Diarios de cuarentena

Notas de Jordi Doce para una cuarentena (13, 14 y 15)

Nuevas páginas del diario de cuarentena de Jordi Doce, que escribe —recordando al ciclista Poulidor— sobre sus partidas de Scrabble, enumera las cosas que hará cuando se acabe el confinamiento o se defiende ante Enrique Vila-Matas por incurrir en lo que el ilustre escritor ha descrito como la tonta ocupación de «llevar una bitácora-tostón de nuestro confinamiento».

Cuaderno del encierro /13, 14 y 15

/por Jordi Doce/

Lunes, 30 de marzo. Cambio de hora. Ayer fue la primera sesión de aplausos a cara descubierta, sin la penumbra que oscurecía ventanas y balcones. La luz de las lámparas no creaba claroscuros ni distorsiones. Estuvo bien eso de vernos los unos a los otros, aunque fuera en la distancia. Sin controles ni revistas militares. Solo la alegría de aplaudir y saludarnos mutuamente. Y esta vez, por suerte, libres de música radiada.

 

La vigilancia sube un grado: ahora la policía que patrulla el parque va de incógnito. Me lo dijo Marta esta mañana, en el desayuno, y confieso que no la creí: «Ya está la gente con sus rumores —dije—. Ni que fuéramos delincuentes…». Qué ingenuidad la mía. Media hora más tarde estaba en el parque con Layla, abrigado hasta el cuello y haciendo mi ronda habitual (un circuito de veinte minutos a paso vivo), cuando un coche oscuro, de alta gama, se paró a mi altura. Pensé que era un conductor de Cabify que estaba perdido, así que yo también me detuve. Pero no era ningún taxista, sino un policía de paisano que en rápida sucesión me preguntó que adónde iba, dónde vivía y qué hacía en aquella parte del parque… a cien metros de mi casa. Casi no tuve tiempo de pedirle que se identificara. Sacó la placa de mala gana, me amenazó con la multa de rigor y me mandó de vuelta a mi cubil. Todo en medio minuto y sin contemplaciones (es lo que tiene la práctica). Quise pensar que era un joven con ínfulas que aprovechaba el camino a la comisaría para predicar su evangelio, pero no: era demasiado coche para él, y esa calle en particular no coge de paso ni lleva a ningún sitio. Así que van a ser ciertos los rumores. Policías de paisano. Qué honor. Ni siquiera los muchachos que se han pasado el invierno trapicheando delante de nuestra ventana han despertado tanto interés.

 

«Paralizada toda la actividad no esencial», decía ayer el titular de El País con una foto velada de la Gran Vía que parecía un cuadro de Antonio López. Presuntamente, la que quedó paralizada con la declaración del estado de alarma hace dos semanas era todavía menos esencial, como la capa de espuma que decora el café. Y pienso, no por primera vez, en la naturaleza de mi trabajo, del trabajo que desempeñan muchos de mis colegas que siguen editando, ilustrando, maquetando, traduciendo… Aquí no se ha parado nada: sigo con mi traducción de Plath, con la entrevista a Ana Blandiana que me encargó Turia, con la revisión textual de los libros de Vallejo y Saint-John Perse para Galaxia Gutenberg (que a saber cuándo saldrán). Por no hablar de estas notas, que nadie me ha pedido, pero que han ido cobrando vida propia y tienen ya su espacio-tiempo particular en mi rutina. Nuestra labor, lo sabemos muy bien, no es esencial: no cuida al enfermo ni repone los supermercados ni surte de electricidad los hogares. Está fuera de los circuitos de la necesidad inmediata y el gran mundo puede pasarse muy bien sin ella, al menos por un tiempo. Pero tampoco, por lo visto, es no esencial, o no al modo que estipula el BOE. Así vivimos, sustraídos al control de las máquinas de fichar y los horarios programados. Es todo lateral y furtivo, como si este cristal que me separa del frío fuera la ventanilla de un tren que se desplaza a su ritmo, en su propio vial, y que está exento de respetar (durante la travesía, al menos) las señales y semáforos de las demás vías. Así pagamos —se dice— tener una vocación, hacer lo que nos gusta. Veremos qué pasa al llegar a destino. De momento, ni esenciales ni no esenciales sino todo lo contrario. En otro lugar, siempre.

