/ De rerum natura / Pedro Luis Menéndez /
En septiembre de 2019 publicaba en estas mismas páginas una reflexión sobre lo que el turismo de masas estaba produciendo, para bien y para mal, en el planeta, y uno de los puntos giraba en torno a las posibilidades económicas de gran parte de los viajeros actuales frente al elitismo de los viajeros de siglos anteriores. Decía entonces: «La paradoja (y confieso que no sé cómo resolverla ni siquiera en mis propias ideas sobre el asunto) es que todo esto se produce porque muchas más personas tienen muchos más medios para viajar y —en una frase antigua— conocer mundo. ¿Es esto negativo para todos esos seres humanos? Si me planteo, por ejemplo, la idea de que yo mismo, por haber nacido al lado de una playa, tengo sobre esa playa una especie de derechos adquiridos que no tienen quienes no han nacido junto a ella, lo único que hago (me dé cuenta de ello o no) es reflejar una visión aristocrática de la realidad, en la que unos pocos tienen más derechos que otros muchos».
Después de tratar el Grand Tour o la etiqueta de turismo de calidad, me preguntaba: «El problema es que esa masa informe de turistas vulgares y gritones se puede permitir por primera vez en la historia de la humanidad viajar por placer, salir de su aldea, de su pueblo, de su rincón del mundo, y con bastante lógica desea hacerlo, después de haber contemplado (al menos desde el siglo XX) miles y miles de imágenes estáticas o en movimiento de Florencia o de Machu Picchu, de Ibiza, de Bali o de Nueva York. ¿Quién se lo va a impedir como no sea de nuevo la pobreza?».
No contaba entonces con que a la pobreza podría sumársele una pandemia universal que ha frenado en seco, al menos durante unos meses, ese movimiento continuo que, en el caso de España, supone además la base más fuerte de nuestro sistema económico, y sin el que nos convertiríamos (¿nos convertiremos?) en un país empobrecido de servicios secundarios en el mapa de la globalización.
Quiero ahora relacionar este asunto con el clasismo y la soberbia intelectuales, que en ocasiones van unidos al clasismo económico, pero que no tienen por qué hacerlo necesariamente. La soberbia intelectual es también una forma de discriminación clasista que apunta maneras hasta en personas de las que podríamos esperar actitudes diferentes. En una muy reciente entrevista, un referente de la cultura catalana como Óscar Tusquets, después de reflexionar en términos bastante escépticos sobre los posibles cambios que la situación actual producirá en nuestras sociedades, a la pregunta de la entrevistadora: «¿Y entonces lo dejamos todo como está?», responde:
«No, es evidente que obliga a replantear otras cosas a escala global. Me acuerdo cuando me pusieron en el comité de sabios del Fórum de las Culturas que había un sabio de verdad, no recuerdo su nombre, que dijo que el gran problema que deberíamos afrontar era la difusión masiva de personas en el mundo contemporáneo, porque eso nos volvía absolutamente frágiles ante cualquier enfermedad. Yo creo que viajamos demasiado y además lo hacemos de una manera muy estúpida. El low cost de la aviación ha hecho un daño urbanístico universal. Si una secretaria no puede ir a las Seychelles no pasa nada. Cientos de miles de personas yendo de arriba abajo con Ryanair no tiene el más mínimo sentido. El aumento de precios modificará ese hábito. ¡Ojalá!».
El clasismo de esta respuesta es feroz. A los ojos de un arquitecto, diseñador, pintor y escritor, la situación actual promete de bueno que una secretaria ya no podrá moverse en avión por el planeta porque no tendrá dinero para ello, y eso será bueno para el propio planeta y supongo que para Tusquets y sus amistades. Por supuesto, ¿qué se la ha perdido a una secretaria en las Seychelles?
En términos parecidos, el escritor (otrora periodista) Arturo Pérez-Reverte publicaba, con su brillantez acostumbrada, un artículo en 2017 sobre el turismo de masas con el título «La Europa que estamos matando», en el que relataba entre otras cosas una anécdota personal en una Lisboa repleta de turistas. Sentado en la terraza de la pastelería Suiça, una de las más abarrotadas de continuo de la ciudad por el aluvión turístico, observa un grupo de ingleses gritones y termina su artículo con este párrafo:
«Esto es hoy Lisboa. En la vieja Suiça, donde intento leer tranquilo, un grupo de anglosajones especialmente escandaloso y bestial bebe alcohol, grita, canta y maltrata al veterano camarero de chaquetilla blanca. Harto de esos animales, entristecido por la suerte de la ciudad antigua y señorial, me levanto y ocupo una mesa que ha quedado libre en el extremo opuesto de la terraza. Al poco se acerca el camarero, trayendo mi bebida. Entonces miro hacia aquellos escandalosos hijos de puta y le digo al camarero: “He tenido que venir a una mesa que esté lejos”. Y el camarero, con ademán triste y elegante de viejo lisboeta, se encoge de hombros, sonríe melancólico y responde: “Ya no hay mesas lo bastante lejos”».
Afirmaba yo en 2019 que sobre el asunto tengo más preguntas que respuestas, pero no sé si producirá más daño a la propia cultura la defensa de una aristocracia intelectual basada en la soberbia de mis conocimientos o mi educación con respecto a otras personas. Todos hemos sufrido en algún momento (o en muchos) de nuestra vida gestos y actitudes de prepotencia en la enseñanza, en la sanidad, en el mundo jurídico y político. Por eso, la soberbia de quienes saben se puede convertir en un clasismo tan maltratador como el económico, si nuestros saberes y conocimientos no tienen otra utilidad que sentirnos mejores que otros que no tienen esos saberes o esa educación.
En consecuencia, no se extrañen luego esos seres superiores del odio a lo intelectual y a los intelectuales, porque resulta posible que en bastantes ocasiones ese odio sea sólo una defensa ante los picos de oro, los picapleitos, los matasanos o a todos cuantos, como ellos, exhiban su superioridad como pavos reales, por pura vanagloria, desde su alto escalón.

Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019). Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.
Totalmente de acuerdo con usted. Siempre pensé que la mayor soberbia de las existentes es la del intelectual. Parodiando otro dicho muy común, creo que pueden llegar a ser unas personas tan pobres que solo tienen datos.