España y Europa en el pensamiento de Fernando Morán
/por Antonio García-Santesmases/
Con motivo del fallecimiento de Fernando Morán, se ha insistido en su papel como el ministro de Exteriores que encabezó la delegación española en la negociación que se saldaría con el ingreso de España en la entonces llamada Comunidad Económica Europea. Nada más justo pero también nada más insuficiente para comprender el periplo intelectual y político de un hombre con una larga biografía antes y después de aquel junio de 1985. Al producirse aquel ingreso, Morán no dejó de resaltar que lo conseguido era obra de todos y de recordar las distintas etapas del europeísmo en España.
Las consecuencias de la segunda guerra mundial y la cultura del antifranquismo
Morán siempre sostuvo que su generación había quedado marcada por la segunda guerra mundial, por los debates a final de los años cuarenta entre los que deseaban una España que mantuviera la continuidad del régimen de Franco y los que apostaban por una España democrática que fuera capaz de vincularse a los vencedores de la segunda guerra mundial.
La generación de Morán —o por decirlo, con mayor precisión aquellos de sus miembros que militaban en el antifranquismo— siempre tuvo presente lo ocurrido a final de los años cuarenta. Es entonces cuando fracasa la alternativa al régimen que intentaron articular Indalecio Prieto y Jose María Gil Robles para propiciar una monarquía parlamentaria en la persona de don Juan de Borbon. Al fracasar tanto la alternativa posibilista de la monarquía como la vía republicana auspiciada por Juan Negrín, el régimen se consolidó.
Morán, buen conocedor de la política exterior del franquismo, analizó con mucho rigor la contradicción del régimen entre la dependencia absoluta de la política norteamericana y los intentos impotentes del Ministerio de Exteriores de acotar las pretensiones norteamericanas. La contradicción entre el nacionalismo de Castiella y la dependencia propugnada por El Pardo se saldaba siempre con unas concesiones a la potencia norteamericana inasumibles para los otros aliados europeos. Franco siempre retuvo como zona infranqueable, en la que no delegaba, las relaciones con Estoril y con los Estados Unidos.
Fracasados tanto el intento de Prieto como el de Negrín, había que inventar formulas para expresar la disconformidad con la dictadura; para ir aglutinando a las fuerzas de la oposición democrática. La vinculación de Morán con las figuras que van encarnando la oposición moderada al régimen comienza en los años cincuenta. Ahí se produce su primer destino diplomático en Buenos Aires y su contacto con el mundo del exilio; también la publicación de su primera novela en la editorial Losada. Tiene que salir perentoriamente de Argentina con destino a Sudáfrica —sin pisar Madrid para evitar el peligro de ser detenido— como castigo por sus contactos con el exilio. Morán aprovechará su experiencia en Sudáfrica para convertirse en un gran especialista en toda la problemática de aquel país; y volverá cuando se produzca el triunfo de Mandela.
En ese contacto con los políticos exiliados y en su colaboración con Tierno en la fundación de la Asociación por la Unidad Funcional Europea, se va fraguando su conexión con el mundo de los intelectuales resistentes al franquismo. Curiosamente su relación con Tierno no le impide una gran empatía con José Luis Aranguren por el común interés de ambos por el fenómeno literario. Estamos ante las actividades promovidas por ambos que ha relatado con gran perspicacia José María Castellet en su obra Los escenarios de la memoria (Barcelona: Anagrama, 1988, p. 220).
Se celebra en Madrid un encuentro sobre la novela y es Fernando Morán, novelista y ensayista, amante de la sociología de la literatura, el que se encara con la novelista católica Mary McCarthy. La escritora norteamericana reprocha a los jóvenes españoles su defensa de la novela social y es Morán el que le agradece que les trate como jóvenes semidesarrollados incapaces de comprender la autonomía de la literatura. No se podía esperar otra cosa de la mirada de superioridad imperial de alguien que les trata como miembros de una colonia dependiente.
Es central en el pensamiento de los años sesenta el análisis de las contradicciones entre la sociedad industrial de los países desarrollados y el lugar dependiente y semidesarrollado de un país como España; un país que ha sufrido la desconexión de la Europa democrática tras el triunfo de los Aliados y ha sido utilizado por los Estados Unidos para sus fines estratégicos.
