La peste según Camus
/por Alberto Wagner Moll/
Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan […] ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas (p. 33, edición de Seix Barral).
Esta es una de las crudas reflexiones que hace el doctor Rieux acerca de la peste que está naciendo en la ciudad de Orán, reflexión que nos traslada de inmediato a la problemática central de la obra: ¿cómo pensar y afrontar el mal que subyace a la existencia humana? En esta ciudad de la prefectura armenia, los ciudadanos pintarán delante de los ojos del doctor todas las posibilidades frente al daño: desde aquellos que aprovechan la situación, traficando con productos y personas, hasta los que ponen en juego su vida por cuidar la de otros. Pero algo une a todos los actores de la obra de Camus; la mundanidad de sus acciones. No hay héroes y, si los hay, no desprenden un halo distinto que el resto de hombres; todos son, en el sentido menos peyorativo, vulgares, comunes. Camus intenta plasmar una tragedia en su libro, y a las tragedias todas les sucede, en la vida real, que se tornan rutina. Es una constante; no un chispazo en que se defina quién es bueno y quién malo, sino un día sostenido, una luz que va modelando a los personajes en una mezcla difusa de claroscuros. Desde este modelaje cotidiano, el doctor Rieux, al que podríamos considerar, junto a Grand (un oficinista humilde que hace el bien como quien rellena documentos indistintos), el más definidamente bueno, discute con su amigo Tarrou acerca de la importancia de actuar:
—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo.
Rieux pareció ponerse sombrío.
—Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.
—No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe ser la peste para usted.
—Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota (p. 100).
La vida, finalmente, es una derrota; siempre caerá rodando la piedra hasta el final de la montaña, y llegará un día en que no podamos elevarla más. Si dejamos a un lado la clasificación estricta de los pensadores, clasificación nunca acertada completamente, podemos encontrar cerca de la filosofía del francés al hispano Séneca. Efectivamente, el existencialismo se enfrenta a la misma problemática que el estoicismo tardío: qué debe hacer el ser humano para afrontar el mal irremediable que es la muerte. En la Consolación a Marcia, Lucio Anneo Séneca habla sobre la vida humana en relación al cosmos: «Calcula cuánto es el tiempo máximo que puede durar un hombre. ¿Cuánto es? Engendrados para un tiempo cortísimo, obligados a ceder rápidamente la plaza al siguiente, contemplamos este albergue provisional. Estoy hablando de nuestras vidas, que es cosa sabida que se desarrollan a increíble velocidad. Cuenta los siglos de las ciudades: verás qué poco tiempo llevan alzadas incluso las que se envanecen de su antigüedad. Todo lo humano es fugaz y perecedero, ocupante de una ínfima porción del tiempo sin fin» (Consolación a Marcia, p. 27, Gredos). Desde la conciencia de debilidad, el estoico afirma que la herramienta más valiosa de los seres humanos es su razón, su logos, que los armoniza con el universo y les hace entender cuál es su esencia y, por tanto, cómo pueden ser felices. Por lo tanto, el hombre debe pensar sobre su existencia y su muerte, y ver el modo en que aprovechar los breves instantes que le ha regalado la Naturaleza. Sin embargo, y aunque este sea el modo adecuado de vida humana, las personas rara vez actúan de este modo, y suelen vivir de espaldas a la tragedia de su vida. Describe Rieux, tras varios meses de enfermedad:
Nuestros ciudadanos se habían puesto al compás de la peste, se habían adaptado, como se dice, porque no había medio de hacer otra cosa. Todavía tenían la actitud que se tiene ante la desgracia o el sufrimiento, pero ya no eran para ellos punzantes. […] justamente, esto era un desastre, porque el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma. Antes, los separados no eran tan infelices porque en su sufrimiento había un fuego que ahora ya se había extinguido. […] Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente. La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes (p. 141).
