Diarios de cuarentena

Avelino Fierro desde su celda (10, 11 y 12)

Nuevas páginas del diario de cuarentena del escritor leonés: poemas, películas, reflexiones, la cotidianidad tediosa del confinamiento.

Desde mi celda /10, 11 y 12

/por Avelino Fierro/

Domingo, 22 de marzo. Seguimos comprando el periódico, David. Gracias por enviarme ese correo tan certero en el que me cuentas cómo funciona estos días la Redacción. Tan preciso, como si tuvieras que escribir una columna con un número tasado de palabras; va a ser deformación profesional: «hacer un periódico a distancia es peligrosamente fácil», «luchar contra los bulos», «caen los ingresos por publicidad; la gente cree que no es buena idea gastarse el dinero en publicidad teniendo el negocio cerrado, pero se equivocan», «la parte buena es que tenemos más visitas en la página web y vendemos más en los kioscos».

Hace poco leí a un periodista, M. A. Basteiner, ya fallecido, que afirmaba que el único porvenir que pueden tener el periodismo y el periodista es su versión digital. Citaba a un experto que proponía que el periódico on-line no fuera uno, sino trino. Una primera versión sería el periódico de papel, volcado en el medio digital, que contendría las joyas de la corona, las mejores colaboraciones, las historias más relevantes. Otra, el periódico continuo, ininterrumpido, aquel en el que el lector tuviera lo último en tiempo real. Una tercera sería la combinación de las dos anteriores. Decía que esa formulación trinitaria requería un despliegue redaccional importante y fijar unas horas de cierre para evitar la esquizofrenia de los redactores, enfrentados a un mismo día de la marmota que nunca termina.

Y más adelante, apuntaba que el peligro que encierra Internet consiste en hacer olvidar la calle. Tú también te refieres en tu carta a ello: «El sector llevaba ya demasiado tiempo habituado a trabajar en remoto, es decir, a escribir lo que nos cuentan y no lo que vemos». Basteiner también habla de eso, del trabajo presencial, el olor y color de las cosas, los sonidos de las palabras, los gestos… La transcripción de una entrevista, dice, no es más que una parte de lo que se dijo y no siempre lo más importante de lo hablado. La efectividad del cara a cara.

Me sucedió hace poco algo que tiene que ver con eso: me hicieron una entrevista por teléfono, me enviaron la transcripción y casi no me reconocía en algunas partes. Lo limamos, pulimos y limpiamos. Al final, el periodista redactó la noticia. Como J. Cruz es un grandísimo profesional, hizo que aflorase en su texto algo que incluso estaba oculto en la palabra hablada. Pero lo más habitual es que de lo que dices a lo que escriben haya un trecho.

Yo de esto entiendo nada y menos. Os sigo imaginando adictos al periodismo de investigación, entrevistándoos en un sótano o garaje con cualquier garganta profunda —la del informador del Watergate, no la de Linda Lovelace—, o preparando la mochila y despidiéndoos de la familia antes de salir a todo trapo a cubrir la erupción de un volcán o un conflicto armado en el Congo belga. O pasándolas canutas celebrando la Navidad lejos de casa, como en las historias del Golfo que cuenta Enric González en aquel libro que te regalé, Memorias líquidas. Bueno, para la aventura ya tenemos a López, que creo que acaba de volver de retratar a los refugiados en las montañas de Bosnia.

Así os veo. Gastando suelas en busca de la noticia, destrozando las sandalias, como me contaba mi amigo Andy Symington en los dos meses que pateó la Patagonia para la Lonely Planet. La importancia del calzado. Hay un libro que recoge la escapada de Chéjov hacia la isla de Sajalín para aquel reportaje sobre los presos deportados por el Zar. Se titula Unos buenos zapatos y un cuaderno de notas. Se habla de los preparativos del viaje, de las lecturas y de la información sobre el lugar.

Y permíteme que te relate una casualidad. Acabo de leer esta mañana una carta de otro ruso, que es a la vez una excelente crónica. Maxim Gorki escribe a una tal Y. P. Péshkova, relatándole el funeral de Chéjov y su traslado en un vagón «para transportar ostras frescas». Habla de la multitud asistente, «una nube espesa y grasienta de vulgaridad triunfante».

Ya ves, os sigo viendo tan viajeros… Pero copio aquí tu último párrafo: «Te aseguro que estos días los héroes están en los hospitales, en los supermercados, en los camiones… no en ningún periódico».

