Cuaderno del encierro /7, 8 y 9
/por Jordi Doce/
Domingo, 22 de marzo. Cosas que veo desde el balcón:
Los trabajos en el bloque de apartamentos de lujo han cesado, al menos por este fin de semana. No hay ruidos, nada se mueve. A media altura, anclada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, ondea ociosamente una bandera española.
Hay dos maneras de salvar la altura entre la base del parque y la calle: o por una escalera de piedra bastante empinada que desemboca directamente en el paso de cebra, o tomando una pendiente más suave en la dirección contraria que obliga a dar un pequeño rodeo. Cada veinte minutos o media hora llega alguien con el carro de la compra bien cargado y empieza a bajar laboriosamente los peldaños. Con paradas frecuentes, porque el carro es incómodo y suele pesar demasiado. A nadie se le ocurre tomar el rodeo; todos enfilan la escalera, la línea recta, aun a riesgo de descalabrarse. Ayer una señora entrada en años llegó a reprenderme porque le di una voz señalando la opción de la pendiente. Con estos mimbres, como para seguir confiando en la inteligencia de la especie.
Una urraca cruza con toda la tranquilidad del mundo el paso de cebra de la calle Irún. Así, con esa chulería abstraída, quisiera yo vadear estas semanas.
Más pájaros (por cierto, un leitmotiv en los mensajes de los amigos): he observado que las palomas están crecidas. Ya ni se inmutan cuando los perros —o sus dueños— se les acercan. Buscan la seguridad en la masa y bullen y gorgotean con ostentación, como si la cosa no fuera con ellas. Y así es, en efecto.
La vigilancia sube un grado: una patrulla de la policía nacional está rodeando el parque en contradirección.
Cuando hace justamente una semana empecé a escribir estas páginas, lo hice por la necesidad de ordenar la cabeza, de sosegarla, pero también con una voluntad de ligereza, casi de ingravidez, como queriendo quitarle su aguijón a lo real. Pero noto que el tono se ha ido oscureciendo y hasta amargando con los días. Supongo que es inevitable, pero me resisto. No quiero convertir estas notas en un cuaderno contable de agravios y lamentos. Tampoco de ironías a costa de este o aquel, aunque me tiente (ayer fue el Día Internacional de la Poesía y es de admirar la cantidad de boberías exhibicionistas que llenaron la red en su nombre; qué culpa tendrá la pobre…). Cada cual pasa este encierro como puede, que no es poco. Lo demás está de más, como dice la canción. Pero si estas notas trajeran un poco de serenidad a los amigos, un poco de paciencia y buen humor, me daría por satisfecho.
Mi hermano comparte en el grupo familiar de WhatsApp un vídeo que al parecer se ha hecho viral. En él se ve a dos policías que reducen a una mujer, una joven, que no para de soltar aullidos y de gritar «¡Ayuda, ayuda!». Me sorprende —me asusta, la verdad— la voz de la persona que está grabando la escena, o de su amiga, increpando a la muchacha con rencor vengativo: «¡Cómo baje yo entras de una vez!». Todo muy innecesario. Bastante tiene la policía con cumplir con su deber para que los fariseos de turno se quieran colgar medallas. Ni siquiera hay que pensar, como han hecho algunos, que quizá la joven tenía algún trastorno mental. Basta con un grano de empatía (o de algo tan sencillo como la presunción de inocencia). Mi hermano, por lo visto, lo encuentra divertido. No le envidio el gusto.
Martes, 24 de marzo. El sol del mediodía —un sol limpio, como de entre tormentas— calienta el gran caldero del patio. Se ve ropa puesta a secar en las traseras de los edificios y gente —poca— faenando en algunos balcones. Otros simplemente salen a tomar el aire o fumarse un pitillo. La luz da de lleno en la ventana y me deslumbra. He tenido que bajar el estor. En la calle hace fresco, pero aquí noto cómo el estudio se caldea en cuestión de minutos. Me dan ganas de saludar al sol, como en el poema de Frank O’Hara, pero aún no tengo la confianza necesaria. Prefiero celebrarlo con palabras.
Me cuenta José Luis en su mensaje de ayer que raro es el día que no le cuesta dormir y que sus sueños «son, como poco, extraños». La frase me ha hecho gracia porque esa es justamente mi vivencia: sueños veloces, turbulentos, con ráfagas ocasionales de violencia que arruinan el aire felliniano del asunto. Por suerte, el malestar no dura mucho. Las mañanas están llenas de obligaciones y me olvido pronto de mis fantasmas nocturnos, esa baba de irrealidad que filtra o depura las preocupaciones cotidianas. Tampoco estaría mal tener los sueños glamurosos de mi hija. Me dice que ayer se encontró con Leonard Cohen, nada menos, y que se pusieron a charlar. Solo que la conversación era la letra de The stranger song: «It’s true that all the men you knew were dealers / who said they were through with dealing». Es uno de los textos más ominosos de Cohen, y no deja de ser curioso que la lógica del sueño lo reescriba a dos voces. Cada cual procesa su inquietud como puede. Pasamos los días entre cuatro paredes, pero nadie dijo nada de las noches. La extrañeza de estos días es como el agua: siempre encuentra el modo de filtrarse y seguir camino.