¿Había que seguir esperando un restablecimiento de las instituciones republicanas? ¿Había que jugar la baza de la monarquía de don Juan como salida a la dictadura? Aquí está uno de los motivos de desencuentro entre el socialismo del exilio y el grupo de Tierno. El socialismo del exilio había quedado escaldado por el abandono de don Juan en 1948. Tras el Pacto del Azor, el conde de Barcelona llega a un acuerdo con Franco para que su hijo estudie en España. Prieto proclama que todas sus esperanzas han quedado frustradas y se arrepiente de haber inducido a su partido al error. Los monárquicos han optado por la relación con el dictador y han dejado a los socialistas en la estacada. Para el exilio socialista, volver a jugar esa carta era una temeridad. Para Tierno era una oportunidad de mover a sectores burgueses liberales que permitieran articular una minoría significativa en contra de la dictadura.
En todos aquellos movimientos juega un papel importante, decisivo, el mundo de la cultura. De ahí la aportación de Morán al ir analizando lo que ocurre en el mundo de la novela, en el mundo de Cela y de Delibes, de Ferlosio y de Goytisolo, en su obra Novela y semidesarrollo (Madrid: Taurus, 1971); obra que interesó mucho a José Luis Aranguren, que, a la sazón, impartía clases en California, tras ser expulsado de la cátedra. Uno de sus cursos versaba sobre la novela en la España de posguerra.
Pero a Morán le interesaba no sólo el mundo de la novela, sino también la evolución en el mundo del pensamiento político de la generación del 36. Los debates entre Laín y Calvo Serer, la transformación de Dionisio Ridruejo, la aparición de Cuadernos para el Diálogo con Ruiz-Giménez, la expulsión de las cátedras universitarias de Aranguren y de Tierno: todo un mundo en el que Morán detecta dos fenómenos paralelos. Por un lado, la política exterior del franquismo trataba de compensar con gestos retóricos con los países árabes y con América Latina su dependencia real de los Estados Unidos y su aislamiento de las instituciones europeas. Por otro, la radicalización ideológica se incrementaba en la última década del franquismo en la oposición que nacía del movimiento estudiantil, del nuevo movimiento obrero y de la evolución de las vanguardias cristianas. El diplomático escrutaba las contradicciones dentro del régimen y el ensayista auscultaba las aportaciones de la nueva izquierda.
La hora de la verdad y la llegada de la democracia
Morán opta por el Partido Socialista Popular y no sale elegido en las elecciones de junio del 77 (lo sería un año después como senador por Asturias). Curiosamente, a los pocos días de las elecciones publica un artículo en la prensa donde aporta un análisis sobre el nuevo tiempo que comienza. Morán advierte que no sólo estamos abocados a definir nuestro modelo constitucional, sino que también a definir nuestro lugar en el mundo internacional. El tiempo de las homologaciones ha pasado, nadie regala nada, hay que defender los intereses nacionales pulgada a pulgada, los países son monstruos fríos que defienden con uñas y dientes sus intereses. España tiene que aclarar su lugar en este mundo donde no basta con ser homologado.
Estamos, en esta primera contribución, ante una constante en el pensamiento y en la práctica política de Fernando Morán. No cabe seguir operando como si todo fuera a ser concedido gratuitamente. Partimos de una situación de dependencia con los Estados Unidos y tendremos que afrontar una dura negociación para ingresar en la Comunidad Económica Europea. Todo su esfuerzo se centra en evitar las simplificaciones, las unilateralidades, los falsos argumentos de la congruencia entre lo político, lo económico y lo cultural. Estamos ante la hora de la verdad que llevará a Morán a ser analista primero, parlamentario después y al final ministro de Exteriores en el momento en que se toman las grandes decisiones sobre la OTAN y sobre la Comunidad Económica Europea.
Al haber vivido en primera persona las grandes decisiones que había que tomar, al haber participado en los grandes debates, al haber sido cesado pocos días después de firmar la adhesión a la comunidad europea, tuvo Morán mucho tiempo para analizar los límites de los que se partía, los objetivos conseguidos y las esperanzas frustradas. Pocos políticos españoles han diseñado, como él, una política en su obra Una política exterior para España (Madrid: Planeta, 1980); han reflexionado sobre ella en España en su sitio (Madrid: Plaza y Janés, 1990) y han seguido escrutando el nuevo orden internacional cuando todo había cambiado, cuando España estaba en su sitio, pero ese sitio había sufrido una profunda transformación. El sitio era Europa, pero esa Europa se había convertido en una realidad problemática.
Europa: ¿solución o problema?