 

Martes, 30 de marzo. Algunas de las cosas que haré cuando acabe la cuarentena (no necesariamente en este orden):

Ir al peluquero.

Frecuentar al sauce del Parque del Oeste en cuyo tronco, hace dos veranos, vi ascender en forma de anillos los reflejos del sol en el arroyo.

Pedir una copa de vino blanco bien frío en una terraza de las Vistillas.

Bajar a Gijón y abrazar a mi madre y ver el mar.

Dar mis clases en el Hotel Kafka y dejarme invitar por mis queridos Olga Muñoz y Juan Hermoso, que solo comparten lo mejor.

Bajar a Cádiz y visitar la Torre Tavira y ver el mar.

Saludar a la estatua del poeta Carlos Edmundo de Ory.

Saludar a las encinas y los algarrobos de la Casa de Campo.

Comprar libros. Muchos.

Descansar.

Bajar al puente del monumento a Goya y ver pasar los trenes de cercanías que van al norte atestados de viajeros.

Abrir la botella de Glenfiddich Select Cask que compré hace dos meses en el aeropuerto de Heathrow.

Darme de baja del servicio de notificaciones de Idealista.

Enmarcar una pequeña postal pintada que me envió Melquiades Álvarez la pasada primavera y que ahora preside mi escritorio.

No quejarme cuando la afluencia de gente en la oficina de correos de Martín de los Heros sea excesiva.

Echar de menos el círculo perfecto de setas que vi una mañana fresca de julio mientras volvía con Layla del Puente de los Franceses.

Visitar a Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre para estudiar con ellos los ritmos sibilinos y los arcanos léxicos de Saint-John Perse.

Seguir mirando a los gatos del patio interior.

Pasar una tarde charlando con mi amigo Luis Burgos en su galería.

Dar mi taller de lectura en la librería Alberti y tomar el camino más largo para volver a casa.

Pasear con Marta y Layla hasta el Monumento a Miguel Hernández y más allá.

Corregir mi afición al cine catastrofista.

Seguir jugando al Scrabble, manque pierda.

Seguir mirando con recelo a la policía.

Abrir, por fin, los Cuadernos de Emil Cioran.

Como el Miguelito de Mafalda, darme el gusto de quedarme un día en casa porque yo quiero, no porque me obliguen.

Volver sobre esta lista y darle al menos dos vueltas por semana.

 

De camino al supermercado de la calle Quintana (unos setecientos metros), he visto: tres ambulancias del SAMUR, una ambulancia privada, tres patrullas de la policía municipal (dos de ellas apostadas a la salida del pequeño túnel que va de Bailén a Irún), dos coches de la policía nacional y un furgón con todas las luces encendidas. También a dos muchachas gitanas vadeando el parque entre risas, ajenas a todo (para ellas no hay confinamiento que valga). La estridencia de sus voces. Su ropa de punto, sucia y multicolor. Y me ha parecido que hasta la lluvia —fría, desapacible— les daba un respiro y se negaba a mojarlas.

 

Jueves, 2 de abril. Mi amiga Nuria me envía por WhatsApp la imagen de lo que parece un ammonites, una espiral fosilizada. Su mensaje habla de la importancia de lo menudo, de eso que a veces no vemos de tan humilde y que da valor y sentido a nuestros días. «La vida sigue», concluye. Sí, la espiral avanza, pero no está claro si hacia fuera o hacia dentro. Gira el mundo, o giramos nosotros en sus hélices, pero a saber si caeremos al pozo o bien saldremos disparados, volando.