Echo de menos encontrarte en la calle o en los bares, o en tu bicicleta yendo o viniendo al periódico. Otra vez gracias. Un abrazo del tío Ave.

 

Lunes, 23. El eco de escritores en las ciudades vacías. Sobre eso tengo que escribirte. Pues bien, Cristina, yo que he recorrido tantas veces la ciudad, no sé bien qué contestarte. He llenado bastantes páginas sobre ello, quizá tendría que buscarme entre lo escrito. Pero me da una pereza enorme, y no me gusta: no me reconozco en mis palabras ni en mis emociones. A veces, sí, en la tristeza.

Ya ves que Julio Llamazares en el prólogo de mi último libro, Contra tiempo, habla de ello. Hago de la ciudad —escribe— el principal personaje de mi escritura y me erijo en protagonista, en paseante o vagabundo esnob, en flâneur en busca de atmósferas, nubes, luces, anocheceres y evanescencias varias. Pienso que en ese deambular uno no percibe la prosa ni las novelas, lo que otros han narrado, sólo ves tejados y amaneceres o cómo sobre la ciudad se instala el crepúsculo.

Aunque, ahora que lo pienso, esto no es del todo cierto. A veces, a Julio y a mí, se nos aparecen personajes de los relatos de Luis Mateo, y tenemos que cambiar de acera o llegamos tarde a una cita si el encuentro es con algún sucesor de Pipe Bolas. O nos da por recordar ese diálogo de Las estaciones provinciales en la bendición de las oficinas de don Paciano: «Mira, por lo menos Avelino y Llamazares, los de la Sindical».

En los días en que los sentidos andan más afinados, en los que el aire —la especial sonoridad del aire, que decía Biedma— te llega mejor, te acaricia de aquella manera la epidermis, lo que oyes es la voz de los poetas. Ese día de niebla en el que las calles se alargan, o ese otro de una luz especial en el que desde una ventana baja o una taberna sale un color deshecho, vago, flotante, que muere sobre las losas de la calle. O aquel día en que una camarera estaba fumando, cerca de la plaza Mayor, y la luz del móvil le iluminaba los labios. Esta imagen está en el origen de uno de mis primeros cuentos.

Hay días en que incluso te llega el aroma del mar, días en que lo percibes todo —aunque lo olvides o no lo apuntes— y otros en los que no sucede nada. También depende de ti, no sólo de los personajes. Uno tiene instantes de hiperestesia, con los límites sensoriales muy altos —como dice en una entrevista de hoy mismo Tomás Sánchez Santiago— o de abotargamiento, con entendederas de zopenco y entonces no te enteras de nada.

El año pasado ha sido para mí bastante productivo en eso de que te funcionen medianamente bien las antenas, que captes algunas situaciones que llevas a la escritura. Brodsky decía en un prólogo a las poesías de Montale que el pensamiento poético funciona con una técnica semejante al radar de los murciélagos, con el pensamiento abarcando un ámbito de 360 grados. Escribí los cuarenta textos de Calendario, y en algunos creo que estuve levitando, como si entre los hongos que traen Miguel y Mar del campo se hubiera colado alguno psicodélico. O igual se debe a que he tenido una temporada libros de Rilke y Hölderlin al lado.

En fin, ya ves que no te cuento nada productivo, no sé si esto te servirá de algo. Podemos intentar arreglarlo citando versos de esos que se oyen con el eco de tus pisadas en una callejuela desierta, de noche, si vas atento. Versos de cuatro amigos que hablan de la ciudad. Uno para cada estación del año. Hasta podéis hacer un concurso en el periódico y regalar algo al que acierte quiénes son los autores que citamos. «Vendrá el silencio, y cruzaré la noche. Y encontraré la muerte flotando sobre el heno». «Majestad de marzo ardiendo en el alfoz, dunas de estiércol en los territorios azulados por la sombra». «Ya no me hagas llorar, otoño rosa…». «Vagaban todo el día copos blancos como reyes insomnes sin decidirse nunca».

Ya sé que estáis todos bien, me alegro mucho. Besos y abrazos.

A.

 

Martes, 23 de marzo. Aldo, Andrea, buon giorno. En la noche de ayer varios sucesos domésticos hicieron que me acordara de vosotros. Todo empezó con esa película que revisitábamos, Tengo algo que deciros: una familia bien de Lecce (por cierto, qué bonita parece la ciudad cuando se ven sus calles solitarias en dos escenas: al paso de un coche fúnebre y en una pelea entre los hermanos), una familia que tiene una fábrica de pasta. La abuela, el matrimonio, los dos hijos, la tía alcohólica y una joven que entra también en la empresa y calza zapatos elegantes. La trama es simple: los hijos son homosexuales y uno de ellos lo declara en una reunión familiar.