Fueron muchas las ocasiones en que Morán trató de escudriñar el nuevo orden internacional: lo hizo en libros como Bloc de notas (Madrid: Galaxia Gutenberg, 1994); Tiempo de reformas (Madrid: El País-Aguilar, 1999), o Palimpsesto (Madrid: Espasa, 2002). Pero en medio hay un libro especialmente significativo donde Morán trata de recapitular el camino andado y de advertir sobre las nuevas encrucijadas que están delante de nosotros. Me refiero a su obra Carta abierta a un joven sobre la Europa que viene (Barcelona: Península, 1996). Al escribir esta carta, Morán no deja de recordar su juventud y las diferencias con ese joven que no tiene que aspirar a ser admitido en el club europeo, que no tiene que luchar por ser homologado, que puede participar sin complejos en las instituciones europeas. España es miembro del club, pero constata que las diferencias entre el debate en Francia sobre Maastricht y el debate en España son sobrecogedoras. En España no se participa en el debate, no se entra en los pros y los contras; todo se reduce a participar.
Es aquí donde Morán recuerda que para su generación, para esa generación que había quedado marcada por el final de la segunda guerra mundial, Europa era la gran promesa de resolver la modernización económica y la democratización política, de salir del aislamiento, de superar la dictadura. Europa era la solución, como le había ocurrido a la generación del 14. Pero el tiempo no había pasado en balde y, al igual que la República fue abandonada por las potencias democráticas, al igual que la dictadura fue apuntalada por Estados Unidos, hoy no podemos pensar que la realidad europea no está exenta de problemas. Sorprende releer esta obra de hace veinticinco años, donde aparecen problemas que remiten a lo que estamos viviendo hoy. Subrayaría tres grandes problemas. En primer lugar ha quedado atrás lo que Hobsbawm (al que Morán cita con admiración) llamaba la época dorada posterior a la segunda guerra mundial. Ha quedado atrás el mundo del fordismo, del pleno empleo, de los derechos económico-sociales, del ascensor social, de la igualdad de oportunidades. Estamos ante la sociedad de los tres tercios, donde damos por supuesto, donde aceptamos acríticamente, que un sector queda marginado. Ya entonces asistíamos a la reaparición de los nacionalismos, al crecimiento de la xenofobia y a la emergencia de la extrema derecha. El tercio que va quedando marginado convive a una gran distancia del tercio que vive las ventajas de la globalización; del tercio individualista y cosmopolita, que no necesita arraigo ni protección, que se sabe privilegiado y protagonista de la globalización feliz. En medio, entre los marginados y los privilegiados, se encuentran una clase obrera temerosa ante el proceso de globalización y unas clases medias amenazadas por el impacto del neoliberalismo y de la precarización.
Si el mundo de la globalización no se puede interpretar sin tener en cuenta las heridas sociales que provoca, tampoco se puede obviar que estas heridas socioeconómicas conectan con nuevas identidades. Identidades nacionales, culturales y religiosas. Y aquí están el segundo y el tercer problema. Es aquí donde Morán advierte, al joven al que escribe, que nada está garantizado para siempre. Advierte que no se puede seguir hablando de una cultura europea como algo indiscutible, de Europa como una nueva utopía; estamos ante el peligro de alumbrar esperanzas ilusorias y conducir a nuevas decepciones si no se acometen reformas imprescindibles. No se acometieron las reformas y las decepciones y las frustraciones hoy se han incrementado; decepciones y frustraciones que hoy afectan a los pilares de la construcción europea, a la soberanía, la nación, la identidad, el Estado, la supranacionalidad y la propia y problemática existencia de un pueblo europeo.
Para la generación antifranquista, Europa era motivo de esperanza como superación del aislamiento. Para los políticos de la Transición, permitiría el asentamiento de la democracia y la resolución del problema de los nacionalismos periféricos. Para unos y otros el problema de España como un problema existencial parecía haber pasado. Nadie hablaba de España y de la anti-España, como había vivido Morán en su juventud. Nadie quería ni creía en formulaciones esencialistas. España ya no es un problema existencial. ¿Podemos hoy decir lo mismo con todo lo ocurrido en los últimos años? Parece evidente que no.
Decía Morán que Gorbachov nunca pensó que las reformas emprendidas por la perestroika acabarían en la disolución de la Unión Soviética. Tampoco muchos españoles pensábamos que los debates sobre la identidad nacional se recrudecerían en este siglo XXI hasta llegar al momento actual. ¿Qué pensaría hoy ese joven de veinte años que hoy ya tendría cuarenta y cinco? ¿Cómo viviría, como vive, un mundo donde han vuelto los nacionalismos y se ha recrudecido el papel de los fundamentalismos? ¿No pensábamos ingenuamente que los nacionalismos se diluirían en la Unión Europea, ya que el concepto y la realidad del Estado-nación estaba superado? (Cartas…, p. 115). ¿Imaginábamos entonces grandes movilizaciones pidiendo un nuevo Estado para Cataluña? Son interrogantes que están ahí e invitan a la reflexión.
