Crónica

San Baldomero: la devoción a Espartero en el siglo XIX

Pablo Batalla Cueto escribe, apoyándose en la biografía 'Espartero, el Pacificador' de Adrian Shubert, sobre la singular veneración casi religiosa que rodeó al general Baldomero Espartero, héroe del progresismo español, durante el siglo XIX.

San Baldomero: la devoción a Espartero en el siglo XIX

/por Pablo Batalla Cueto/

«El capitán enviado por Dios, revestido de su poder y precedido de la columna de fuego, marcha ya con sus legiones impertérritas, salta las vallas y parapetos más profundos y eminentes, da la señal, y haciendo sonar sus cajas y trompetas destronca en un soplo los cedros del Líbano, destruye los Fuertes de Moab, derriba los muros de Jericó, y sobre cadáveres de enemigos hace en el nombre del Señor su entrada triunfante en la ciudad poco antes desconsolada». Parece un pasaje bíblico y, de hecho, fue Antonio Vila, el párroco de la localidad ilerdense de Cervera, quien pronunció estas palabras en un sermón en 1837. Pero no se trataba, no, de una porción veterotestamentaria de las Escrituras, sino que, cosecha del propio páter, se referían, muy en cambio, al triunfo de Baldomero Espartero en la batalla de Luchana, una de las que decantaron crucialmente la primera guerra carlista a favor del bando isabelino. El Gobierno había puesto seguidamente en marcha un vasto aparato propagandístico que había incluido la orden de, en todas las catedrales del país y en «las parroquias más antiguas en los pueblos donde no las haya», celebrar «solemnes exequias» en rendido homenaje del héroe liberal y de su gesta. Lo cuenta Adrian Shubert en su libro Espartero, el Pacificador, una espléndida biografía de reciente publicación en Galaxia Gutenberg que viene a rendir justicia al ilustre general. En 2000 lamentaba este hispanista canadiense, catedrático de la York University de Toronto, que «ha sido borrado de la memoria histórica española. Al tiempo que otras figuras cuyo papel en la historia del país fue mucho menos significativo permanecen vivas en el recuerdo, su nombre ha pasado de la idolatría al olvido»; y en este libro, que «sigue siendo una figura polémica y esencialmente huérfana. Tiene críticos pero no tiene abogados» y «ni siquiera se le ha distinguido jamás con el modesto reconocimiento de un sello de correos».

Espartero, retratado por José Casado del Alisal (1872).

El libro relata pormenorizadamente el devenir biográfico del general, pero son especialmente interesantes aquellas páginas en las que se refiere justamente a esa «idolatría» a la que no cabe sino llamar así. En torno a Espartero —miembro esclarecido del Partido Progresista, izquierda de la época— funcionó durante décadas, a lo largo del siglo XIX, una veneración que desprendía todos los aromas incensarios de lo religioso. Era Espartero «objeto de un culto único, sólo igualado en Europa por los de Napoleón y Garibaldi»; los progresistas lo veneraban como símbolo igual que los cristianos «tomamos la cruz por símbolo de nuestras creencias religiosas», se consignaba en un Espartero: su pasado, su presente, su porvenir publicado en 1843. Era una suerte de santo laico, y como tal se lo celebraba de hecho: el día de San Baldomero, 27 de febrero, se convirtió en un jolgorioso festivo que no homenajeaba ya a Baldomero de Lyon, el santo católico (un herrero del siglo VII), sino al admirado Duque de la Victoria. Celebración más o menos privada en los momentos de dominio del Partido Moderado, llegaba a adquirir un carácter casi oficial cuando gobernaban los progresistas. Así relata, por ejemplo, Shubert la celebración del año 1855, especial por ser la primera después del alzamiento progresista que el año anterior había vuelto a colocar al frente del país a Espartero diez años después de su malhadada regencia, una oportunidad perdida para el progresismo a la que había sucedido una así llamada Década Moderada:

