/ por Michel Suárez /
«Cuando uno oye a esos pretendidos republicanos hablar de libertad y de virtud, cree ver a una cortesana ajada dándose aires de virgen con pudores de carmín»
Joseph de Maistre
(1) Los perros rabiosos
Leo, sin sorpresa, la enésima filípica contra la furia homicida desatada por los anarquistas en la Barcelona revolucionaria de julio de 1936. El artículo en cuestión, «Terror, pólvora y sangre en la Barcelona de 1936», está firmado por el señor Joan Santacana Mestre y es una breve reseña de la obra del señor Miquel Mir Serra, archivista, que lleva el grandilocuente título de Diario de un pistolero anarquista (Barcelona: Destino, 2007). Se trata de un asunto bien conocido: la violencia salvaje y purificadora a la que se entregaron las hordas libertarias tras la contención del golpe militar, contado en clave de thriller policial y enriquecido aquí con memoria familiar, puesto que el señor Santacana entreteje la crónica con el angustiado testimonio de una tía que vivió aquellos tiempos de terror en la Ciudad Condal.
Esta «historia de violencia, asesinatos, saqueos y sadismo», de cuya autenticidad el señor Santacana confiesa albergar alguna que otra duda, aunque es obvio que se la cree a pies juntillas, es fruto de un afortunado azar: en un domicilio inglés se halló, «en circunstancias fortuitas», el diario de un «presunto pistolero de la FAI» llamado José Serra. Hasta la intervención providencial del señor Mir, el diario, un cuaderno de cincuenta y ocho páginas de tapas negras «en el que José había escrito, a lápiz y con su vacilante ortografía, ya en el exilio londinense, la crónica atroz de esos años», había estado custodiado por los descendientes londinenses del ejecutor cenetista.
En este cuaderno, «hallazgo excepcional sin parangón en la historiografía de la guerra civil» según la sinopsis del libro, se detalla cómo se «forjó el alma de un pistolero de la FAI» entre guerras coloniales, militancia, torturas policiales y refriegas callejeras con los mercenarios de la patronal. Cuando sonó el clarín de la redención revolucionaria, José no vaciló en poner este bagaje al servicio de los grupos de acción anarquistas, «partidarios de pelear o matar patrones, capataces o cualquier pez gordo de la policía, políticos o militares».
Estrechamente familiarizado con las armas y bregado en el combate urbano, la violencia implacable y la clandestinidad, tras el estallido revolucionario de julio de 1936 la FAI le asignó, entre otras, la tarea de «entrar en las iglesias y saquear en ellas todo lo que tuviera valor, a fin de transportarlo a lugares previamente convenidos en el barrio de Poble Nou». En aquellos días de cólera popular, aprovechando que no había ley, «se dedicó al atraco indiscriminado de edificios religiosos, quedándose, él y su colega de saqueos, con parte del producto de las rapiñas». Cuando acababan con las iglesias y los conventos se dirigían a las casas de la burguesía para continuar con sus fechorías, llenando las alforjas con «plata, oro y joyas». A partir del mes de agosto de 1936, «la extorsión y el saqueo se sistematizaron y especializaron». Las casas de los ricos y sus fábricas fueron colectivizadas y pronto «se formó una estructura de saqueadores», resume el señor Santacana.
El relato se vuelve tenebroso cuando el pistolero confiesa haber participado en el asesinato de cuarenta y seis maristas ordenado por los anarquistas cerca del cementerio de Montcada. Según se afirma, la orden de la ejecución partió del dirigente cenetista Aurelio Fernández, ovetense de La Corredoria, quien comentó: «Buena caza, patrulleros. ¡Os felicito! ¡Cómo vais a disfrutar cazando a estos conejitos, os deseo buena puntería!». La medianoche del ocho al nueve de octubre sacaron a los maristas; tras hacerlos callar, los patrulleros «les contestaron que su trabajo era matarlos, y el suyo, morir».
El testimonio de «alguna madre, esposa o hija de detenido» que acudía a «los despachos y era engañada, expoliada e incluso violada, con la falsa promesa de entregarle a su ser querido» es la prueba fehaciente de la «existencia de equipos que actuaban sin el menor escrúpulo».
Al final de aquellos días de «terror, pólvora y sangre», derrotada la revolución, el asesino de la FAI escapó gracias a un pasaporte falso «expedido por sus camaradas», no sin antes haber sacado del país un suculento botín, fruto de sus pillajes, con la ayuda de un brigadista inglés que se dedicaba al contrabando.
«Lo más revelador de esta historia —concluye Santacana— es cómo ilustra que la violencia revolucionaria de la Barcelona del treinta y seis no tuvo nada de espontánea. Por el contrario, estuvo programada, organizada y jerarquizada. No fue obra de incontrolados, aunque, cuando yo comenté la existencia de este manuscrito a algunos colegas investigadores de este período, su respuesta fue que “probablemente era falso”. No sé si lo era. Pero mucho me temo que es auténtico, y que el miedo de mi tía, joven y rubia, en la Barcelona de 1936 no era en absoluto infundado».
Ciertamente, el señor Santacana deja un mínimo resquicio para la duda en relación a la veracidad del documento. Sin embargo, el testimonio de su tía y el poco crédito que concede a la opinión de sus colegas académicos reafirman su voluntad de creer: «Yo siempre creí exageradas aquellas historias, pero, con el tiempo, descubrí testimonios que tambalearon aquella convicción», declara, sin dar más detalles sobre esos testimonios.
Antes de continuar debo decir que la violencia, la destrucción de vidas humanas, es un tema de la máxima gravedad que no debe abordarse con frivolidad ni superficialidad. Por eso, en el caso que nos ocupa, es necesario analizar los hechos con precaución y tratar de comprender su naturaleza y alcance, las motivaciones que la excitaron y la atmósfera en la que se desarrolló. Así pues, antes de desarrollar una réplica creo que sería conveniente remitirse al libro original, Diario de un pistolero anarquista, para obtener una visión más clara del tono y las intenciones del autor.

