Buzón de cumbre
Don Javier
/por Pablo Batalla Cueto/
No llevábamos ni veinte minutos de ruta y ya estábamos perdidos.
Nos hallábamos en la sierra de Híjar, confín septentrional de la provincia de Palencia, allá donde Castilla se encuentra con Cantabria; modesta cordillera de cumbres altas pero suaves en la que nuestras miras estaban puestas en el pico Valdecebollas, de algo más de dos mil metros de altitud: una enorme cabeza con espléndidas vistas de la Montaña Palentina y del macizo oriental de los Picos de Europa. Habíamos salido del pueblo de Brañosera con la idea de proseguir, no el itinerario corto hacia la cumbre, sino uno circular de unos veinte kilómetros, discurriente entre hayedos y robledales. Y nos habíamos descargado un track de Wikiloc, pero no son infalibles estos adelantos salvo que uno camine sin casi despegar la vista de la pantalla del smartphone, lo que daría en componer una estampa verdaderamente desoladora. En ocasiones, cuando uno se quiere dar cuenta, se ha alejado mucho de la senda que debía seguir y ni tiene muy claro cómo retomarla, ni el smartphone se lo explica. En ésas estábamos: habíamos extraviado el desvío del camino principal que debíamos haber tomado y ahora no terminábamos de decidir cómo enlazar con él. Podíamos simplemente volver sobre nuestros pasos, pero barruntábamos la posibilidad de un atajo descendiendo hacia un riachuelo que corría varios metros debajo de donde nos encontrábamos y atravesando seguidamente una especie de colina; y también la de seguir hacia delante por el camino principal y encontrar más tarde otro desvío más cómodo. Congregados —éramos cinco— en torno a un teléfono móvil, escrutábamos el mapa satelital de Google y discutíamos acaloradamente nuestras aparentes opciones.
Vimos entonces aproximarse por el camino a un hombre mayor. Era menudo y enjuto; lo acompañaba un perro; tenía pinta de ser de allí. Decidimos trasladarle nuestras cuitas; nos respondió con amabilidad. No hacía falta que diéramos la vuelta —nos dijo—, pero tampoco era buena la idea de atravesar el río. Lo mejor era continuar por el camino hasta una cantera hacia la que él mismo se dirigía y desde donde, al disponerse de una buena vista del contorno, podría explicarnos de manera más clara los pasos a seguir.
Echamos a andar. Y mientras caminábamos, nos fue explicando quién era. Tenía sesenta y seis años, se llamaba Javier, vivía en Brañosera. Había regentado un bar, pero estaba jubilado. El perro se llamaba Winston y era de su vecina, una chica joven: a él le gustaba mucho recorrer aquellos montes, y siempre que salía, se ofrecía a paseárselo. Pertenecía a un grupo de montaña de la zona, pero cada vez le agradaba menos el cariz que habían ido tomando las cosas. La gente seguía saliendo, nos dijo, pero ahora todo era correr, competir, presumir de material. La gente, en general —se refería ahora al mundo entero—, se había vuelto bastante estúpida.
No tardamos en llegar a la cantera. Javier nos habló allí de la nombradía de las areniscas de aquella zona, famosas ya en tiempo de Carlos V y que seguían exportándose —nos contó— a toda España. Nos señaló también varios chozos, nombre que reciben en la zona las cabañas de pastores; y cuando se dispuso a explicarnos el camino que debíamos seguir ahora, nos propuso acompañarnos otro rato: al fin y al cabo, no tenía nada que hacer ese día. Nos dejaría —nos dijo— en un collado ubicado ya justo enfrente de Valdecebollas.
El camino era ahora una empinada campera que permitía apreciar ya unas vistas excelentes que Javier fue desgranando para nosotros. Nos enumeró los nombres de los montes que veíamos y, señalando su dirección, de los que no veíamos, y también nos hizo fijarnos en una construcción abandonada que se veía en lontananza y de la que nos explicó la historia. Se remontaba a los años setenta: iba a ser un Parador asociado a una estación de esquí que también se proyectaba construir por entonces, pero cuando ya estaba prácticamente terminado, estalló la crisis del setenta y tres, la construcción tuvo que detenerse y finalmente se abandonó.
Llegados al collado —un balcón hermoso a la zona del Tres Mares, hermoseada aún por las últimas nieves—, y, puesto que era temprano, Javier decidió, qué coño, ascender con nosotros al Valdecebollas, lo que, por un sendero cómodo y sin ninguna dificultad, ya no nos llevó mucho tiempo. Y en la cumbre, mientras comíamos las viandas que habíamos traído, él siguió ejerciendo de guía turístico informal. Nos enumeró una vez más los nombres de todo lo que veíamos, que era mucho: el Espigüete, el Curavacas, Peña Labra, los Picos de Europa allá entre la neblina. Y también nos habló de la romería y misa anuales que allá tienen lugar el primer domingo de cada agosto.
Descendimos por un camino distinto de aquél por el que habíamos subido, y Javier nos hizo fijarnos (no lo hubiéramos hecho de haber ido solos) en las grandes piedras planas y redondas que había por doquier. Se trataba —nos explicó— de ruedas de molino: los brañoserenses, antaño, las tallaban allá mismo y después las bajaban en carros al pueblo. Nos habló también de la guerra del treinta y seis, que allá, frente de guerra, se había vivido muy intensamente; y de que después también había habido maquis. Nos condujo seguidamente hacia un chozo cercano, el de Pamporquero.
Llegamos a Brañosera a eso de las cinco. Javier había acabado haciendo toda la ruta con nosotros. Nos despedimos con efusividad, y antes de dejarnos, nos habló de una fuente cercana con un agua magnífica, mejor que la de la fuente principal del pueblo, al lado de la cual habíamos aparcado.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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