Diarios de cuarentena

Avelino Fierro desde su celda (16, 17 y 18)

Nuevas páginas del diario de cuarentena de Avelino Fierro, que rememora su infancia rural: «Los primeros cigarrillos a escondidas. Los huertos encharcados. La abubilla. La sangre en las rodillas. Las paredes de adobe. El ruido de las esquilas y los rebaños. La caza de los lagartos y el fútbol en la pradera».

Desde mi celda /16, 17 y 18

/por Avelino Fierro/

Sábado, 28 de marzo. Hablan los teóricos del doble pacto epistolar. El destinatario que aparece en la carta no es por fuerza lo mismo que el lector real. El narratario es una entidad ficticia, un ser de papel con existencia puramente textual, dependiendo de otro ser de papel que se le dirige de forma expresa o tácita. Podríamos llamar a este destinatario el lector implícito…

Hoy es sábado. Estaba pensando en ir a buscar un poco antes de las dos de la tarde a Paco a la librería. Luego tomaríamos ese vermú en la taberna de la calle La Rúa. Bajaríamos hasta el mercado al aire libre de la Plaza Mayor cuando ya comienzan a recoger los puestos…

Así estaban funcionando hasta ahora mi escritura y pensamiento. Quizá el cerebro se gripó discurriendo por esos altos estudios literarios y comenzó de pronto a funcionar bajo mínimos, con su kit de supervivencia, yéndose hacia lo placentero. No tengo ganas de escribir. Pero no faltaré al compromiso con EL CUADERNO. Tengo conmigo dos hermosas cartas de dos buenas amigas. Isabel Llagaria tradujo la separata Avril à Paris, que se entregaba con mi libro Contra tiempo. Julia Díaz Zubiaur, hija de mis amigos Miguel y Marta, escribe desde Alcalá. Con ellas os dejo.

Hola Avelino,

Desde tu celda he descubierto a Andrade y a Auden. A Yves Bonnefoy, poeta y traductor, ya lo tenía entre mis preferidos.

Los franceses no tiran «la casa» por la ventana sino el «dinero». Et voilà: «jeter l’argent par la fenêtre».

«Les idiomatiques» es un libro que ilustra con un dibujo las expresiones idiomáticas en francés y su equivalente en español.

Lo utilizaba mucho en clase…

Por ejemplo «ir de punta en blanco» en francés es «être tiré à quatre épingles», literalmente estar cogido por 4 alfileres

En una página aparecía el personaje vestido enteramente de blanco y en la otra el francesito pegado a una lámina y cogido por los alfileres.

Ya os lo prestaré!!!

Se me olvidaba… eso de profesora de francés recién jubilada ha provocado que en el imaginario de algunos aparezca una señora gorda con gafas y algo sorda.

Me han llamado para interesarse por mis ánimos y también por mi estado de salud.

Se me había olvidado que soy población de riesgo!

Bueno, fuera de bromas, he disfrutado mucho con la lectura cada vez más poética de tus misivas.

Un abrazo para Mar y para ti.

PD: es verdad que el mito me tenía intrigada pero también la pituitaria de Mar, la soledad pegada a tus mejillas, una luz… destilada de un silogismo y mucho más.

Pero lo dicho fue para mí puro placer, un reto traducirte y releerte para apropiarme de tus escritos.

Gracias por la confianza.

Isabel.

 *

Querido Avelino:

Sigo, en estas tardes extrañas, tus entregas de «Desde mi celda», y quizás sea un poco osado por mi parte, pero el lunes 23 despertaste un tema de entusiasmo —primitivo, es probable que congénito— para mí del que también quisiera hablarte: las ciudades como protagonistas de literatura, o el eco de escritores en las ciudades. En concreto, nombraste tus andanzas deliberadas en busca de momentos, de atardeceres y otras luces, que las ciudades pueden ofrecerte —te han ofrecido—.

Estos días que estoy prácticamente encerrada en un piso de Alcalá de Henares que solo tiene ventanas encajonadas en techos abuhardillados, ventanas que miran a un cielo cuadrado y minúsculo, he pensado algunas veces en ello, no sin tentación, no sin culpa; en si no me valdría la pena dejarme llevar por la pícara irresponsabilidad de salir de aquí a transitar la ciudad deshabitada. Saludar despacio al Sancho Panza y al Don Quijote de la calle Mayor, contemplar la vastedad vacía de la plaza desde los pórticos laterales. Luego siempre reculo y mis recorridos se limitan al trayecto de ida a la farmacia —«Buenos días, ¿han llegado ya los guantes desechables?»— y de vuelta a casa.