Según se afirma en la obra del señor Mir, el colapso del aparato de gobierno republicano y la suspensión del monopolio de la violencia estatal provocadas por el golpe militar dio rienda suelta a los anarquistas para escenificar un macabro proyecto de destrucción y muerte. Su primer y a la postre decisivo delito fue no entregar las armas utilizadas para derrotar al ejército: «Todo el armamento que los anarquistas habían saqueado para luchar contra los militares no se retornó a los representantes de la República, sino que sirvió de auténtico contrapoder por parte del mundo obrero, capitalizado por la CNT-FAI».
El desorden general dio pie a que los anarquistas se hiciesen con una Barcelona «dominada por un gran desconcierto»; una ciudad en la que se establecieron «controles, más o menos improvisados, de barricadas», formados por «grupos de anarquistas armados hasta los dientes y con el fusil a la espalda, cuyo cometido era vigilar el paso de personas y vehículos». Si alguien tenía la osadía de pasar los controles sin un documento sellado por el «Comité Antifascista», la orden era «disparar o detener», en ese orden, supongo. En una de esas inspecciones, «cuando preguntaron el nombre de los que viajaban en un vehículo, uno de ellos se identificó con el nombre de Juan Rico. Al escoltarlo y no tener carné del Comité, lo cosieron a balazos porque no querían ricos de ninguna clase». Lo que deseaban los milicianos era «hacer una revolución, aunque la mayor parte fue mal entendida y aun peor explicada». «Tras el paso de las patrullas anarquistas», que cosían a balazos a todo aquel que portase el apellido equivocado, «todo era ruinas y desolación», relata, compungido, el autor.
La cuestión es que las armas mandaban en la ciudad proletaria y los libertarios se hicieron «los amos de la ciudad acatando las órdenes de unos dirigentes que señalaban a las víctimas para liquidar enemistades personales o revanchas sociales». Como la mayoría de aquellos obreros armados, José, nuestro pistolero escritor, «tenía un escaso, por no decir nulo, conocimiento de las leyes, y se tomaba la justicia por la mano». Pero si cometía todos aquellos actos reprobables, no era por temperamento o maldad, advierte Mir, sino porque «había dejado de ser amo de su voluntad, que había pasado a ser la de la patrulla y los patrulleros de la FAI, que sólo veían una cara de la verdad: la que les interesaba».
El vacío de autoridad fue aprovechado por los comités armados «para hacer de las suyas». Entre otras atrocidades, «se produjo una riada de saqueos que afectó a muchas tiendas, almacenes, hogares de clase media demócratas, catalanistas y republicanos, a los que los de la FAI llamaban gente bien. Muchos de ellos, asustados, se escondían en lugares seguros para refugiarse de las desagradables consecuencias o sencillamente para salvar el pellejo. Esa masa de gente eminentemente neutral, que posiblemente sólo deseaba la calma y la tranquilidad, se distanció para siempre del movimiento revolucionario».
La «absoluta ausencia de organización y disciplina hacía que sólo funcionara lo que se generaba desde la calle, y la calle no tenía amo». En ese contexto, «las venganzas personales hicieron estallar la revolución anarquista como una bomba de fragmentación, dirigida por los que tenían hambre de un cambio radical».
Ni los comités regionales de la CNT-FAI ni los de Mujeres y ni las Juventudes Libertarias se privaron de usar la violencia contra los inocentes; todos ellos expoliaron, «forzando las puertas de entrada con barras de hierro, los edificios que estaban frente a la sede de la calle Mercaderes, que daban a la Vía Layetana y eran propiedad de Fomento del Trabajo Nacional». Además, aplicaron la misma metodología a la «casa de Cambó, sede patronal que ya se había intentado asaltar sin éxito en 1931. Cinco años más tarde lo consiguieron, y lo primero que hicieron fue izar la bandera roja y negra de la FAI en el último piso, en un jardín».
Las expropiaciones a la gente bien no se detuvieron ahí. Los «patrulleros» aprovechaban «las casas embargadas para instalarse, solucionando así los problemas de vivienda»; y de paso, mataban el tiempo «organizando fiestas, vestidos con los trajes de gala y las joyas, comiendo viandas exquisitas, fumando habanos y bebiendo los mejores vinos y licores. Todo a imagen y semejanza de los que habían sido los más ricos y poderosos. La fuerza de las armas los convertía en amos y señores de la situación, con derecho a utilizar el patrimonio que pertenecía a la burguesía».
La liberación de presos de la Cárcel Modelo es otro de los episodios truculentos de esta crónica de la ignominia. Tras hacerse con «una gran cantidad de armamento al saquear el cuartel de la Maestranza en San Andrés», las armas se convirtieron en juguetes en manos de los «ladrones y asesinos» que se enseñorearon de la ciudad. A continuación, de forma contradictoria, el señor Mir dice que «para frenar estas acciones la CNT publicó una amenaza contra todos estos facinerosos que hicieran requisas o actuaran en beneficio propio, escudándose en las siglas CNT-FAI».
Esta medida no sirvió para contener el ansia de sangre de los anarcosindicalistas: «Barcelona se convirtió en un campo abierto para los ladrones que exigían a punta de pistola a los antiguos patrones, comerciantes o gente rica unas cantidades de dinero que la gente entregaba para poder conservar la vida. Por otra parte, los que no pagaban, se escondían o huían, ya que si eran cazados los mataban sin contemplaciones. Después, los familiares de las víctimas que sobrevivían, sólo se podían mover entre la sombra y el silencio. Nadie sabía nada».
La violencia anticlerical constituye el momento más dramático del relato. Escuchemos al señor Mir:
«En un convento encontraron un grupo de mujeres vestidas de calle, a punto de marcharse. Sorprendidas, con los labios pálidos y sin sangre, José y Tomás les preguntaron si eran monjas, y respondieron “servidoras no, señores”, con una voz que parecía decir “Ave María Purísima…” Al ver que los patrulleros se enfadaban y al oír los primeros reniegos, se asustaron y abrazándose, entre lloros, las unas a las otras, les dijeron que antes de perder la virginidad y ser profanadas, preferían morir en sacrificio como unas auténticas mártires de Nuestra Señora. Tomás les contestó que ya hacía rato que iban calientes y empalmados: “Os vamos a echar un polvito que os reconfortará”. Ellas, en su inocencia, interpretaron que las amenazaban con envenenarlas. Finalmente les dijo que habían tenido suerte de estar en manos de la FAI, ya que despachaban rápido los asuntos».