El año 1855 fue la primera vez desde la revolución en que los españoles tuvieron ocasión de celebrar San Baldomero. Y lo celebraron a modo […] En Huelva, San Baldomero fue un «día de regocijo y entusiasmo». La Milicia desfiló por las calles y la banda de música «llenó el espacio con alegres y guerreros himnos, que aumentaban el entusiasmo, dando ensanche á los corazones que por once años consecutivos habían vivido en la más horrorosa opresión. Las calles de la capital iluminadas, la confianza y gusto que reinaba en los onubenses, hizo que se sacara en procesión el retrato que por todas partes recibía vivas entusiastas de estos leales habitantes». En Salamanca, además de las bandas, la iluminación y los fuegos artificiales, se izó la bandera en el ayuntamiento, lo cual provocó un artículo indignado del corresponsal de La España: «Cual si fuera fiesta nacional, cual si fuera el día de nuestros reyes […] ¿Qué fausto suceso así abría á la expansión de los corazones? ¿Qué grato recuerdo evocaba la historia para vestirse de alegría todo un pueblo? No lo sabemos: el calendario, aunque marcaba á San Baldomero, no señalaba el día como de gala». […]

En Almadén, el consistorio y el batallón de la Milicia acordaron empezar el día con un «toque de diana» del cuerpo de cornetas y tambores acompañado por un «repique general de campanas». A las diez de la mañana, los miembros del Ayuntamiento, acompañados por los directores de las minas de Almadén «y precedidos por sus alguaciles vestidos de gala», desfilaron desde la sede del Ayuntamiento hasta la iglesia donde se cantó un Te Deum. Después se dirigieron al «punto de encuentro» de la Milicia donde los oficiales se dirigieron a la tropa […] en algunas maniobras. A continuación, con la banda a la cabeza, marcharon por la calle Mayor, «cuyos balcones estaban llenos de gente», hasta el Ayuntamiento, decorado con retratos de Espartero y de la Reina, donde el alcalde pronunció un discurso desde el balcón. A las ocho de la tarde un desfile con el alcalde y el teniente de alcalde portando retratos de Espartero e Isabel, «alumbrados con numerosas hachas de viento precedidos de la música» y escoltados por la Milicia, marchó hasta la Plaza de la Constitución «al toque de la Marcha Real entre el estruendo de multitud de cohetes y disparos y de los aplausos y vítores de la multitud».

La devoción a Espartero era especialmente poderosa en Cataluña, donde había surgido ya a la altura de 1850 un incipiente movimiento obrero vinculado a su floreciente industria textil (la primera huelga general de la historia de España se produjó allá en 1855) y el progresismo era especialmente fuerte. La celebración de San Baldomero era allá particularmente intensa. El día, del que la propia junta barcelonesa del Partido Progresista describía las celebraciones como más «propias de una fiesta cívica», se asoció pronto en tierras catalanas —cuenta Shubert—

a actos de filantropía: la entrega de dinero y hogazas de pan especiales a los pobres, una especie de limosna liberal, era uno de sus rasgos esenciales. En 1860, en el momento álgido de la guerra de África, los organizadores decidieron dirigir su esfuerzo filantrópico «al socorro de los heridos catalanes del ejército de África», y a dotar las festividades de una mayor presencia oficial y pública mediante la representación de una «función teatral» benéfica.

Al año siguiente, la recaudación volvió a destinarse «al socorro de los necesitados de Barcelona»; y del San Baldomero de 1864 Shubert registra que dejó —son palabras de Lluís Cutchet al propio Espartero— el «vasto teatro del Liceo […] completamente lleno, recogiéndose muy cerca de veinte mil reales; de suerte que pagados gastos, quedarán sobre quince mil para repartir en panes de San Baldomero, o de San Espartero, como dice el pueblo». Aquel mismo año, el Ayuntamiento de Torrellas de Foix (Barcelona), declaró que no celebrar el santo de Espartero «sería dejar de cumplir con el deber de todo catalán», y los esparteristas de Lérida declaraban no tener «expresiones para demostrar hasta dónde llega el amor que tenemos al Pacificador de España que mora en el inmerecido retiro de Logroño». Shubert cuenta además que