Tampoco me pongo triste, no es para tanto. De lo malo, ese cielo minúsculo del que hablaba se parece a veces a un cuadro austero de Miró. Además, siento que apenas puedo concentrarme en mis emociones con todo esto que está pasando: demasiados titulares desorbitados y noticias aceleradas, demasiados números crecientes. Uno no da abasto para sentir. Ni siquiera me concentro en mis intentos de paseos imaginarios, pero sí que pienso mucho estos días sobre un trabajo que hice de final de carrera acerca de cómo los espacios presentados en las novelas, aquellos que ocupan los personajes, los condicionaban, a la vez que reflejaban sus estados de ánimo. Recuerdo analizar calles con trozos de asfalto hecho añicos o farolas intermitentes, como cansadas, y paredes grises desconchadas que supuestamente reflejaban la devastación y el desánimo que deja una guerra, o un olor a gas en el aire levemente perceptible que evocaba la represión franquista y por el que muchos ciudadanos preferían resguardarse en sus casas. Recuerdo también debates, confesiones y chismorreos del barrio en viejas tabernas de toda la vida; o cielos eléctricos cuando se avecinaba un problema; un arco de piedra en una callejuela, puertas que se cruzaban porque Fulanito estaba dejando atrás —cerrando— una etapa de su vida. Cines como guaridas de la realidad, con películas nuevas y exóticas, cuando el personaje visionaba un futuro mejor, con películas viejas proyectadas a lo antiguo cuando la nostalgia lo desbordaba —y la sala al mismo tiempo lo protegía de la memoria de esos tiempos pasados.

En definitiva, que me pareció interesante, y ahora una tiene ganas de patearse las calles bien, pasear por los caminos de El Retiro dejando un rastro reflejo del tópico poético de perderse y encontrarse. O de sentirse un poco triste y acordarse de Borges con su «sólo me queda el goce de estar triste, esa vana costumbre que me inclina al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina», e inclinarse al Sur, a cierto bar, a cierto rincón del viejo barrio de La Latina. Pero ya ves que yo tampoco cuento nada productivo, solo escribo divagaciones, cosas puntuales para matar este tiempo perdido entre paredes. Me despido ya. Encantada de leerte. Y dile a tu amiga que si al final hace lo del periódico de adivinar autores, le dejo abajo más ideas. Todos los poemas tratan de calles que puedes encontrarte en cualquier ciudad, a la vuelta de cualquier esquina. En fin, que los poetas son unos obsesos de las ciudades. ¿O quizás son las ciudades las que persiguen a los poetas con tantas luces, tantas calles, tantas voces, olores, tanto silencio? No me queda claro.

En cualquier caso: te dejo. Hoy me toca a mí sacar la basura. Ojalá encuentre una calle más larga que de costumbre.

  1. «Todo está oscuro y sin salida,/ y doy vueltas y vueltas en esquinas/ que dan siempre a la misma calle  donde nadie me espera ni me sigue».
  2. «No existen para ti otras tierras, otros mares./ Esta ciudad irá donde tú vayas./ Recorrerás las mismas calles siempre./ En el mismo arrabal te harás viejo».
  3. «Es ésta la ciudad. Somos tú y yo./ Calle por calle vamos hasta el cielo».
  4. «Si decide marcharse,/ que la luna disponga/ su luz en nuestro beso/ y que las calles sepan/ también dejarnos solos».
  5. «Quizá me confundí de calle y de aventura/ pero ya me conocen sus farolas y el alba,/ ya conocen mi sombra, mi canción, mi tristeza/ y esa costumbre vieja de andar erguido y solo».

 

Domingo, 29. José Enrique, muchísimas gracias por tu regalo, por esos versos que resumen bien el espíritu de mis cartas y el aroma triste que nos dejan estos días. Cuando vi el tipo de estrofa de que se trataba, vino a mi memoria desde los tiempos de la escuela una frase, «Décima y espinela». Aquellas distintas formas de combinar versos que aprendías como un papagayo, repitiendo, cantando, para que las palabras se quedaran amarradas en algún recodo del cerebro.