Naturalmente, todos aquellos «actos vandálicos contra la organización religiosa fueron muy mal vistos por parte de la población”; pero era tal la atmósfera de terror, que «se levantaban pocas voces entre los que iban a contemplar los destrozos. Nadie osó ponerse en contra de aquella locura porque todo el mundo estaba bastante asustado, preso de un sentimiento de impotencia y de no querer intervenir».
Estaba claro que el objetivo de los revolucionarios era borrar «el pasado de la historia y arrancarlo de raíz para no construir sobre cimientos podridos». Y con ese fin se instituyeron tribunales revolucionarios que «no eran neutrales»: la justicia anarquista trataba a sus enemigos como «fascistas y enemigos de la revolución», de tal forma que «el detenido nunca tenía quien le defendiera; pero lo peor era que las deliberaciones del Tribunal eran de obligado cumplimiento y ejecutadas la misma noche. Pronto se hizo público y notorio que el que entraba allí no salía si no era para darle “el paseíto”». Los pocos que pudieron salvar el pellejo «lo hicieron comprando su libertad con oro o una suma de dinero que, según decían, era para ayudar a la revolución. Si por casualidad se demostraba su inocencia, a los patrulleros tampoco les gustaba dejar testigos, por lo que pudiera pasar en el futuro».
Lo verdaderamente trágico es que la obra de estos asesinos que «pasaban de víctimas a verdugos» no fue más que un bárbaro y sanguinario ejercicio de violencia; «todo quedó igual» porque «estaban más pendientes de recaudar fianzas y poner multas, además de quedarse una parte de los registros que ordenaban, que de perseguir a los enemigos. El poder cambia a las personas».
*
Hasta aquí un sucinto recuento de hechos terribles que deprimen tanto como enardecen; porque, diga, lector, ¿qué odios son estos? ¿Quién se mantiene frío ante crímenes tan horrendos? A todos los que no estén al corriente de estos sucesos les resultará imposible no cerrar los puños y reprimir un gesto de rabia. Afortunadamente, siempre hay historiadores, o archivistas, dispuestos a recordarnos los peligros del extremismo, real o inventado. ¿Cómo extrañarse de que este retrato espeluznante, estas espantosas transgresiones cometidas por insaciables bebedores de sangre, causen una profunda repugnancia en hombres y mujeres decentes?
Sin embargo, analizado más de cerca, este relato, narrado sin talento literario ni rigor histórico, así como el propio diario, generan múltiples interrogantes. El más evidente es la autenticidad del diario. ¿Dónde se encuentra? ¿Se puede consultar? Si en realidad se trata de un diario bastaría con que se publicase íntegro con una introducción crítica; si es ficción, el señor Mir no debería enredar con la historia del hallazgo de un diario. Si es una mezcla de ambos, tendría que haberlo dejarlo claro. Lo cierto es que el libro exige una triple profesión de fe: debemos creer en la existencia del diario, del miliciano y en la buena fe del autor. Según se avanza en la lectura, estos tres fantasmas se evaporan.
Aquí no hay que atar cabos; las conclusiones vienen dadas: la CNT-FAI no tenía más objetivo que hacer rodar cabezas y los incontrolados, bandidos, asesinos y violadores, obedecían a un plan orquestado (¿por quién?). En este sentido, llama la atención que un académico como el señor Santacana no haya aplicado un mínimo filtro crítico en su lectura de los crímenes perpetrados por estos «demonios salidos del infierno, que saqueaban y mataban a todo el mundo». No tiene nada que decir sobre la minuciosa imprecisión y las falsas evidencias del señor Mir ni sobre el hecho, patente, de que se trate de una papilla de informaciones sin contrastar, carente de evidencia primaria, referencias a fuentes y aparato crítico y sembrado de errores garrafales. Más interesado en llegar a las mismas conclusiones que Mir, no le resulta sospechosa la narración de unos hechos que el autor conoce mal y expone peor.
Nadie con un mínimo sentido crítico y un conocimiento superficial de los acontecimientos de la Barcelona revolucionaria puede dar crédito a este melodrama mal hilvanado, saturado de falsedades siderales y afirmaciones tendenciosas. En este relato corrompido sólo hay trazo grueso, injuria y juego sucio que transparentan el desprecio del autor por la revolución social. El insistente empeño por imponer la caricatura del anarquista como perro rabioso se deja guiar por un tono plañidero que, entre otras cosas, dispensa muy oportunamente al autor de dar a conocer sus fuentes. Basta una sucesión de hechos sanguinarios tratados de forma sensacionalista para seguir emparentando al movimiento libertario español con el terrorismo. De paso, se refuerza el prejuicio del anarquismo como doctrina que se desenvuelve de un clima de desorden.
Lo cierto es que este panfleto escrito por un excargo de Esquerra Republicana posee cierto interés desde el punto de vista ideológico. Para la óptica republicana, la narración del ajetreo de estos asesinos oportunistas apuntala la naturaleza irracional de un tiempo que no debería repetirse, y compite con un chusco pseudorrevisionismo franquista en la denigración de una las más profundas revoluciones sociales de la era contemporánea. De hecho, el pistolero del señor Mir ha servido de apoyatura a Jesús Palacios, exmiembro de una organización nazi, y al desatado neofranquista Stanley Payne para componer una descacharrante hagiografía de Franco (Franco: una biografía personal y política, Barcelona: Espasa, 2014). Como se ve, los «asesinos de la memoria» (Vidal-Naquet) no militan únicamente en las filas de la reacción.
(2) Un pistolero desarmado
En «El caso Mir o el odio clerical a los anarquistas. De la novela a la crónica, de la crónica al libelo, del libelo a la historia basura», y en «Memorias de un pistolero de al FAI y la crónica de la Barcelona anarquista», Agustín Guillamón, un dedicado investigador de la Barcelona revolucionaria, se ha encargado de desnudar el libro de Mir y poner al descubierto todas sus inconsistencias. En estas dos respuestas, Guillamón, que no esconde su simpatías pistoleras, denuncia la colección de imprecisiones, errores, medias verdades y manipulaciones que contiene el libelo, y, a diferencia del autor, adopta un tono polémico apoyándose en fuentes primarias. Sin pretender sustituir la lectura de los artículos de Guillamón, reproduzco a continuación algunos de los errores más vistosos de Mir, que iría corrigiendo en las sucesivas versiones del libro.
