Mirar al retrovisor
La cosmética y las especias: cosas de la historia
/por Joan Santacana Mestre/
Mi afición a las hemerotecas me condujo a fijarme en los numerosos anuncios que a menudo aparecían en la prensa desde mediados del siglo XIX, con soluciones milagrosas para hacer crecer el pelo o evitar su pérdida en los casos de alopecia masculina o femenina. La lucha contra la caída del pelo en hombres y mujeres se puede considerar, como mínimo desde mitad del siglo XIX, como una auténtica obsesión. Siempre que se publicaba en la prensa un anuncio sobre algún remedio de este tipo, se solía afirmar que estaba «avalado por la ciencia»; tanto daba si era un mejunje a base de madera de sándalo, de aceite de romero o de vinagre de manzana.
Junto con este tipo de medicinas para tratar la caída del cabello, hay otra gama de productos que vemos aparecer también de forma recurrente: me refiero a los tratamientos contra las arrugas de la piel. Siempre se ofrecen como milagrosos y van desde la vitamina C hasta el ácido hialurónico. Dos siglos de publicidad vendiendo lo mismo, a veces a precios exageradamente caros en relación con su coste, sin conseguir grandes éxitos, constituye todo un récord.
En la historia ha habido otros muchos productos que han alcanzado éxitos notables, con precios astronómicos, siendo muy codiciados y, sin embargo, basados en falacias. Me refiero a las famosas especias a principios de la era moderna, en el siglo XV. Ciertamente, la cocina especiada no era una novedad de la época moderna, aunque constituía uno de los elementos que tomó más empuje después de los descubrimientos geográficos. Cuando analizamos las características de lo que en la Edad Media era denominado especias y contemplamos el enorme esfuerzo empleado por las sociedades europeas de los siglos XIV al XVI para obtenerlas y consumirlas, nos puede parecer extraño. Puede afirmarse que su búsqueda, por parte de los europeos, fue uno de los grandes motores de la modernidad. Pero lo cierto es que no había cocina sin especias, e incluso las cocinas aparentemente más sobrias, como las de los monasterios, estaban fuertemente especiadas.
Ante esta obsesión por las especias, cabe preguntarnos: ¿cómo puede ser que el motor de la modernidad fuera la búsqueda de las especias? ¿Qué motivos poderosos había detrás de ello? Muchos autores han comentado a menudo que las especias servían como elementos de conservación de la comida, en especial de la carne; se refieren a menudo a carnes mal conservadas o en mal estado. Ciertamente, algunas especias tenían esta función, pero en nuestro país, como en la mayoría de los lugares de Europa, la conservación de la carne se hacía a base de salado o de ahumado, además del vinagre y el aceite, elementos altamente empleados para la conservación de carnes y de pescado. Es difícil creer que las especias pudieran competir con la sal o la mostaza, relativamente abundantes y mucho más efectivas. También hay que decir que las carnes, tanto en el campo como en las ciudades, dejando aparte las que se salaban o embutían, se comían mucho más frescas que ahora. Normalmente, en verano, la carne consumida en muchas ciudades era la que se había desollado el mismo día, y estaba prohibido vender carne desollada desde hacía más de un día. Los animales que se sacrificaban servían para atender la demanda inmediata. No, las especias no eran importantes por esta razón, como condimentos para dar sabor o para conservar: había otros muchos productos tanto o más eficaces.
Cuando se analizan los textos de origen árabe, que es donde más se hablaba de las especias, las referencias no son gastronómicas, sino médicas. El prestigio de las especias exóticas en Europa derivaba de su consideración como remedios contra muchas enfermedades. Las importadas de Oriente habían ido adquiriendo prestigio y valor desde el punto de vista médico a lo largo de la Edad Media y su importación se realizaba gracias a los vínculos comerciales con el mundo musulmán. La medicina de los siglos XV y XVI concebía la digestión como una especie de cocción; como si el calor del fuego —intenso y rápido— siguiera en el estómago de forma lenta y continuada. Por este motivo, los médicos árabes recomendaban especias para cocinar las carnes, ya que había el convencimiento de que, de esta manera, serían más digestivas. Los saberes médicos vigentes en toda España a lo largo del siglo XVI procedían de la tradición galénica arabizada, y la obra central era una versión latina del Canon de Avicena, que se había traducido en Toledo cuatro siglos antes. El humanismo renacentista, que penetraba desde Italia, también estaba de acuerdo con esta tradición, ya que no dejaba de ser la clásica de los griegos y de los romanos. Según la misma, los alimentos en general eran fríos, mientras que las especias eran calientes en su gran mayoría. También se consideraban calientes los ajos, la mostaza, el perejil, el hinojo, la menta y muchas otras plantas aromáticas. Por ese motivo, se entendía que ayudaban a cocer los alimentos dentro del estómago.
El grado de frío o de calor de los alimentos era el otro parámetro que se debía tener en cuenta. Se establecían grados para cada producto y cuando se consideraba que eran muy fríos o calientes, se etiquetaban de venenosos. Esta teoría médica de los alimentos, que se mantuvo durante algún siglo más, era la que transformaba determinadas especias en una suerte de acompañamiento casi milagroso, muy saludable y útil para la buena digestión. La primera tarea de la cocina y del cocinero era hacer más digeribles los alimentos; la segunda, hacerlos más apetecibles. Para la medicina galénica, por ejemplo, las cosas dulces son siempre platos calientes y, cuanto más dulces son, más calientes. Según Galeno, las frutas, cuando son verdes, tienen gusto ácido, pero cuando maduran con el Sol —que les da calor—, se vuelven dulces. La medicina galénica sobre los sabores calientes o fríos era muy complicada y la medieval no dudaba de esta doctrina. Las especias orientales cuya procedencia se atribuía a países muy cálidos se convertían en elementos calientes: así, por ejemplo, la pimienta. Todo lo que alimentaba debía ser moderadamente caliente y dulce; por el contrario, todo lo que no era muy caliente o frío era malo. Por ello, la cocina de las especias resultaba fundamental para la salud del cuerpo y, por tanto, la búsqueda de especias era de suma importancia. A las expediciones comerciales que tenían como finalidad buscar especias nunca les faltaban patrocinadores ni dinero. Se trataba de un tema de salud, de vida o muerte. Y sin embargo, al igual que los crecepelos o las cremas antiarrugas, su eficacia no estaba en absoluto relacionada con su coste. Cosas de la historia.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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