Cuántas definiciones, clasificaciones, poemas, canciones… tenemos aprendidos los que como tú y yo estudiamos en aquellas escuelas en las que el maestro, empuñando la regla como una batuta de director de orquesta, nos ponía a todos a recitar, casi a cantar, el curso de los ríos, listas de reyes o partidos judiciales, la tabla de multiplicar y la de los elementos químicos… Siempre había algún cantor guasón que iba por libre y en algún momento del recitativo ahuecaba la voz o hacía de contralto; entonces la batuta aterrizaba sobre su cabeza para obligarle a coger otra vez el tono.

Yo no sé si los escolares de ahora memorizan o van a buscarlo todo en Internet. Para los latinos una de las acepciones de legere era desplegar las velas; ahora los nativos digitales también navegan, pero por la Red. Bueno, no vamos a enredarnos aquí en destacar la importancia de la memoria, de que se comprende mejor el mundo a partir de lo que en ella vamos acumulando.

Ah, quería relatarte una casualidad. Leo estos días las cartas de Jaime Gil de Biedma. Resultó que el mismo día que recibí tu décima leía una carta suya a Jorge Guillén, en la que le habla de la composición de tres décimas a la manera guilleniana. Yo las recordaba vagamente, pero no están en la mayoría de las ediciones de sus poesías. Busqué y busqué hasta que las encontré en esa edición de Carme Riera que las incluye como apéndice junto a otros textos. Son muy bonitas, de tema marinero, dedicadas a Carlos Barral y al mar de Calafell. Lope de Vega decía que la décima espinela —que tanto se empleó en el teatro— era buena para las quejas. A mí me parece que puede servir para todo si está bien hecha como esta tuya, llena de ingenio y delicadeza.

Y ahora te vengo con un recuerdo. Mi amigo Martín, el profesor al que tú conoces, estando de visita en León, al salir de la catedral y lucir un día espléndido, recitó de memoria aquella décima de Guillén, «Perfección», que comienza así: «Queda curvo el firmamento,/ compacto azul, sobre el día./ Es el redondeamiento/ del esplendor: mediodía». En fin, seguro que otros recuerdan y hasta recitan otras más clásicas, como algunas de Calderón.

Se me vienen a la cabeza otros asuntos literarios, pero no seguiremos por ahí. Tampoco quiero poner los pies en el suelo, en este día a día agobiante y espeso por mucho que algunos amigos me lo hayan recomendado, que relate sucedidos o anécdotas del mundo exterior, de cómo voy viviendo este encierro. Bueno, si hago una concesión diré que hoy me he preocupado un poco al despertar. Me dolía la cabeza. Luego he pensado que podía ser debido al cambio de hora. Los pensamientos, los sueños, las neuronas se habrían trastabillado y dado codazos al querer ponerse los primeros, por atisbar el nuevo día.

También podría contar que me he reído mucho con una llamada desde Ibiza de mi amigo Jabuto. Lamenta que hace hoy allí un hermoso día —como en la décima de Guillén—, que él caminaría kilómetros y kilómetros por la playa de Las Salinas y luego se daría un baño. Me cuenta que hace kilómetros por el pasillo de casa, y que no es lo mismo. Ve poco la tele, porque le agobia tanto drama y apocalipsis. Recibe muchos wasaps, como todo el mundo. Le dije que yo había querido cambiar anteayer de compañía de teléfono y que no pudo ser, porque debe de estar prohibido para estos días por un decreto. El confinamiento es serio, me dice, hay que seguir con las mismas compañías, con la de tu señora y con la del teléfono.

Voy a copiar tu poema, José Enrique, de eso se trataba. Para que ahí quede y todos nos relajemos un poco. Que permanezca «lloviendo en la conciencia como un bálsamo», como decía un verso de alguien que no recuerdo.

Una décima para Avelino, de uno de su pueblo, celebrando sus epístolas balsámicas

Grazie mille Avelino
por tus amicales cartas
con las que casi descartas
el mal fario matutino
en que tropieza el destino
de esta ciudad clausurada,
poco menos que aterrada
por un virus que circula
y sus miedos inocula
en el alma más templada.