En primer lugar, además de magnificar la violencia revolucionaria sin un mínimo trasfondo histórico con el objetivo de conseguir un impacto emocional en el lector, Mir prescinde de cualquier descripción de los antecedentes y las motivaciones de los actores. Este descuido se debe a un conocimiento sumario y vacilante de los acontecimientos, como demuestra en numerosas ocasiones. Por ejemplo, afirma que Josep Sierra estaba integrado en la sección doce de las Patrullas de Control, aunque, como le recuerda Guillamón, únicamente había once secciones, cada una de ellas con un responsable. En total, había cuatro responsables de la CNT, tres del PSU y cuatro del partido del señor Mir, Esquerra Republicana.
En segundo lugar, las Patrullas de Control no eran, como él cree, un órgano de control de la FAI. Los grupos armados dependientes de la CNT-FAI eran los Comités de Defensa y los Servicios de Investigación e Información, no las Patrullas de Control, vinculadas a la dirección del Comité de Investigación del Comité Central de Milicias Antifascistas, presidido por un miembro de la FAI, Aurelio Fernández, y por Salvador González, del PSUC. Posteriormente pasaron a depender de la Consejería de Orden Público. De sus setecientos integrantes, sólo la mitad aproximadamente eran libertarios, muchos de los cuales, en virtud de una arraigada cultura anti policial, se mostraron reticentes a ejercer de gendarmes; el resto pertenecían al PSUC, a Esquerra Republicana de Cataluña, al POUM y a la UGT. En conclusión, las Patrullas de Control estaban compuestas por miembros de organizaciones políticas antifascistas, no exclusivamente anarquistas.
En lo referente a sucesos menores en el libro, como la muerte de Durruti, Mir resbala en las fechas y traza un relato incorrecto cuajado de gazapos fácilmente demostrables, como el hecho de que no fue enterrado el mismo día del cortejo fúnebre, porque el féretro no cabía en la fosa. También afirma que hubo tres ministros cenetistas en el gobierno de largo Caballero, cuando en realidad fueron cuatro. Asegura igualmente que durante los Hechos de mayo de 1937 Juan Negrín envió desde Valencia ochenta camiones que llegaron a Barcelona el 7 de mayo, aunque la orden no partió de Negrín, que accedió a la presidencia de la República el día 17 de mayo, sino de Largo Caballero.
Pero como ha destapado Guillamón, estos deslices de Mir son insignificantes comparados con la manipulación consciente del testimonio de Josep Asens, miembro de la FAI y uno de los delegados de las Patrullas de Control, para hacerlos encajar en su historia. Así, en sus memorias, donde Asens afirma: «En el mes de febrero de 1937 hice un viaje a Francia y Suiza», Mir escribe: «En octubre de 1936 hice un viaje a Francia y Suiza». Esta grosera falsificación, así como el hecho de que Guillamón no haya encontrado en los archivos a ningún patrullero con el nombre de José Sierra, debería cerrar el debate sobre el libro.
Pero sigamos. Veamos ahora con más detalle la cuestión de la violencia. En las ciudades donde los obreros derrotaron militarmente a los sublevados, la suspensión del monopolio legal de la violencia por parte del Estado favoreció la emergencia de un universo de viejos rencores y cuentas pendientes que se saldaron de forma expeditiva. Hubo, nadie lo niega, venganzas personales, crímenes y asesinatos comunes, pero la verdadera naturaleza de la violencia política de julio de 1936 no tiene nada que ver con las historias de terror sádico que tratan de hacer pasar por normalidad revolucionaria.
Es necesario recordar que tras la contención del golpe por los obreros se perfiló un escenario urbano poblado por quintacolumnistas, francotiradores, saboteadores y espías que generó un enorme pánico entre la población. A esto hay que agregar la conmoción por las noticias sobre la represión militar que empezaban a llegar desde los territorios donde los golpistas habían obtenido la victoria. Es cierto que en esos días Solidaridad Obrera proclamó el ojo por ojo, diente por diente; pero esa llamada a la vendetta fue excepcional. La CNT condenó desde el momento mismo de la derrota de los militares los crímenes particulares, y pasados los primeros instantes de caos, estupor y desconcierto, se exhortó a los trabajadores a poner fin a los pillajes y los ajustes de cuentas personales.
El día 30 de julio, Tierra y Libertad avisaba de que todo aquél que fuese sorprendido en actos de saqueo y tomándose la justicia por su mano sería fusilado. Ese mismo día, la Federación Local de Sindicatos Únicos de Barcelona y el Comité Regional de Cataluña de la CNT publicaron en Solidaridad Obrera lo siguiente: «Se están sucediendo en Barcelona una serie de registros domiciliarios, seguidos de detenciones arbitrarias y consecuentes fusilamientos, ejecutados la mayoría de ellos sin causa alguna que justifique tal medida, hasta el extremo que en esta Federación Local sospechamos que los ejecutores son gente que obra a capricho y quizás pagada por el fascismo para sembrar el pánico y el terror, y que desde luego, no tiene nada de común con nosotros». La nota proseguía: «Estamos de acuerdo en que en todos aquellos casos que sean debidamente justificados se proceda inexorablemente y sin contemplaciones de ninguna clase» a la expropiación revolucionaria. Después se indicaba que cuando los trabajadores se topasen con las fábricas cerradas «por los burgueses», debían dirigirse a la Federación Local para proceder a «la incautación con las formalidades legales de precisión». Ante todo, «la lucha contra el fascismo» y la consecución de un «orden revolucionario” implicaba la existencia de “justicieros conscientes»: «¡Asesinos, nunca!».
