Hesíodo decía que somos animales que comen pan; Homero escribía a su vez que somos animales que construyen naves. Contamos historias, afirmará McIntyre; cocinamos, sostendrá Samuel Johnson. Y todos tendrán razón; habrán dado todos en el clavo, pero no alcanzarán la puntería de aquel otro dictamen según el cual el ser humano es un animal que espera.

Esperamos, aguardamos, anticipamos; lo hacemos como no lo hacen el perro, el cocodrilo o la sardina, ignorantes del telos de la muerte; esperamos «al otro, la primavera, los resultados de la lotería, una oferta, la comida, al adecuado, y a Godot. Esperamos la llegada del cumpleaños, del día festivo, de la suerte, del resultado del partido y del diagnóstico». Y es sobre esa espera que atraviesa nuestro ser y nuestra cotidianidad que versa el pequeño ensayo de reciente publicación en castellano por Libros del Asteroide, firmado por la escritora y periodista alemana Andrea Köhler, del que procede la cita anterior: El tiempo regalado: un ensayo sobre la espera.

Andrea Köhler

Sucede con este libro algo que vemos últimamente ocurrir con otros: se ocupa de un tema que pudiera parecer inocente, blanco; se muestra en principio como un inofensivo paseo filosófico por algún vericueto de lo humano, sin la menor traza de intencionalidad política, y sin embargo, puesto que vivimos los tiempos que vivimos, relumbran súbitamente con el fulgor de la literatura de rebeldía; se convierten de pronto en panfletos de resistencia. En este caso, no es ya sólo que esperar sea —escribe Köhler— «nuestra primera práctica en el pensamiento utópico, en la resistencia contra las imposiciones de un mundo que diseñan otros», sino que, puesto que a nada rinde mayor culto esta época desquiciada que a la velocidad, toda espera, toda demora, toda pausa, deviene inevitablemente disidencia o herejía. Köhler cita de Sloterdijk la siguiente pregunta retórica: «¿Quién podría negar que los abreviadores y ansiosos por acabar han sabido organizarse en los últimos dos mil años como el más efectivo grupo de presión psicopolítico?». Y en esa línea, convencida también de que «podríamos describir la modernidad —en la medida en que cabe concebirla como historia de la movilidad— como un proceso de acortamiento de los tiempos de espera», enuncia reflexiones como la que sigue:

Reventar todos los continuos del desarrollo e interrumpir el flujo del tiempo es una de las señas de identidad de la modernidad. Vivimos en un modo encendido-apagado que ha eliminado en gran medida los elementos más importantes de los ritmos naturales. Repetición y variación, ampliación y surgimiento repentino, en pocas palabras: esos intervalos que dan a la vida una melodía han mutado en factores perturbadores. Mientras la gran ciudad fraccionaba el movimiento continuo en discontinuidades, la era de la información ha impuesto una forma de percepción en la que no se registra la evolución. Lo curioso es que nos sigue extrañando. Pues aunque hayamos adaptado en parte nuestro equipo sensorial al tiempo acelerado, los sentimientos conservan su lentitud. Como recalcaba en sus obras el gran cronista de las velocidades de la sensación, Alexander Kluge, los sentimientos son los «partisanos» que desordenan de manera decisiva el funcionamiento de las instituciones y maquinarias, y conservan el antiquísimo inventario que nos sirve de brújula.

Sentir es rebelarse; y es sentir la espera, en la cual «el tiempo se convierte siempre en algo palpable» y cuyo lapso es proporcional al goce que hará que nos produzca aquello que esperamos: como dice Gregorio Luri en el epílogo del libro, «cada vez que se reduce a un mínimo el lapso de espera entre el deseo y su satisfacción, un dios vengativo exige un precio: el que lo obtiene todo, o lo recibe de inmediato, pierde la dicha de su disfrute». La vida hoy, rota la continuidad de pasado, presente y futuro, se convierte, dice Hartmut Rosa y cita Köhler, «en el espacio estático de una fatalista inmovilidad, donde una rápida sucesión de episodios esconde el regreso de lo idéntico. En este espacio la conformación carece literalmente de sentido». Ocurre por ejemplo en estos días que

Los invernaderos y la globalización se ocupan hoy de que ni los productos de la agricultura ni las estaciones del año tengan ya ese aroma especial que una vez ligó un sabor particular a un mes. Hoy tenemos mazapanes en agosto. Es propio del progreso que cada ganancia entrañe una pérdida y que el sudor del verano ya no llegue hasta nuestra memoria por medio de nuestras papilas gustativas, como el recuerdo instigado por la madalena de Proust. Tal es el precio que pagamos por que nos inunden las fresas entre mayo y diciembre, fresas que no huelen ya a nada y a nada nos recuerdan. Hoy es un anacronismo en muchos ámbitos de la vida esperar a que algo madure, y casi ni nos importa.