San Baldomero se celebraba también en numerosos pueblos y aldeas de toda Cataluña. Estas fiestas variaban en cuanto a forma y escala. En algunos lugares, como en Reus, tenían lugar «en el hogar doméstico, en familia como suele decirse», pero en otros lugares eran más públicas. […] En San Sadurní de Noya, «una cabalgata compuesta de casi la totalidad de los socios» recorrió el pueblo el día 26, recaudando unos quinientos reales que fueron empleados para comprar doscientos «panes a la libra y media cada uno y de la mejor calidad» para repartir a los pobres. Por la noche hubo un baile de máscaras. En San Salvador de Breda, los progresistas locales celebraron un banquete en un restaurante mientras que los de la cercana Arbucies hicieron lo propio en otro local. Ambos grupos se juntaron después en un café donde el propietario había puesto un retrato de Espartero por el que se ofrecieron numerosos brindis. Todos ellos «se despidieron a las dos de la madrugada del día siguiente cantando el coro de dicha villa varias piezas dedicadas al invicto Duque».

Los festejos en San Andrés de Palomar, un pueblo industrial a las afueras de Barcelona, fueron más lucidos. A las dos de la tarde del 26 de febrero, «un repique general de campanas» anunció que iban a empezar las celebraciones y al anochecer la banda local «recorrió, seguida de un inmenso gentío, las calles de la villa». A la mañana siguiente, un comité repartió pequeñas cantidades de dinero entre «algunas familias pobres» recomendadas por los médicos, después de lo cual hubo una misa en memoria de San Baldomero «cantada a toda orquesta». Entre la «multitud» había «más de ciento setenta pobres de ambos sexos; estos precedidos de la música y de los comisionados nombrados al efecto, se dirigieron al grandioso salón de la Estrella, donde les fue servida una opípara comida por el tan acreditado y conocido fondista Joaquín Mas (a) Xabana, que espontáneamente y sin remuneración alguna se brindó a ello, comida animada por los alegres y patrióticos himnos de la numerosa orquesta». Esta «edificante escena» fue contemplada por más de ochocientas personas «de todas las clases de la población». Hubo otras comidas celebratorias y aquella noche la banda desfiló por las calles seguida de «centenares de personas de las que unas setenta llevaban hachas de cera encendidas». […]

Era típico también que sus partidarios enviaran cartas al general. Cuenta Shubert a este respecto, por ejemplo, que en 1864 «Miguel Planas y un grupo de “miserables operarios” de San Andrés de Palomar mandaron un poema para mostrarle “lo que es el amor, lo que es el entusiasmo”» y que «los obreros del Círculo Instructivo de Sabadell felicitaban [a su vez] a “la estrella protectora […] de libertad y de paz”». Muchos progresistas bautizaban Baldomero a sus hijos, y también sucedía en toda España esto que quedó registrado del pueblo de Iznájar (Córdoba), donde en 1861 estalló una revuelta republicana conocida como revolución del pan y el queso y liderada por un Joaquín Narváez, pariente lejano del general moderado Narváez, que fue ejecutado. Como forma de protesta de la gente del pueblo, el retrato de Espartero pasó a rivalizar «con los santos en la ocupación del lugar de devoción preeminente en sus hogares». Eran asimismo muy populares, y lucrativas para quienes las producían y vendían, las estampas, imágenes, libritos y aleluyas (un formato muy popular en la época, consistente en un pliego de papel impreso por una cara que contiene un conjunto de viñetas, generalmente cuarenta y ocho, en cuyo pie suelen aparecer unos versos que aluden a la escena representada) sobre Espartero.