La condena del bandidaje no eran meras palabras. La CNT dejó claro que no toleraría «registros domiciliarios» o «actos en contraposición con el espíritu anarquista», y todo aquél que fuese sorprendido en actos de rapiña sería fusilado. Fue el caso de Joseph Gardenyes, del Sindicato de la Construcción de la CNT de Barcelona, y el de Manuel Fernández, del Sindicato de Alimentación: tras desoír reiteradamente los avisos recibidos sobre sus actividades delictivas fueron ejecutados por la propia CNT a finales de julio. Un año después, en julio de 1937, la central anarcosindicalista ajustició a Lucio Ruano, que llegó a asumir el mando de la Columna Durruti, acusado de ser el autor de varios asesinatos y robos, por «dignidad confederal». Así pues, estamos lejos de poder afirmar que el «atraco indiscriminado», los saqueos y las rapiñas formaron parte de una estrategia «programada, organizada y jerarquizada».
Por otra parte, destacados militantes y dirigentes anarcosindicalistas incidieron en la necesidad de obrar según los códigos de una moral revolucionaria. Joan Peiró, secretario general de la CNT, alertó en Peligro en la retaguardia sobre el carácter contrarrevolucionario de la violencia indiscriminada. «¿Cree alguien […] que cometiendo actos de violencia se despertará en la mente de nuestros campesinos el interés o el deseo hacia la socialización? ¿O quizás aterrorizándolos de este modo captarán el espíritu revolucionario que prevalece en las ciudades?», se preguntaba.
Sus esfuerzos no le sirvieron de mucho en la derrota: Joan Peiró fue capturado en Francia por la Gestapo, que colaboraba con la policía franquista, y torturado en la Dirección General de Seguridad en Madrid. Tras rechazar la oferta de organizar el Sindicato Vertical franquista, fue asesinado en Valencia en julio de 1942.
Melchor Rodríguez, responsable por el cese de las sacas republicanas en Paracuellos, tuvo más suerte, ya que algunos gerifaltes del franquismo le debían la vida a su valiente resistencia a los linchamientos populares como represalia a los bombardeos de civiles. En la actualidad, ni siquiera el Abc tiene inconveniente en glosar la figura del ángel rojo, una anomalía entre los perros rabiosos, una anomalía española, bien entendido: Melchor Rodríguez fue el «Schindler español», «un Quijote», «un español universal» que salvó de la turba enloquecida a prohombres como Rafael Luca de Tena, Sánchez Mazas, Serrano Suñer, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo, Ricardo Zamora o Muñoz Grandes. Era un hombre humanitario; en el fondo era un cristiano, no un anarquista. Por cierto, Melchor Rodríguez también poseía un carné de la FAI.

Volviendo al libro del señor Mir, resulta patente su uso torticero e indebido de los testimonios. Cuando no encajan en su relato, no duda en omitir pasajes que lo comprometan. Así, se cuida mucho de reproducir párrafos en los que Asens se refiere al trato dispensado por las Patrullas de Control a los detenidos: «En ningún momento se maltrató a ningún preso. Todos los hombres que formaban parte de las Patrullas de Control habían sufrido encarcelamientos y también apaleamientos de parte de la policía del Estado, y también de la policía de la Generalidad de Cataluña, antes del 19 de julio, por haber sufrido malos tratos y por ser Libertarios, detestaban tales procedimientos; así que jamás utilizaron tales procedimientos criminales con los detenidos».
Desde luego, este testimonio debe ponerse en sordina, como todas las memorias de los protagonistas. Esta prevención elemental obliga al historiador a extremar el cuidado y contrastar la información con fuentes primarias fidedignas, pero no a obviarlas. En este sentido, el señor Mir debería estar al corriente de que tanto los recuerdos personales como los diarios constituyen documentos de la memoria, no de la historia; resulta, pues, perfectamente ilegítimo querer hacer pasar por historia lo que es memoria.
A diferencia de los sublevados, la Revolución carecía de un plan de eliminación sistemática de la burguesía como clase. Lo demuestra el hecho de que muchos patrones continuaron trabajando en sus fábricas colectivizadas, siempre que aceptasen la igualdad salarial y el abandono de los cargos de mando. Para corroborarlo, disponemos también del testimonio de empresarios que salieron vivos y coleando de los interrogados de los servicios de seguridad comandados por el malvado Manuel Escorza del Val. (Para hablar con más conocimiento de causa sobre el «duro y violento» Escorza, véase Dani Capmany: El eco de las muletas: una aproximación a Manuel Escorza del Val, Piedra Papel Libros, 2018).
El análisis de la documentación disponible ha establecido que la violencia en el campo republicano fue dirigida y controlada por las autoridades en mucha mayor medida que los grupos revolucionarios. Y aquí debemos incluir la implacable represión republicana del movimiento libertario y del POUM tras los Hechos de Mayo de 1937. Además, resulta sintomático que la incomparable fecundidad de los denunciadores de los incontrolados que seguían instrucciones precisas de la CNT no alcance a explicar el terror revolucionario registrado en zonas donde el anarquismo no era hegemónico o poseía una débil implantación. Y que, en su esfuerzo por responsabilizar en exclusiva a los libertarios de todos los crímenes cometidos —que sin duda los hubo, y en ocasiones terribles—, omitan igualmente que otras fuerzas políticas contaban con sus propios servicios de seguridad, como el de Esquerra Republicana, ubicado en el Centro Federal del Paseo de Gracia, bajo al dirección de Josep Soler Arumí, donde no se impartían precisamente cursillos de derechos humanos.
*
Dejemos ahora las suposiciones de nuestros autores y apresurémonos a dejar claro que la violencia revistió en julio de 1936 un carácter de justicia revolucionaria. Para comprender la naturaleza de esta violencia sin caer en su glorificación ni aplaudirla con una impasibilidad que hiela la sangre, es preciso identificar tanto a sus víctimas, señaladas como enemigos del común, «fascistas y enemigos de la revolución» en palabras de Mir, como a los encargados de ejercerla.
En efecto, la violencia revolucionaria no tuvo nada de circunstancial o incontrolada; fue, antes, un ejercicio de autodefensa del proyecto de sociedad macerado durante décadas en los barrios barceloneses y combatido a sangre y fuego por sus enemigos naturales: la patronal, la Iglesia y el Estado. En este punto corremos el peligro de interpretar erróneamente los acontecimientos si ignoramos que los Servicios de Investigación y Vigilancia emanaron de los comités locales de defensa ya existentes. Sus componentes, así como los miembros anarquistas de las Patrullas de control, procedían de los barrios obreros protegidos por códigos de sociabilidad local y una cultura de apoyos comunitarios que constituía una economía moral en el sentido que le atribuyó E. P. Thompson.