 

Lunes, 30. José Enrique, el encabezamiento de tu carta me ha traído recuerdos de nuestro pueblo, de la infancia. ¿No te sucede que estos días, en los minutos más ténebres, aparece ante ti toda tu vida como un torbellino? No te atreves a mirar hacia el futuro y das un volantazo hacia el pasado, que es como decir hacia la infancia. Te cobijas un poco en ella (y no hace falta citar aquí a Rilke), aunque todo esto no sirva de nada. Como diría uno que sabe latines: nec praeteritum tempus unquam revertitur, nec quid sequatur sciri potest.

Siempre me dieron envidia los que sabían lenguas muertas. Por entonces aquella expresión «este sabe latín» confería un aura de persona docta, aunque luego podía derivar hacia otros atributos, como la pillería o la habilidad para el regate en corto.

Yo no fui a la escuela del pueblo, sólo anduve por allí en un periodo breve. Y no recuerdo el motivo; ¿mi madre estuvo enferma y tuvimos que quedarnos en Chozas una temporada? Me vienen a la memoria los pupitres de madera, viejos y arañados por el tiempo, o el filo de las navajas de los chicos que grababan letras entre corazones. Y las manchas y el olor a tinta. Todavía estaban aquellos tinteros encastrados en la madera que se rellenaban de vez en cuando.

Creo que cuando yo tenía tres o cuatro años vinimos a vivir a la ciudad, a hacer fortuna. Fortuna no hicimos, pero ya no volvimos al pueblo salvo en los veranos. Mi padre abrió el almacén con Fermín, su socio, y nos fuimos a una casa a las afueras, en la carretera de Asturias. El paisaje desde mi habitación era la ciudad allá abajo y en los parajes cercanos estaba el Seminario, las tejeras, la fundición del señor Bernardo…

Aquellos veranos larguísimos, sin las obligaciones de los críos que vivían todo el año en el pueblo, dejan marcas y palabras grabadas en el pellejo; que eso es lo que estamos empezando a ser, una arruga llena de recuerdos, un pergamino viejo.

La casa y los animales, las tareas del campo —las conocí todas—, el crujido de las tablas de la iglesia y los responsos y jaculatorias en la voz nasal de las viejas, el toque de campanas, los árboles que siempre nos decían algo, el canto de la lechuza, la presencia de lo sagrado, el demonio, la fiebre alta, algún relato de mi abuela sobre la guerra o sobre pastores y lobos, la hora de la siesta, el crujido de las pisadas en la nieve y los carámbanos en las tejas de los aleros, las siluetas de los guardias civiles encapotados cruzando el pueblo en sus bicicletas, la recogida de aquellas ciruelas color vino en la huerta de la madrina. Ah, claro, la vendimia; el acompañar al abuelo Quico a regar o a mi padre a la siega, él con la guadaña al hombro y yo con el temor a encontrar una culebra entre la hierba; la trilla; el misterio de la casa vieja cerca de la laguna; las escapadas con las bicis al monte, y la vuelta, ya anocheciendo, con el viento acariciándonos el rostro y aquel pedalear frenético cuando subíamos la cuesta del cementerio.

Los primeros cigarrillos a escondidas. Los huertos encharcados. La abubilla. La sangre en las rodillas. Las paredes de adobe. El ruido de las esquilas y los rebaños. La caza de los lagartos y el fútbol en la pradera.

La casa era un mundo cerrado sobre sí, autosuficiente. Los animales en la cuadra, conejos y gallinas. El pozo. El horno para la leña. Un banco de carpintero donde el abuelo hacía madreñas. La cochiquera. Un desván desvencijado, lleno de misterio, brujas y ratones.

Había en cada estación una luz y sonidos y olores más o menos violentos. Uno de ellos estaba en la casa: el olor a cinc de aquel cubo que bajaba al pozo artesiano y volvía con agua fría de una tersura inmaculada, chocando contra las paredes de cantos rodados.

La pena es que nunca tuvimos un río como Dios manda. Sólo aquella laguna llena de ranas y el estanque del pueblo de arriba, el pueblo de mi padre en el que yo nací el día de la fiesta. Ya me dirás…

Todo revive ahora como un fogonazo. Aunque uno no lo quiera, parece que estos días hace balance de su vida. Llegaba la noche y salíamos a la calleja. Nunca he vuelto a oír sonar esa música de silencio, nunca he vuelto a ver tantas estrellas.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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