Un ‘aleluya’ sobre Espartero

Shubert escribe de Espartero que «nunca antes hubo tanta gente tan estrechamente identificada con una sola persona, ni tantas esperanzas depositadas en ella durante tanto tiempo, y desde luego en nadie que no fuera un monarca reinante. Y cabría sostener que no ha habido nadie igual desde entonces». Pero lo cierto es que San Espartero era un santo llamativo, toda vez que el general sólo cosechó sonoros fracasos en los dos breves momentos (la Regencia y el Bienio Progresista) en que se aupó a la gobernación del país; fracasos que no tuvieron poco que ver con su propia incompetencia para canalizar y gestionar las altas expectativas que los progresistas españoles depositaban en él, que invariablemente terminaban desembocando en graves estallidos sociales (por ejemplo, revueltas contra los odiados impuestos conocidos como consumos) que lo desbordaban. De la Regencia resume Shubert (y qué interés cobra este párrafo como advertencia sobre lo que puede pero no debe suceder en el momento concreto en que escribimos esto, cuando está a punto de conformarse una inédita coalición de izquierda que ha despertado, como lo hacía el propio Espartero, grandes esperanzas en el progresismo español contemporáneo) que

se prolongaría algo más de dos años y resultaría ser la gran oportunidad perdida del Partido Progresista. Fue un momento en que las posibilidades de cambio se hundieron a causa de la desunión política entre los que eran en teoría sus partidarios, y sobre todo por los ataques resueltos e implacables de sus enemigos […]. Fue un momento cuyo final fijó los términos de la historia española durante muchas décadas. Fue también un momento marcado por la personalidad y los actos del propio regente. La imagen que ha prevalecido […] es de incompetencia, favoritismo […]; la imagen de un hombre superado por el cargo, que eligió confiar en un pequeño círculo de mediocres y amigos de toda la vida […]

La fe esparterista era inasequible a estos desalientos, y los sorteaba acudiendo a justificaciones de larguísima tradición y particularmente a la del rey bueno rodeado de ministros taimados que lo engañaban, se aprovechaban de su candidez o torcían su voluntad, de origen medieval pero muy viva todavía hoy: quien esto escribe, por ejemplo, la ha detectado con frecuencia en los apologistas de Stalin, cuyos crímenes atribuyen, cuando los reconocen, a colaboradores como Voroshílov o Beria. Los de Espartero acudían también a una presunta falta de ambición que haría al héroe incapaz de aferrarse a su poltrona cuando su poder se tambaleaba; mito éste, el de la falta de ambición, que no era por otra parte del todo infundado: Espartero, renuente a vivir en Madrid y retirado en Logroño —lo que hacía habitual, en la época, su identificación con Cincinato o el Washington retirado en Mount Vernon—, llegará a rechazar la posibilidad, considerada seriamente durante el Sexenio Revolucionario, de ser entronizado como rey. De cómo de encendida era todavía la veneración de sus partidarios en aquel momento sirve de muestra este botón:

Sus hazañas responden a nuestros heroicos tiempos, su rectitud conmemora el patriarcado liberal, su fama simboliza la popularidad del genio. La patria ve en su modestia el advenimiento de ansiadas economías, el pueblo espera su rígida virtud, el triunfo del bien […] Salido de las masas populares, la multitud le aclama por su jefe; formado en el campamento de la Victoria, el guerrero le llama su caudillo, víctima de la ingratitud borbónica, la libertad le tiene por mártir; pobre por el sacrificio de su fortuna en aras del país, la abnegación le cuenta entre sus héroes.

En 1868, las celebraciones que habían sucedido a la Revolución Gloriosa, que había expulsado del trono a Isabel II, habían sido fértiles en despliegues de la veneración esparterista. De las de Valladolid dejó registrado por ejemplo el progresista Ángel Bellogín que

En lujosa carreta precedida por la banda del regimiento de la Constitución, recorrió la ciudad el retrato de Espartero, custodiado por el joven alumno de la Facultad de Derecho y otros dos compañeros; los tres correctísimamente vestidos, y el primero cubierto con una cachucha roja, que si no era gorro frigio, se le parecía mucho; cada uno de ellos tremolaba su correspondiente bandera con los lemas: «¡Abajo los Borbones!», «¡Viva la Soberanía Nacional!», y «¡Viva Espartero!»; la banda alternaba el Himno de Riego con los de Luchana y Garibaldi, y en las paradas se arrojaban al público hojas patrióticas […] Espartero, que después de sus tenaces campañas había sido el pacificador de España, encarnaba, como político, la más genuina representación de la Soberanía nacional, a cuyo principio acababa de sacrificar sus íntimos afectos por aquella dinastía, cuyo trono había salvado dos veces. Además, don Baldomero tenía en Castilla, como en toda España, más aún que entre las clases militares, en las civiles, muchos millares de ciudadanos que le amaban con verdadera idolatría.