Cuando el ejército fracasó en su tentativa de someterlos por las armas, los trabajadores fueron conscientes de que no había vuelta atrás. Las primeras noticias el sobre el terror exhibido por los sublevados confirmaron plenamente esta intuición. Y más cuando se supo que uno de los cabecillas del golpe era Francisco Franco, el mismo general que había reprimido con saña la revolución asturiana de 1934: «Todo el daño que os han hecho los bombardeos del aire y las armas de las tropas, son nada más que un simple aviso del que recibiréis implacablemente si antes de ponerse el sol no habéis depuesto la rebeldía y entregado las armas. Después iremos contra vosotros, hasta destruiros sin tregua ni perdón. REBELDES DE ASTURIAS ¡RENDIOS!», amenazaba una octavilla de la Segunda República a los insurgentes.
Los trabajadores guardaban memoria de estos hechos y es una ingenuidad pensar que en esta situación excepcional el comportamiento antisocial de patrones, religiosos, militares, miembros del somatén y de los sindicatos libres o policías sería olvidado. En vista de los procedimientos del régimen (partido único, terrorismo de estado, eliminación física de disidentes, violencia como práctica política), no parece que los trabajadores estuviesen equivocados.
Los asesinatos planeados de miembros de la CNT-FAI mediante la aplicación de la ley de Fugas, la represión gubernamental ejercida al amparo ley de Defensa de la República y el recurso a los tribunales militares para juzgar a los cenetistas como alteradores del orden público estuvieron muy presentes en el ánimo de los trabajadores cuando se hicieron con el control de la ciudad. Como señala Ealham, para los artífices de la represión durante la monarquía y la República, así como para sujetos considerados insociales, los proxenetas y los traficantes, no hubo perdón. Todos ellos fueron eliminados con la aprobación popular, del mismo modo que en abril de 1936 lo había sido Miquel Badia, el Capitán Cojones, jefe de la policía de Barcelona y notorio torturador y patrocinador del asesinato de anarquistas que el señor Quim Torra ha elogiado como «uno de los mejores ejemplos de independencia». Junto con su hermano Josep, Miquel Badia se rodeó de Escamots, una organización paramilitar racista y filofascista a modo y semejanza de los squadristi de Mussolini, que tuvo un gran protagonismo como revientahuelgas de la CNT y represores confederales. Queda la duda de si el señor Mir incluye a los hermanos Badia entre la clase media de «demócratas, catalanistas y republicanos, a los que los de la FAI llamaban gente bien».
El apoyo inequívoco y entusiasta al golpe fue un argumento más para que la Revolución señalase a la Iglesia católica como enemigo de clase. Es evidente que los obispos españoles entendían mucho mejor que los historiadores el significado de una guerra de clases que patrocinaron con entusiasmo:
«Es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia, sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo, que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Órdenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe».
En consecuencia, «para centrar las cosas en el quicio de la justicia», los jerarcas eclesiásticos, en tanto que «obispos y españoles», se mostraron «dispuestos a colaborar» con quienes se esforzaban «en reinstaurar en España un régimen de paz y de justicia». Y para llevar a cabo tan loable fin, el cardenal Gomá no tuvo más remedio que reconocer que «no había más recursos que el de la fuerza». A España «no le quedaba más que esta alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor», o intentar un «esfuerzo titánico de resistencia» para «librarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales». (Carta Colectiva de los Obispos españoles a los Obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España, redactada el 1 de julio de 1937 y publicada en agosto del mismo año). Cuando Gomá hablaba de «librarse del terrible enemigo», no se valía de la retórica.
Por consiguiente, amén de su inveterada trayectoria como aliada del poder, fue su condición de enemiga política de los trabajadores, en muchos casos abiertamente fascista, lo que atrajo la ira popular sobre la Iglesia católica. Gran terrateniente, engarzada en el aparato de Estado, financiadora de pistoleros que asesinaron a militantes confederales y omnipresente en la vida de los obreros a través del control del sistema educativo (escuelas, reformatorios y correccionales), la Iglesia fue uno de los pilares de un orden social virulentamente opresivo con los de abajo y enemigo jurado del proyecto de autogobierno popular.
Sobre la destrucción de iglesias, Chris Ealham apunta que el destino de muchas de ellas salió de asambleas comunitarias. Cuando, por el contrario, se decidía preservar algún edificio eclesiástico se pegaban en sus paredes carteles que decían: «Pueblo, este edificio es tuyo, respétalo» (Chris Ealham: El «urbanismo revolucionario» en Barcelona, 1936-37: clase, cultura y poder).
Detengámonos ahora en un pasaje del libro de Mir donde sostiene que los asesinatos arbitrarios «hicieron mucho daño a la causa anarquista, ya que muchas personas que hasta entonces eran apolíticas empezaron a considerar justa la represión fascista. Precisamente a raíz de los excesos y abusos, el Comité Central de Milicias fue perdiendo credibilidad. Los propios anarquistas más moderados reconocían que aquellos asesinatos no podían continuar. Había que dar un sentido a la revolución». Esto es muy grave. Mir invierte y falsea la realidad haciendo creer que fue el movimiento libertario quien comenzó las matanzas, reservando a los militares sublevados el despliegue de una violencia reactiva. No solamente no fueron del mismo orden: tampoco poseían la misma esencia.
El golpe militar respondió a una voluntad de exterminio físico del enemigo. Dejemos que sea el general Mola, el Director, quien nos ilustre al respecto en su Instrucción Reservada Nº 1: «Las circunstancias gravísimas por las que atraviesa la Nación, debido a un pacto electoral que ha tenido como consecuencia inmediata que el Gobierno sea hecho prisionero de las Organizaciones revolucionarias, lleva fatalmente a España a una situación caótica, que no existe otro medio que evitar mediante la acción violenta»; «Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los Partidos Políticos, Sociedades o Sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándoseles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas». Esta instrucción está fechada en abril-mayo de 1936, por lo que no cabe hablar de reacción de los golpistas.