Los números cantan, así reza la expresión, y lo que los números están cantando estos días es una endecha larga, dilatada. El cerco se estrecha, como si el escenario de «Casa tomada» de Cortázar fuera ahora toda una ciudad. Raro es el día en que un mensaje de correo no habla de algún familiar o amigo infectado, o con neumonía, o directamente en la UCI. Por no hablar de la llamada de teléfono en la que un amigo te confiesa que ha «pasado» el virus, pero que no ha dado señales por no molestar (el exceso de discreción está sobrevalorado, definitivamente). Toca uno madera y siente —al menos aquí en Madrid— esa cercanía amenazadora de la pandemia, la paciencia maliciosa con que se infiltra en todos los órdenes de la vida. Y es una cercanía perfectamente capaz de «secar la savia de las venas, ajando/ el gusto natural y la dicha espontánea/ del corazón», como decía Yeats. Siento el apuro casi vergonzante de estar escribiendo estas palabras cuando lo importante sucede fuera, justo donde no podemos estar o se nos impide la acción. Y confieso que no pude evitar sentirme señalado por una frase del último artículo de Enrique Vila-Matas, en el que se preguntaba por «la causa de esa propensión a tirar tanto el tiempo y a malgastarlo encima en una gran cantidad de ocupaciones tontas, como, por ejemplo, llevar una bitácora-tostón de nuestro confinamiento». Alguien dirá que me estoy haciendo de rogar, pero no es eso, me parece, sino que la frase de Vila-Matas activó una incomodidad, un acceso de pudor, que está ahí latente y puede saltar en cualquier momento. Pues sí, es verdad: a quién se le ocurre. Aunque tal vez la frase, más que un reproche, sea la confesión de una impotencia. Qué otra cosa podemos hacer. Si lo nuestro es la palabra, habrán de ser las palabras —que nunca son solamente palabras, sino que remiten a realidades concretas, humildes, que están a la mano, y también a ideas y emociones compartibles— las que arrojen algo de luz y nos hagan compañía cuando hace falta. Aunque el resultado sea un «tostón», como prevé con cierto facilismo Vila-Matas (sí, ya lo sabemos, no es nada nuevo, la mediocridad abunda mucho más que la excelencia). Entretanto, los días van pasando y la necesidad de hablar, de hablarnos —aunque sea a nosotros mismos—, se impone. Ese trasiego.

 

Me acuerdo de un ciclista francés de mi infancia que se llamaba Raymond Poulidor. Poulidor, que por cierto murió hace pocos meses, pasó a la historia como el eterno segundón, ya que terminó el Tour de Francia en el segundo puesto en tres ocasiones (y en tercer lugar otras cinco; tuvo la desgracia de coincidir con dos grandes, Jacques Anquetil y «el caníbal» Eddy Merckx). Se hizo tan célebre que incluso mi madre, poco adepta a las noticias deportivas, hablaba de él con una mezcla característica de lástima y devoción. Y si me acuerdo de él ahora es porque una vez más me siento el Poulidor del Scrabble. No veo la manera de ganar, y menos cuando compito con Marta. Su técnica parece sencilla, pero lleva detrás muchos años de experiencia. Consiste en sacarle el máximo partido a las letras de que dispone: no hay rendija en el tablero, por pequeña que sea, donde no sea capaz de deslizar una letra —vocal o consonante— capaz de sumar puntos en dos direcciones. Es la técnica poética por excelencia: brevedad y condensación, síntesis y buena puntería. Es también un poco ratonera, desde luego, pero con un resultado demoledor. Yo, por el contrario, tiendo a ser narrativo: se me ocurren palabras muy vistosas, sí, pero ninguna definitiva. Y cometo el error capital de abrir el tablero a los demás jugadores. De nada sirve sumar puntos con regularidad si se descuidan los flancos. Eso sí, Poulidor me miraría con orgullo. Ni siquiera me queda el recurso de la contrarreloj final —quiero decir, de un pleno de última hora— para recuperar los segundos perdidos…


Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

1 comments on “Notas de Jordi Doce para una cuarentena (13, 14 y 15)

  1. Gracias, paisano, amigo en la medida en que me ofreces sentarme entorno a esta lumbre que yo enciendo con tus astillas de tinta. Lucidez, sentimiento, y no lo dudes, una poesía que se desliza y es la que hace de la prosa algo que nos vuela. Salud.

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