Todo es agradable: las mesas bien servidas, el cómo a la chica se le humedecen los ojos y cómo se muerde los labios, la banda sonora… Por supuesto que yo recordaba aquella comida interminable en el restaurante del centro cuando volvisteis a esta ciudad a celebrar vuestros veinte años del Erasmus. Y la escena de los vinos españoles que habíais conservado para entonces, y el sumiller sudando. Hoy, cuando alguien saca una botella antigua de su bodega y el resultado no es el esperado, vuelvo a acordarme de vosotros (a la vez que pido una botella sin un vino deprimido, claro).

Cuando la película terminó, me llevé a la cama a la Ginzburg y sus Pequeñas virtudes, por seguir con el aroma italiano. El primero de los cuentos habla de un encierro parecido al que sufrimos estos días: los miembros de una familia de la ciudad pasan a ser internados civiles de guerra en un pueblo de los Abruzos («lo nuestro era un exilio», dice la narradora).

Y me sucedió que creí descubrir que el aire está lleno de pequeñas partículas de polvo de oro. ¿Un descubrimiento científico que pudiera servir para algo? En la cama, una polilla diminuta pasaba delante de mi nariz y dejaba un rastro de pequeñas motas brillantes. Al principio pensé que de sus alas se desprendían escamas, pero pasaba y pasaba y seguía dejando aquel hilo dorado. Era extraña aquella visión.

Luego caí en que podía deberse a un defecto óptico, una visión borrosa debido a la medicación antidepresiva, mezclada con un poquito de alcohol. Me levanté a revisar el prospecto, y las contraindicaciones podían afectar al corazón o provocar trastornos en el hígado u hormonales, no en la vista. Tampoco aparecían efectos que podían llevarte a la fabulación. Seguí observando y mi vista se aclaró. No era polilla sino más bien, mosca común, que debía de deslizarse en tobogán o vuelo rasante por delante de mí arrastrando el polvo de las tres pilas de libros que hay en el dormitorio a mi lado, en el mueble alto.

Me levanté y llegué a la solana a buscar el matamoscas (es amarillo, una manaza de plástico con un palo). Volví a la cama y retiré la ropa para que el bicho no se ocultara entre los pliegues. Esperé. Allí no comparecía nada. Veía mis piernas, mi calzoncillo italiano y el negro de mi camiseta, una camiseta que hace propaganda de un pozo minero, pues con tanta higiene como la de estos días me he quedado sin pijamas.

No estaba cómodo. Además, me dolía algo la espalda. No sé a qué se debe. Hago estos días, como todo el mundo, un poco de gimnasia. Quizá en algún gesto he retorcido en demasía un músculo. Creo que volveré al clásico: subir y bajar las escaleras de casa. Por cierto, una consulta para vosotros, que sois abogados, que abarcáis desde vuestros domicilios de Milán y Nápoles toda la península. ¿Qué se dice ahí, en Italia, de las escaleras vecinales? ¿Se permiten o se prohíben? Porque aquí, algunos piensan que son zonas comunes y no transitables libremente estos días. Digo yo que peor será meterse en los ascensores, angostos, llenos de recovecos y botoncitos, donde se puede ocultar algún espécimen de esta plaga.

El caso es que me fui durmiendo sin que nadie me sobrevolara, con el libro cayendo sobre mi nariz cada poco. Leí algunos párrafos de ese hermosísimo cuento sobre Cesare Pavese en el que se describe la ciudad en verano —desierta, con ráfagas de polvo en las calles y las mesitas de los cafés abandonadas y ardiendo—, cuando él muere en aquella habitación de hotel y se citan en el libro aquellos versos:

No será necesario dejar la cama.
Sólo el alba entrará en el cuarto vacío.
Bastará la ventana para vestir todas las cosas
con una claridad tranquila, casi una luz.
Una sombra descarnada se posará en el rostro supino.
Los recuerdos serán grumos de sombra
escondidos como viejas brasas
en el hogar. El recuerdo será la llamarada
que aún ayer mordía en los ojos apagados.

Mar, que se había quedado en el salón viendo la tele me debió de encontrar cuando fue a acostarse bastante desvencijado. Me ordenó y arropó. He amanecido regular, un poco extraño. Como un abogado al que estos días se le han suspendido todos los plazos procesales.

Aldo, Andrea, un fuerte abrazo.

A.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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