Morán, conocedor de la complejidad del tema, no ahorró esfuerzos en profundizar en el concepto de pueblo europeo. ¿Existe un pueblo europeo? ¿Podemos hablar de una Europa federal? ¿Cabe pensar en una supranacionalidad que supere los Estados-nación? ¿Cuáles son las raíces culturales del proyecto europeo? ¿Cómo definir la identidad europea? ¿Cuáles son sus raíces: el mundo cristiano, la aportación de la Ilustración, la apertura a la laicidad multicultural…? No quiero abrumar al lector con más interrogantes, pero le aseguro que todas ellas están en los libros de Morán. Están ahí esperando que las sigamos leyendo para ver cómo pensamos nuestro pasado, analizamos nuestro presente e imaginamos nuestro futuro.
Quizás por ello, para terminar, era previsible que Morán acudiera a Azaña. En uno de sus últimos libros publicados, vuelve su mirada al hombre que intentó encarar el problema agrario, la cuestión militar, la cuestión religiosa y el problema catalán; el hombre que intentó hacerse cargo de una España abandonada a su suerte por una Europa que no quería confrontar con el mundo hitleriano, que prefirió el apaciguamiento y después ni pudo ni quiso enmendar el crimen cometido con la España democrática. Cuando surgió la guerra fría, todavía estábamos a tiempo, pero los imperativos estratégicos norteamericanos primaron sobre cualquier reparación de la injusticia. En el Azaña que recogía lo mejor del legado ilustrado y lo mejor del liberalismo siempre encontró Morán un ejemplo y una guía; un ejemplo moral fundado en los valores republicanos y en la defensa de la mejor España, valores republicanos que Azaña supo encarnar y a los que Morán dio continuidad.
Y ahí está la interrogante con la que quisiera terminar. ¿Podrán esos valores republicanos jugar un papel en la crisis que hoy vivimos? ¿Podrán ser reactualizados en momentos donde las definiciones existenciales vuelven a aparecer y donde los sentimientos de pertenencia amenazan con propiciar el odio al otro y la exclusión del diferente? ¿Podrán jugar un papel en la crisis catalana cuando se identifica, por muchos nacionalistas catalanes, a España como un todo donde pareciera que Azaña es igual a Carrero Blanco y Morán equiparable a López–Bravo? ¿Podrán prevalecer cuando se reescribe la historia de España como un combate pretérito entre imperios, olvidando la realidad dramática del siglo XX y el drama del exilio español?
El problema, empero, no es sólo español: remite a la dificultad de una Europa laica. Morán, gran conocedor de la política francesa, no se dejaba engañar. Estaba emergiendo el Frente Nacional en Francia y se palpaba el peligro de acabar con los valores de la laicidad republicana, al no haberse hecho cargo a tiempo de la herida de la descolonización y de la realidad del multiculturalismo. La historia —sostenía Morán— no se detiene y no caben formulaciones que apelen a una moral universal sin tener en cuenta las historias y las tradiciones nacionales. Pero precisamente por ello, porque sabía que el Estado-nación persiste y la soberanía es imprescindible, comprendía que la seguridad y la protección son refugios ante la competitividad inclemente.
Precisamente porque sabía todo eso y no se engañaba con proclamaciones ilusorias sobre una globalización feliz, sabía también que Europa no es una utopía (ahí está la barbarie de su historia en el siglo XX para recordarlo). No es una utopía, pero es una causa por la que merece la pena luchar, si somos conscientes de sus límites, si conocemos bien su historia y si nos sacudimos la inercia —muy presente en la España de la Transición— de pensar que basta con participar, con agradecer haber sido normalizados.
Esa causa modesta merecerá la pena si somos capaces de no ocultar los claroscuros del modelo; si somos capaces de ver a Europa como una solución pero también como un problemam nuestro problema. Morán nos ayudó durante muchos años a diagnosticar esa encrucijada y a articular las reformas necesarias. Su legado está ahí para ser leído y para darle continuidad. Es el mejor homenaje que podemos hacer a su memoria.
Antonio García-Santesmases (Madrid, 1954) es catedrático de filosofía política en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y militante del Partido Socialista Obrero Español, por el que fue diputado nacional en la legislatura 1996-2000 y de cuya corriente crítica Izquierda Socialista fue portavoz entre 1987 y 2000. Ha publicado libros como Marxismo y Estado (1986), Repensar la izquierda (1993) o Laicismo, agnosticismo y fundamentalismo (2007). EL CUADERNO publicó en 2017 una larga entrevista sobre su trayectoria y su pensamiento.
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