El salvajismo de los militares fue palpable desde el momento mismo del golpe, como lo atestigua la violencia que se abatió sobre los miembros de organizaciones obreras y partidos políticos no afines al nuevo régimen en las zonas donde no hubo guerra. Aquí habría que mencionar la violencia sexual contra las mujeres y la profanación de cadáveres, consentida y estimulada por los sublevados: «Algunos oficiales alemanes, al servicio del general Franco, se dieron el gusto de fotografiar cadáveres castrados […] Franco se vio en la obligación de mandar a Yagüe que cesaran las castraciones y los ritos sexuales con el enemigo muerto». (R. Tenorio: «Las matanzas de Badajoz», Tiempo de Historia, núm. 56 [julio de 1979], p. 4). En octubre de 1940, concluida la guerra, hasta el mismísimo Himmler se sorprendió de la virulencia represora de los vencedores durante una visita a España. Como se ve, los obreros no se equivocaban acerca de lo que les esperaba.
En consecuencia, resulta inadmisible afirmar que las represalias de los sublevados constituyeron actos de venganza por los crímenes republicanos o actos de guerra: esa violencia fue planificada y ejecutada sin vacilaciones durante la guerra y a lo largo del franquismo. La violencia legal y la represión fueron un componente esencial del golpe y del régimen franquista, e incluso más allá, si llevamos en cuenta que instituciones represivas como el Tribunal de Orden Público (TOP) fue disuelto —o diluido, mejor dicho, en la Audiencia Nacional— en enero de 1977.
Según las cifras del régimen, a finales de 1939, 270.000 hombres y mujeres se apiñaban en las cárceles franquistas, donde además de las ejecuciones y los suicidios muchos presos perdieron la vida por palizas y hambre (en los campos de concentración de Franco se administraba un contenido calórico inferior al de los campos de exterminio nazis). Según Viñas, en términos absolutos y relativos, la dictadura de Franco fue en tiempos de paz más represiva contra su propia población que los fascismos europeos. Esto nos permite afirmar que la represión franquista tuvo un carácter terrorista similar al del nazismo alemán o el fascismo italiano.
(3) El barrio contra el Estado
Cambiando de asunto, aunque sin abandonar la violencia revolucionaria, en un momento dramático de la narración el señor Mir escribe que «la fuerza de las armas» convertía a los revolucionarios «en amos y señores de la situación» y esa capacidad de intimidación les concedió el «derecho a usar el patrimonio de la burguesía». Aquí, su incapacidad para juzgar objetivamente la revolución le lleva a lamentar que el proletariado en armas procediese a la expropiación de una burguesía que se había levantado militarmente contra él. Me pregunto qué piensa el señor Mir que deberían haber hecho los trabajadores: ¿someterse a la autoridad de una República «democrática de trabajadores de todas clases» que no les había tratado con especial cariño (Casas Viejas 1933, Asturias 1934, creación de un cuerpo policial de élite como la Guardia de Asalto, legislación represiva, negligencia a la hora de purgar el ejército de elementos ultramontanos, incumplimiento de las promesas de reforma agraria) y que en una hora tan decisiva, mientras negociaba entre bastidores con los organizadores del golpe, se negaba a armar a los trabajadores? ¿Y a quienes debían entregárselas? ¿A Casares Quiroga? ¿Qué movimiento revolucionario entrega las armas en el momento en que se halla en disposición de llevar a cabo la revolución social? Pretender que tras la victoria sobre un ejército golpista, el proletariado en armas —recordemos: trabajadores, no mercenarios ni militares profesionales— deponga las armas y se las entregue al gobierno que se las había negado previamente es una interpretación bastante estrambótica de lo que es una situación revolucionaria.

Sin embargo, debemos reconocer que en un aspecto el señor Mir acierta plenamente: con las expropiaciones, la Revolución solucionó los «problemas de viviendas». A partir de una rica base documental, Chris Ealham ha estudiado con rigor y originalidad (La lucha por Barcelona: clase, cultura y conflicto, 1898-1937, Madrid: Alianza, 2005) las densas tramas de solidaridad barrial articuladas durante décadas por el movimiento libertario barcelonés, esenciales para comprender las expropiaciones y la colectivización de la economía.
En julio de 1936, tras la organización de Comités de Aprovisionamiento y comedores de barrio que garantizaron la alimentación de los barrios, se ocuparon los edificios «de los ricos», pero no para organizar «fiestas, vestidos con los trajes de gala y las joyas, comiendo viandas exquisitas, fumando habanos y bebiendo los mejores vinos y licores», a «imagen y semejanza de los que habían sido los más ricos y poderosos», sino para cobijar a vagabundos, refugiados y ancianos, una forma original de erradicar sin papeleo ni burocracia la mendicidad en una ciudad en la que, como recuerda Ealham, existían 30.000 personas sin hogar y 40.000 pisos vacíos. Además de acoger a necesitados, las viviendas de lujo se reconvirtieron en centros de atención médica, escuelas y bibliotecas nutridas con fondos confiscados en edificios religiosos; por su parte, algunas iglesias fueron transformadas en bibliotecas, hospitales, almacenes, cines, cafés, centros de detención y centros de alfabetización de mayores.
No sólo se llevaron a cabo redadas en barrios de clase alta, donde se requisaron viviendas y autos. También se destruyó el patrimonio material de los apoyadores extranjeros del golpe; y en el exterior de las empresas foráneas simpatizantes con los sublevados se hicieron piras alimentadas con el mobiliario. En estos casos, con el fin de desestimular posibles tentaciones, la CNT colocaba un bando en la fachada de los edificios en el que se leía: «Estos muebles son propiedad de extranjeros que han perdido la honra. No pierdas la tuya cogiéndola».
El derecho a la ciudad reivindicado por los trabajadores incluyó la expropiación de bancos y lugares simbólicos como la Casa Cambó, matriz de la patronal, reconvertida en Casa CNT-FAI. La Casa Cambó alojaba los archivos de Fomento del Trabajo y la Lliga Regionalista, es decir, la memoria de la patronal y de la derecha reaccionaria y catalanista de Cambó, quien no sólo contribuyó con fondos al golpe militar, sino que organizó, tras el fracaso de la sublevación, un servicio secreto en Francia, el Servicio de información de Fronteras del Nordeste de España (SIFNE), que acabaría integrando el Servicio de Investigación y Policía Militar (SIPM) franquista.