Es aquí donde Camus hace hincapié. En El hombre que vio las ratas, una teatralización de la vida de Camus realizada por Televisión Española, el escritor hace creer a sus amigos que está sucediendo una plaga de ratas y estos caen presa del pánico. Lo que trata de hacer Camus, realmente, es que las personas alrededor tomen consciencia del mal que pulula en los subsuelos de su vida: las ratas están, son millones, más que las personas, aunque repten por lugares invisibles. Del mismo modo, la muerte y todos los males siempre acompañan a las personas, aunque estas no sean conscientes de su presencia. Ni siquiera la manifestación constante de la peste, con la acumulación de cadáveres, el aislamiento de la ciudad y la falta de recursos consigue que las personas realmente piensen en la muerte o la enfermedad: es, más bien, una idea subrepticia que hace incómoda, que no insoportable, la vida habitual, y que se manifiesta en actos puntuales de locura o desesperación, pero no en una reflexión y una actuación generalizada. Aunque Séneca nos proporcionara el ideal del sabio, Camus sabe perfectamente que ese ideal es complicadísimo de lograr en la mayoría de ocasiones, e imposible de mantener durante toda la vida.
Por lo tanto, si el mal supera con creces la capacidad humana de reacción, ¿qué cabe esperar? La peste es un mal social y el bien social máximo sería la justicia; dar a cada uno aquello que merece, como dijo Hesíodo. Sin embargo, como el bien y el mal, también hay una justicia suprahumana, porque lo que toda persona, por su esencia mortal, merece, o debe recibir es, finalmente, la muerte: así, «desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta» (p. 131). Claro está que, aunque esta sea la sanción última que debamos recibir todos, no vamos a resignarnos a morir mansamente. Es también natural al ser humano intentar sobrevivir, persistir en el ser, aunque no sepa muy bien qué es vivir y cuál sería su mejor vida. La otra justicia, la justicia humana, sería aquella en que todas las personas pudieran sobrevivir. Evidentemente, la justicia antropológica o existencial es inferior en su poder, y nunca logrará una victoria absoluta, puesto que existe en la constante derrota que ve a diario Rieux. Paradójicamente, la justicia humana necesita a la absoluta para poder existir, puesto que los hombres, en sus pasiones, se dejan arrastrar atemorizados hacia el mal innumerables ocasiones:
A decir verdad, era una suerte que existiese el cansancio. Si Rieux hubiera estado más entero, este olor de muerte difundido por todas partes hubiera podido volverle sentimental. Pero cuando no se ha dormido más que cuatro horas no se es sentimental. Se ven las cosas como son, es decir, que se las ve según la justicia, según la odiosa e irrisoria justicia. Y los otros, los desahuciados, lo sabían perfectamente, ellos también. Antes de la peste, lo recibían siempre como a un salvador. […] Ahora querrían arrastrarlo y arrastrar con ellos a la humanidad entera hacia la muerte (p. 147).
Curioso horror: los seres humanos, para salvar al resto de personas, han de dejar, en cierto modo, de ser humanos, como un dios impenitente que obliga a los pecadores a tomar el doloroso camino de la salvación. Como Tarrou comenta a Rieux: «Yo sé a ciencia cierta […] que cada uno lleva en sí mismo la peste, que nadie, nadie en el mundo está indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado por un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección» (p. 193).
Finalmente, este conflicto entre las dos justicias, esta rutina del mal, que en algunos instantes de la vida se acrecienta y sale a flote, vuelve a hundirse en las tinieblas de la vida, y las personas quedan otra vez ciegas a la injusta justicia que los dirige. Los trenes vuelven a la ciudad, los hombres celebran su victoria, pero ni la celebración, ni la derrota, ni el dolor, ni la muerte se perpetúan en la mente de los hombres, que así, sin pensar en su existencia, es como pueden seguir existiendo.
Alberto Wagner Moll es estudiante de filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas. Publicó el poemario titulado Jaima en la editorial Ars Poética en el año 2018 y fue segundo premiado en el certamen Florencio Segura del mismo año.
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