El tiempo regalado celebra las esperas de hoy y añora las de antaño: Köhler escribe también, por ejemplo, sobre el periclitado mundo de las cartas, cuyos sutiles placeres asociados el correo electrónico no atina ni lejanamente a remedar:

Desde que existe el servicio postal, esperar una carta es la expresión de un anhelo imposible de satisfacer. Pues el camino que recorrían los folios escritos formaba parte de la carta, así como el tiempo que permanecía en los buzones, el lapso que le llevaba llegar por barco, tren o avión a su destino. El sistema de comunicación epistolar era ante todo morada del tiempo postergado. También el carácter táctil de una carta, el papel, la letra de pluma, o quizá las manchas de tinta, el sobre, que ennoblece cada misiva y la convierte en potencial agente secreto, pertenecían a ese cruce de espacio y tiempo. Aún hoy —y hoy incluso más— somos conscientes del valor de esa carga etérea; seguramente por eso la publicidad en papel simula unas palabras escritas a mano. También el receptor percibe la promesa que ocultan tales envoltorios, como si la carta se hubiese compactado más durante el lapso de su viaje. Pues una carta contiene siempre un pedazo de presencia física, las huellas de aquel que la ha escrito.

Pero esto no durará mucho. Con la aceleración del sistema de comunicaciones, el pulso de nuestros intercambios personales se va acercando a la frecuencia del tiro de bala del tráfico online, convirtiéndose prácticamente en simultáneo. Sin embargo, la aceleración de la comunicación no nos ha librado de los padecimientos de la espera. Al contrario, al sincronizarse la expectativa y la velocidad de su cumplimiento, la impaciencia parece haber aumentado. Esto vale sobre todo para las misivas románticas. No solo esperamos una respuesta inmediata, sino que maldecimos lo mucho que se tarda en redactar un correo electrónico.

No muy distintas cosas suceden con la urdimbre de esperas que es también el viaje, a lo que Köhler dedica más páginas espléndidas de su ensayo. «Toda gran partida tiene una promesa de triunfo: sólo por marchar se nos atribuirá nuestro verdadero valor (como al hijo pródigo). Es parte del viaje que alguien espere y dé fe de nuestra ausencia», escribe; y recuerda también que «ciertas personas tratan de posponer todo lo posible el contacto con sus lugares de ensueño. Elias Canetti, por ejemplo, practicaba el culto a las ciudades que un día conocería; cuanto más veneraba una ciudad, más postergaba su visita. […] como el apetito que estimula la saliva, la expectación se compone de memoria e imaginación». Reflexiona asimismo Köhler que

Viajar sigue siendo una de las pocas de ser en las que el camino puede experimentarse como meta; y sin los afanes del camino muchas veces la llegada se vuelve nimia e insípida. El Eros es transitorio y se inflama en ruta, en la agitada interferencia entre la salida y la llegada. Y por eso en cada viaje largo resucitan vestigios de esa fiebre infantil que nos regalaban las primeras experiencias inusuales.

Los viajes son pausas en el tiempo y, aunque estamos ya acostumbrados a haber vivido y visto todo una vez, en cada partida resuena en nosotros el eco de esos momentos infantiles en los que el mundo se abría ante nosotros. El que no se deja contagiar por el sentido de las infinitas posibilidades de un viaje se priva de la aventura de circunvalar que en la infancia nos desvelaban todos los rincones. Hay una forma específica de estupor propia de la espera, que es parte del viaje. Es necesario saber perderse para tropezar con lo desconocido. Pero la mayoría de nosotros nos hemos convertido ya en esos viajeros apoltronados a los que la agencia entrega un cheque en blanco donde se alinean países y ciudades, tan parecidos entre sí como una suite del Hilton a otra.