Tropiezo una y otra vez en la paradoja inicial, esa piedra testaruda que no logro echar a un lado, y es que nuestro acto mayor de solidaridad consista en aislarnos mutuamente, mantener la distancia, quedarnos encerrados en nuestro cubil. No hay más remedio, en efecto, y así lo dictan los expertos y el sentido común, así lo hemos acordado y aceptado todos, pero fundar la solidaridad en aquello mismo que la adormece en circunstancias normales (recelo, temor, prohibición del tacto y repliegue en el espacio doméstico, haciendo bueno aquel viejo lema inglés de «mi casa es mi castillo») no parece el mejor augurio para el futuro. Me consuela pensar que si algo escapa a las leyes de la lógica son las relaciones humanas, la vida social, así que pongo toda mi esperanza en equivocarme.
Iba a escribir que las mujeres que sacan a sus perros suelen ser más amables que sus colegas masculinos, siempre tan secos y huraños, pero el paseo de esta mañana me ha hecho dudar. Me he cruzado con tres y ninguna me ha devuelto el saludo: una iba con el rostro contraído y los ojos puestos en el suelo; otra hablaba por el móvil y se ha ido a la acera contraria al segundo de verme; y la tercera tiraba con agobio de su perro y del carrito del bebé y ni caso. Así que nada de conclusiones antes de tiempo. El estudio de campo se prorroga.
Miércoles, 25 de marzo. La pequeña familia de gatos que vive al otro lado del patio ha empezado a tomar el sol y desperezarse en el tejado de uralita del garaje. Los llamo familia, pero son más bien una banda callejera, todos distintos y sin mucha relación entre sí. Por lo que puedo ver desde el estudio, conviven sin tocarse ni establecer alianzas. Asumo que tienen comida de sobra o que al menos la consiguen sin esfuerzo. El tejado, a dos aguas, es grande y con una pendiente muy suave, ideal para recostarse y mirar el vuelo de los pájaros. Supongo que será una contemplación puramente estética, porque esos pájaros (urracas, palomas, ya no hay gorriones) están demasiado lejos de su alcance. Creo que fue Sánchez Rosillo quien escribió una vez que «mirar es poseer». Es muy posible. Pero a condición, como saben bien estos gatos callejeros (un saludo, Thomas O’Malley del Arrabal), de tener las necesidades cubiertas.
Llevo unos días leyendo Cuando editar era una fiesta, la «correspondencia privada» de Jaime Salinas que acaba de editar Tusquets. El volumen es un rompecabezas, un collage de textos de diversa procedencia en el que destacan las cartas que escribió durante medio siglo a su pareja, el escritor islandés Gudbergur Bergsson, a quien conoció en Barcelona en la década de 1950. La labor de montaje corre a cargo de Enric Bou, que ha resuelto con nota un empeño difícil: contar las diversas vetas o hilos temporales de la vida de Salinas desde su llegada a España y su ingreso en la editorial Seix Barral. Contarlas, digo, con claridad, deslindando intereses y frentes de acción sin desvirtuar la riqueza de una vida que parece haberse volcado sobre todo en los demás, en lo de fuera: su trabajo editorial, las relaciones con escritores amigos de Madrid y Barcelona, el deber de la gestión política… Al poco de empezar la lectura, subrayé una frase de Salinas a la que sigo dando vueltas: «Pienso con frecuencia que eso del tiempo, del tiempo que le pasa a uno, es algo así como lo que sentía durante la guerra, cuando estaba en el frente y había más o menos peligro; entonces tenía una especie de seguridad infundada, casi fanática de que no me pasaría nada. Para sentir el verdadero peligro, casi tenía que hacer un esfuerzo de imaginación, de cálculos complejos». Me doy cuenta de que la cita, con su referencia a la guerra, puede llamar a engaño (la metáfora bélica de la lucha contra el virus solo me parece justificable en el caso de los hospitales, las urgencias sobresaturadas, la morgue en el Palacio de Hielo, los controles policiales, etcétera, no en el de nuestro encierro, el de los ciudadanos de a pie, tan pasivo como mundano, tan rápidamente normalizado), pero creo que lo que me llamó la atención de la frase fue esa conciencia de Salinas de que la vida, para ser real, para que nos parezca real, tiene que estar filtrada o reelaborada por la imaginación. No basta con vivir; hay que hacerse cargo de este vivir nuestro con un esfuerzo imaginativo, esos «cálculos complejos» de los que habla Salinas, lo que implica también un ejercicio de empatía con el vivir —el hacer y el padecer— de los otros. Esto es fácil decirlo, claro. Las recetas conceptuales tienen ese problema. En mi caso, no basta con mirar, debo llevar esa mirada hacia dentro, entrañarla; y no basta con pensar, debo llevar ese pensamiento hacia fuera, extrañarlo y hacer que se roce —se manche… con el pensar de los demás. Me gustaría pensar que ese movimiento contrapuesto, como de ruedas que se engranan, abre un espacio en el que no hay cabida para el narcisismo, la necedad del postureo, las expectativas falsas o exageradas. Pero quién sabe. Siempre queda el miedo de estar haciendo un papelón, como diría Mafalda. De momento, y hasta nueva orden, mi quitamiedos más efectivo es seguir leyendo.
Siguen las sorpresas. Ahora resulta que los gamberros que se dedicaron a patrullar las calles de Tacoronte, en Tenerife, insultando a los vecinos con un altavoz y echándose unas risas a costa de su encierro, eran «jóvenes de 22 a 37 años». Atención, reporteros de LaSexta: parece que alguien en las islas ha dado con el elixir de la eterna juventud.
Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.
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