En tiempos de Espartero, el vocabulario político se revelaba por lo demás trufado de referencias religiosas. Muy reciente aún la eclosión de la política moderna, se entendían y se interpretaban sus lances con las categorías y palabrarios de la religión y viceversa. Para el mismo Espartero, Dios era —dejó escrito en una carta— «el gran progresista del Universo»; y de sus partidarios cita Shubert que decía un José Ugarte de Zaragoza en un momento en que arreciaban, en el seno del Partido Progresista, los enfrentamientos entre esparteristas y olozaguistas (partidarios de Salustiano de Olózaga) que tenían el deber de evitar «el cisma que [los olozaguistas] tratan de introducir en la Iglesia liberal». Y el culto esparterista fue declinando a finales del siglo XIX, pero uno nuevo vino a sustituirlo con no muy distintos despliegues. Pablo Iglesias, el fundador del PSOE, se convertiría él también en «un santo laico cuyo nombre sonaba beatamente en labios obreros y socialistas» (escribirá José Hierro en 1995); en el «profeta» del socialismo (Enrique González-Fiol a principios del siglo XX), «redentor del obrero» y un «apóstol de las reivindicaciones proletarias» y de la fe en el paraíso igualitario de la justicia social cuyo retrato se sacaba en procesión y ocupaba típicamente lugar de honor en las casas de los más devotos socialistas, lo que —y esto lo sabe quien esto escribe de buena tinta, pues algún caso ha conocido personalmente— llegará a suceder también, a finales del siglo XX, con Felipe González.

Nos habla todo ello de la pervivencia de la psique religiosa en la contemporaneidad laica; de la vida pertinaz de sus arcaicos troqueles. Como dice la socióloga francesa Danièle Hervieu-Léger, después de la Revolución francesa, «la religión todavía habla […] simplemente, lo que sucede es que ya no habla en los lugares donde se espera que lo haga. Se la descubre presente de manera difusa, implícita o invisible, en lo económico, lo político, lo estético y lo científico, en la ética, en lo simbólico, etcétera». Como el famoso dinosaurio de Monterroso, cuando nos despertamos, todavía seguía allí lo que quizás no podamos llamar propiamente religión, pero sí, como Salvador Giner, «una esfera mítica trascendente, así como un conjunto correspondiente de liturgias y piedades». Aún hoy, aunque hayan caído —escribía José Luis López Aranguren— las iglesias como «locus de lo sagrado», para José María Mardones,

Ha sucedido como si el capital simbólico religioso almacenado en los depósitos de las iglesias e instituciones se hubiera resquebrajado y su contenido, líquido o gaseoso, se hubiera derramado por toda la sociedad. Hoy ya no hay que ir a las iglesias para encontrar rituales o lugares donde interesarse por la religión. En las ciudades, en los herbolarios y los gimnasios, se habla de religión al mismo tiempo que de cuidado del cuerpo; proliferan los centros de esoterismo; tradiciones y sabidurías orientales o presuntamente olvidadas se presentan como soluciones a los problemas de sentido; se ofrecen cursos de potencial humano o de equilibrio personal, armonización de la interioridad o de meditación trascendental, etc. Asistimos a la extensión de un tipo de religiosidad difusa, escasamente organizada y de sabor ecléctico y experiencial. La religión, lejos de abandonar la Modernidad, circula por todos sus recovecos.

«Vuelve con pecho sincero/ a gobernar Espartero», decía en una de sus viñetas uno de aquellos aleluyas. Y de algún modo, en 2019 seguimos esperando ese regreso.


Espartero, el Pacificador
Adrian Shubert
Galaxia Gutenberg, 2019
760 páginas
28,50€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ y actualmente está a punto de publicar el segundo, La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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