Espíritu navideño
/por Rodolfo Elías/
¿Que por qué pienso que la vida es un asco? Bueno, de entrada le diré que hace dos días, en la víspera de Navidad, sepultamos a Saúl, mi mejor amigo. Para rematar, ayer se fue mi mujer. Y la única razón por la que no me he dado un balazo es porque, a decir verdad, aunque no soy creyente, mi formación católica me lo ha impedido.
No sé, es difícil de explicar. Pero siempre que pienso en acabar con todo, me lleno de aprehensión y desde algún lugar del fondo me surge la pregunta: ¿qué tal si los católicos están en lo cierto, cuando dicen que hay un Dios y que el que atenta contra su propia vida está destinado a la perdición eterna? El lago de fuego y azufre de los protestantes. Y esa misma voz me dice que por algo ha de ser que en los cementerios judíos no entierran a los suicidas junto a los otros difuntos.
El arma la tengo lista desde ayer. Y estaba acariciando ambas —la idea del suicidio y el arma— otra vez, en el preciso momento que usted tocó a la puerta. De hecho, no sé ni por qué abrí.
¿Que de dónde creo que viene la voz? Dígamelo usted a mí; usted es el teólogo, no yo. ¿No será acaso lo que ustedes llaman espíritu? Lo más raro es que yo no creo ni en Dios, ni en la eternidad y mucho menos en el infierno.
Seguramente usted ya lo habrá oído una infinidad de veces, pero yo pienso que la vida tiene su propio infierno; y es eso lo que estoy viviendo ahora.
Todo empezó la noche del jueves, cuando recibí la llamada histérica de la esposa de Saúl, diciéndome que lo había encontrado en su auto con un tiro en la sien. Los peritos concluyeron más tarde que había sido suicidio; cosa que yo confirmaría después. Nadie acertábamos al preguntarnos qué lo pudo orillar a que tomara tan drástica decisión.
Después de la consternación inicial y los procedimientos forenses y legales, vinieron las exequias, que se suponen como el último capítulo en el proceso de la muerte. Por ironías de la vida, las circunstancias habían dispuesto que a al muerto lo sepultáramos precisamente el día 24.
En el camino de vuelta del cementerio, mi esposa Sandra y yo decidimos que en vez de la acostumbrada fiesta de Nochebuena, trataríamos de reunirnos en casa de algún amigo, junto con dos o tres más íntimos de Saúl; para rememorar su vida de una forma sobria y modesta.
Y cuando digo sobria no me refiero a la falta de libación, porque entonces ya estaba sobrentendido que nos íbamos a emborrachar, cantar y llorar. Sabiendo que era así como al buen Saúl le hubiera gustado su adiós.
Antes de contactar a nadie, recibimos una llamada de Samuel, quien fuera el padrino de bodas de Saúl en su boda con su ahora viuda. Fue Samuel, tal vez, el más afectado de todos. Entre sollozos desconsolados, me platicó que alguien le había sugerido ir con una médium para contactar a Saúl, y que lo estaba considerando, porque no se hacía a la idea de un último adiós. De eso no quise saber nada, no sé si por escepticismo o por algún residuo de superstición.
Después de pedirle a Samuel los detalles del lugar y la hora de la reunión, me despedí con el pretexto de que tenía que seguir consolando a Sandra, quien, al igual que él, estaba hecha una Magdalena.
La velada fue tal como la esperábamos, llena de las consabidas anécdotas chuscas, carcajadas, panegíricos y todas las cosas que se hacen y dicen en honor del ser querido que deja este mundo, cuya relación con nosotros será ya sólo a través del recuerdo. Esa fue nuestra Nochebuena.
Llegamos a casa a las cinco de la mañana. No sé ni cómo pude manejar de lo borracho que estaba, sin tener un accidente o recibir alguna infracción. Lo bueno fue que éste año los muchachos quisieron ir a pasar la Navidad con sus abuelos, los padres de Sandra. Así que pudimos dormir hasta el mediodía. Al levantarnos, después de darnos un buen baño, nos pusimos a abrir regalos. Entre los regalos de mis hijos y amigos estaba el de Saúl, que había dejado con Sandra la noche del miércoles, cuando yo me encontraba trabajando tarde en mi negocio de la imprenta. Había también uno para ella, desde luego. Siempre vi con buenos ojos que ellos dos fueran tan unidos, como en sus años de la universidad.
Mi regalo consistió en una hermosa corbata de seda con tonos azul, rojo y blanco, y una colonia Image, de Nino Cerruti, aroma que yo le había elogiado a Saúl un tiempo atrás. Entre la corbata y la caja donde venía la botella de colonia, había una carta en un sobre pequeño, con las instrucciones de que la abriera a solas, en la “privacidad” de mi oficina.
Intrigado me disculpé con Sandra, quien me miró azorada, y fui a encerrarme en la oficina a leer la misiva, que sólo consistía en un par de oraciones.
«Perdón, no pude tolerarlo; nos fue infiel a los dos. Perdón doblemente».
Como usted se imaginará, me quedé estupefacto, y mil cosas cruzaron por mi mente. La muerte era el común denominador entre tantos pensamientos. Sentí un vértigo abrumador, que casi me tumba al suelo, pero el orgullo me sostuvo en pie.
Agarré la primera botella de licor que alcancé y me tomé un trago largo… tras otro. Debo haberme tomado por lo menos un cuarto de botella, lo cual me calmó un poco y me dio la capacidad de coordinar mis pensamientos.
Tendría que ser muy cuidadoso al confrontar a Sandra. Y decidí que lo iba a hacer de una forma enérgica pero serena; eran mil cosas que exigían una explicación. La serenidad obra milagros en situaciones así, y en ese momento necesitaba yo un milagro.
No bien había abierto la puerta de mi oficina, cuando sentí lo intenso de la atmosfera y el vacio increíble por la ausencia de Sandra. La llamé y no apareció por ningún lado. La busqué en todos los rincones; en los cuartos de los muchachos, en la sala, en el baño, hasta terminar en la cocina, donde percaté en un papel que había sobre la mesa. Corrí hacia él, y aun antes de leerlo ya casi sabía su contenido.
«Como has de saber», decía, «no es necesario fingir ya más. No me busques, por favor; no hay nada que aclarar que solucione las cosas. Si algún día me entero que me buscas o te percibo cerca, me voy a matar. Diles a nuestros hijos que me perdonen, pero es mejor así para todos».
Me quedé paralizado por la confusión. Ni un adiós siquiera; simplemente: «no me busques». Muy fácilmente, Sandra se deslindó de todo. Dígame usted, con qué me quedo yo…
En fin, ya le quité su tiempo contándole mis infortunios y dilemas. Como usted tocó a mi puerta con esa solicitud tan diligente, que me hizo pensar en la inocencia de algunas almas candorosas, sólo quise darle algo en que pensar. Por si acaso no haya conocido la vida lo suficientemente, para saber que a usted también un día lo puede asquear.
Ahora lo dejo, que tengo algunas cosas que ordenar. Si después de pensarlo decide volver otra vez, quizá vaya con usted a donde hoy me invita.
Y cuando vea que ya no estás conmigo
Voy a aventar las llaves de esta casa
Encerrado por dentro sin testigos
Envuelto entre tu amor y mi desgracia.
Las llaves de la casa, José Alfredo Jiménez.
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