Necesitamos la espera; necesitamos incluso la forma desagradable de espera que es el aburrimiento, porque como escribe Dieter Wellershoff en su texto autobiográfico Langeweile und unbestimmtes Warten y referencia Köhler, el aburrimiento «cierra el mundo para volver a abrirlo de nuevo […] y renueva tras su neblina el carácter misterioso de la vida». Nuestro siglo promete liberarnos del aburrimiento, pero ¿por qué habríamos de querer liberarnos de él? El que aguarda —escribe Köhler— quiere que le salven de la espera tan poco como el amante quiere que lo libren del amor. Y es la espera un acto de introspección individual, de encuentro con uno mismo, porque «incluso cuando esperamos en grupo uno está solo. Esperar es algo tan difícil de compartir como el sueño, pese a que a veces tratemos de pasar el tiempo con juegos, por ejemplo, o contando cuentos, a la espera sólo se la engaña de forma individual».

Hombre esperando, de Kalhy Faisca

Köhler, minuciosa analista, desgrana, puntualiza, matiza: «no es lo mismo esperar que tener esperanza. La esperanza está del lado del futuro; la espera está atrapada en el instante. Uno tiene esperanza, uno confía en que ocurra esto o aquello, quizá no de inmediata, pero muy pronto. Cuando uno espera, en cambio, uno permanece en un estado de continua presencia, espera que algo que sucede en aquel momento pase, aunque quizás no pase nunca». Y muestra Köhler también al lector los reversos tenebrosos de la espera. Hay esperas criminales y ominosas como la espera del odio que es la venganza o la espera impuesta que los poderosos convierten en uno de los signos de su poder:

Hacer esperar es privilegio de poderosos. Entre lo más granado de los que nos hacen esperar están los que custodian nuestro tiempo y lo consumen, voraces y displicentes. El que nos hace esperar celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida, y el hecho de que jamás lleguemos a saber si nos están haciendo esperar a propósito es lo que le confiere a este poder un carácter ominoso. La prohibición de moverse ha sido siempre prerrogativa del poder patriarcal. El que nos hace esperar nos ata a un lugar.

En otras ocasiones, y especialmente en siete deliciosos intermezzos que uno se topa como sorpresa, pues no aparecen listados en el índice, la autora vira hacia la primera persona y a un estilo más lírico a fin de formular reflexiones de un orden distinto que aquéllas que conforman el resto del libro, y como para sustanciar lo que ya nos ha contado en las primeras páginas del prólogo del libro: «Me encantan las transiciones, los intermedios, ese lapso en el que las cosas son inciertas». Así, relatará por ejemplo —y concluimos esta reseña, ¿qué mejor manera?, con ello— que

Mi primera cámara de fotos era un cajón rectangular que había que ponerse delante del pecho para encontrar reflejado en su interior el recuadro que uno quería fotografiar; en las fotografías aparecían siempre curiosos fantasmas. De esto hace mucho tiempo, y hoy sigo sin saber por qué esta caja reproducía casi siempre la realidad como palimpsesto. Pronto aquel viejo trasto fue desbancado por otros modelos, técnicamente más avanzados, y con él la realidad de la doble exposición. Con la llegada de las cámaras digitales, el instante en el que no se podía planear qué aparecería en la imagen revelada ha desaparecido totalmente.

¿Qué ocurre cuando desaparece el lapso que, atravesando la cámara oscura, media entre el negativo y la fotografía? ¿Cuándo lo inesperado que duerme en la emulsión de nuestra conciencia deja de aparecer, como se desvanecieron esas apariciones fantasmagóricas en las viejas fotografías? La sorpresa de que se haga visible algo de lo que nada sabíamos, una expresión facial que captamos, un movimiento involuntario que se petrifica, un gesto de tensión, ya no tienen posibilidad alguna frente a la composición perfecta. Lo impredecible corre siempre el riesgo de desaparecer, y con ello un pedacito de incertidumbre. Pero cuanto más nos esforzamos por excluir el azar, más se engrosa el ejército de espíritus que no vemos.


El tiempo regalado: un ensayo sobre la espera
Andrea Köhler
Epílogo de Gregorio Luri
Libros del Asteroide, 2018
168 páginas
14,95€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.clLa Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.

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