Escenario

Federico Fellini se despide de ustedes

Jorge Praga firma un artículo sobre el gran director italiano en el centenario de su nacimiento.

Federico Fellini se despide de ustedes

/por Jorge Praga/

Federico Fellini cierra I vitelloni (Los inútiles, 1953) con un recurso habitual de guionista: el protagonista abandona su ciudad con las primeras horas del día, en una marcha que tiene bastante de huida, de cierre furtivo y definitivo de una etapa. El joven que sube al tren, Moraldo, encuentra en el andén a Guido, un chico con el que conversaba alegremente cuando lo encontraba en los vagabundeos nocturnos. Al contrario que Moraldo, Guido es un chico que empieza a vivir, inocente, que se sorprende de su marcha y le interroga desde el andén, mientras el tren arranca:

—Moraldo, dove vai? Parti?
—Guido, sì, parto.
—E dove vai?
—Non lo so, parto, non lo so.
—Ma che cosa vai a fare allora?
—Non lo so, devo partire. Vado via.
—Ma non stavi bene, qua? Ciao Moraldo! Ciao!
—Addio, Guido…

Este último «Addio, Guido», envuelto en el humo y el traqueteo del tren, es pronunciado por una voz distinta en el italiano original, más aguda que la del actor que encarna a Moraldo. Se ha dicho repetidamente que esa voz es la del propio Federico Fellini, que se sube encima de su personaje para apropiarse de ese adiós. Pero lo importante de esa adjudicación no es tanto su verdad factual, sino su conveniencia artística y su coherencia personal. Fellini escenificaba en la escena lo que ya estaba inscrito en su biografía: él se fue a Roma a los diecinueve años a buscarse la vida, en un amanecer semejante. Desde el tren en marcha pensaría en los que se quedaban, igual que en la película la cámara sobrevuela desde el tren en un plano inverosímil a los compinches de Moraldo, a los inútiles, que duermen plácidamente en sus dormitorios, a la espera de que se abra el sopor de un día más. La ciudad de I vitelloni se acomodaba perfectamente con la de su nacimiento, Rímini: «Para un joven de Rímini, la vida era una cosa inerte, opaca, aburrida, sin estímulo cultural de ninguna especie. Todas las noches eran iguales entre sí», declaraba el director a Charlotte Chandler en el libro Yo, Fellini.

Federico Fellini se curtió artísticamente en el neorrealismo. En la Italia de la posguerra no podía ser de otra forma: era la cultura y el estilo imperantes, urgido por la escasez de medios y por un ambiente social y económico que dificultaba la imaginación y problematizaba la evasión. La calle era el estudio, el escenario obligado, y las historias surgían de los seres que la habitaban. Fellini se introdujo en el cine desde el periodismo (se encargaba de las caricaturas) y desde la radio. Fue guionista de directores importantes de la posguerra: Pietro Germi, Alberto Lattuada, Luigi Comencini y, sobre todo, Roberto Rossellini, con quien colaboró en el guion de obras decisivas: en Roma, ciudad abierta, en Paisà, en Francisco, juglar de Dios, en Europa ’51. Como director, Fellini no podía nacer sino al neorrealismo, al reflejo de la vida de penurias que le rodeaba. Lo hizo con El jeque blanco en 1952: una delicada sátira en la que ya aparecían Alberto Sordi y Giuletta Masina. Un comienzo paralelo al de otros grandes del cine italiano: Luchino Visconti con Obsesión (1942), Michelangelo Antonioni con Crónica de un amor (1950) o Pier Paolo Pasolini, el más joven de esa generación única, con Accattone (1962). Luego, todos ellos tomaron rumbos absolutamente personales, lejos de esa raíz común, y ahí es donde el cine italiano conoció su cumbre más alta: el refinamiento de Visconti, la complejidad de Pasolini, el vaciado de Antonioni o el didactismo postrero de Rossellini, maestro iniciático de todos.

I vitelloni se acomoda con perfección al modelo neorrealista. La cámara, guiada por un narrador, se adentra en la vida cotidiana de una pandilla de jóvenes desocupados que consumen sus vidas en naderías provincianas; pequeñas ilusiones de un tenor hueco o de un dramaturgo sin estrenos, escarceos amorosos, francachelas y borracheras. Una vida sin horizontes que asfixia a sus protagonistas, descrita en una brillante fotografía en blanco y negro de Otello Martelli y envuelta en la música de Nino Rota. Una narración impecable, que solo pierde su contención realista en la noche de carnaval, con el montaje y la música avanzando al Fellini desaforado de años posteriores. Bien mirado, al fondo de las escenas de I vitelloni ya se intuye el exceso de los maquillajes, la ternura torpe de las familias, la desolación de los amaneceres, el poderío de las mujeres, y tantos otros elementos cuya suma barroca desbordará en películas posteriores el cauce estrecho de la narración. Pero para dar ese salto artístico, Fellini tiene que tomar ese tren que le aleje de Rímini, que le saque de sus años de formación, que le deje ser él mismo, no el hijo de sus maestros o el cómplice de sus contemporáneos. Para llegar a ser Federico Fellini debe apartar a su actor de la ventana del tren y decir él, con su voz aguda: «¡Addio, Guido!». Adiós, Rímini. Adiós, neorrealismo. Un adiós que deja a Guido en el andén, que divide a sus personajes en dos, en los que se van y en los que se quedan. Y Fellini será, a la postre, la suma imposible y artística de los dos seres, de Guido y de Moraldo. Con los pies en su infancia de Rímini, la infancia de la que rescata mujeres pechugonas, payasos del circo, playas desiertas, familias aburridas, paseos de seminaristas o desfiles militares, Fellini se elevará sin perder ese pie y elaborará historias desmesuradas con un brazo en el surrealismo y otro en un barroco atiborrado y personal. Amarcord o Roma son los ejemplos más meridianos de esa convivencia fructífera entre raíces y vuelo artístico. Pero incluso en obras tan singulares como Casanova, en la que deseca y degrada al gran seductor, o como Y la nave va, que muestra sin pudor sus costuras operísticas, rastreamos siempre ese suelo y ese mar que Federico Fellini pisó y mamó en su infancia. Desde las calles de Rímini viajan esos seres que el director sabe mezclar y envolver en sudores, ternuras y aventuras que los arrancan del espejo realista para fagocitarlos en el carnaval de la imaginación creadora.

Ahora que el tren de su filmografía se ha parado y se puede contemplar con la calma y la distancia que trae el centenario de su nacimiento, conocemos por fin el destino del viaje que anunciaba desde la ventanilla la voz impostora de Federico Fellini.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999) y Cartas desde Omedines (2017), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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