De los archivos de la Casa Cambó salió buena parte de los nombres que engrosarían las listas de personas que serían interrogadas y represaliadas. Allí aparecían los datos de individuos como Josep Bertrán i Musitu, ministro de Gracia y Justicia en el reinado de Alfonso XIII, fundador de la Lliga, jefe del Somatén, conspirador contra la República desde 1931 y uno de los organizadores del SIFNE en contacto directo con el Servicio de Inteligencia Militar nazi (Abwehr).
Siguiendo con el proceso revolucionario, sin duda la colectivización más espectacular fue la del Hotel Ritz, rebautizado Hotel Gastronómico Nº1 por los Servicios de Asistencia. En los registros documentales y fotográficos se pueden ver los amplios comedores del magnífico hotel ocupados por milicianos, sin techo, pobres, marginados, obreros y artistas. Ningún símbolo revolucionario resulta más potente que la imagen de obreros y vagabundos ataviados con ropas humildes cogiendo la cuchara como si fuese una pala rasera en uno de los feudos más espectaculares de la gran burguesía. Es posible que a usted, lector, como al señor Mir, le horrorice la imagen de los de abajo invadiendo los espacios de las elites. Está en su derecho, pero no le será posible ignorar la Revolución y su alcance sin menoscabar su honestidad.
¿Improvisación? En absoluto. Es imposible abastecer una ciudad de más de un millón de habitantes, construir escuelas, organizar milicias, proceder a una reconversión industrial para atender a las nuevas necesidades bélicas (Hispano Suiza), multiplicar la actividad cultural de los ateneos o colectivizar tres mil empresas, los servicios médicos y los medios de transporte sin una experiencia previa. Eso no se improvisa. Se necesita un plan y hombres y mujeres preparados. El golpe militar no cogió en absoluto desprevenido al movimiento libertario, que ya en enero de 1935 había creado un Comité Local de Preparación Revolucionaria integrado por los Comités de Defensa y responsable, junto con los miembros de seguridad del Estado leales a la República, de la derrota del Ejército en las calles de Barcelona el 19 de julio del 36.
La guerra civil no fue una guerra de hermanos, sino que surgió del choque de diversos proyectos sociales: por un lado, el proyecto de la plutocracia, sus satélites políticos y gran parte del clero y del ejército que contenía un plan de exterminio del proletariado revolucionario: por otro lado, el de la burguesía enmarcada en el Estado liberal, y, por último, el proyecto emancipador anticapitalista del movimiento obrero, mayoritariamente libertario.
*
El habitual y cómodo recurso de sobredimensionar la violencia libertaria ha prescindido del análisis del entramado de relaciones y prácticas de solidaridad y reciprocidad de la clase trabajadora agrupada en torno a la CNT. Sin un conocimiento mínimo de esas estructuras comunitarias y redes de solidaridad vecinal fraguadas a lo largo de varias décadas, nuestra visión de la obra revolucionaria derivará necesariamente en la criminalización y la condena sumaria. Se comprende así que este debate, guiado por la ignorancia o la mala fe, haya dado frutos tan lamentables como la historia del pistolero.
Pocas veces se pone de relieve que, más allá de sus métodos combativos, lo que singularizaba a la CNT era su capacidad integradora. En el caso catalán, la central anarcosindicalista acogió en su seno tanto a trabajadores como a víctimas de desahucios, sintecho e inmigrantes regionales, los murcianos, blanco del racismo de organizaciones políticas como Esquerra Republicana, lo que hizo que en ocasiones los propios militantes cenetistas se denominasen a sí mismos murcianos. Acontecimientos como la huelga de la Canadiense, donde un incidente laboral menor desembocó, gracias a una espectacular exhibición de solidaridad promovida por los trabajadores anarcosindicalistas, en una huelga general que paralizó Barcelona durante cuarenta y cuatro días y acabó con la concesión de las ocho horas, consolidaron el prestigio de la CNT entre la clase obrera y acabaron de convencer a la patronal de que el pistolerismo era una buena opción para acabar con el anarcosindicalismo.
Este tipo de actitudes contribuyeron a crear un contrapoder popular al margen del Estado que vertebró la vida de los barrios obreros más allá de la esfera laboral. Ateneos, escuelas racionalistas, guarderías, cooperativas de consumo, organizaciones sanitarias obreras o de cuidados mutuos son sólo algunas de las creaciones del vasto proyecto libertario de auto educación. Ealham ha rescatado algunos ejemplos de esta cultura obrera que nos ayudan a entender el espíritu que la animaba. En Sant Adriá, un barrio obrero de las afueras de Barcelona, se recaudaron fondos para la creación de una cooperativa de la CNT. Con el dinero disponible, miembros voluntarios del sindicato de la construcción erigieron un edificio que albergaba clases nocturnas y representaciones teatrales, así como una librería, una panadería y una tienda que vendía productos de calidad a precios de coste, lo dio lugar a una red de consumo ajena al mercado. Este tipo de iniciativas, gestionadas de forma asamblearia, fue determinante a la hora de inspirar «un sentimiento democrático en los militantes». Un militante lo resumía así: «Vivo en L’Hospitalet desde los veintidós meses, soy andaluz y todo lo aprendí de los anarquistas. Tenía catorce o quince años y no sabía ni leer ni escribir. Aprendí en una escuela nocturna organizada por los libertarios».
Repasando los debates de la época y las inquietudes del movimiento libertario, sorprenden tanto su actualidad como la lucidez y radicalidad de las propuestas. Ya en los años treinta se produjeron discusiones sobre desahucios, urbanismo represivo, ecología, maltusianismo, nudismo o inmigración. (Sobre estos aspectos ver: Pere López Sánchez: Un verano con mil julios y otras estaciones. Barcelona: de la Reforma Interior a la Revolución de Julio, Siglo XXI, 1993; y Rastros de rostros en un prado rojo (y negro): Las Casas Baratas de Can Tunis en la revolución social de los años treinta, Virus, 2013; Eduard Masjuan: La ecología humana en el anarquismo ibérico: urbanismo «orgánico» o ecológico, neomaltusianismo y naturismo social, Icaria, 2000). Desde luego, las bases cenetistas no esperaban, ni aceptaban, recoger las migajas del Estado o depender de la caridad de un empresario multimillonario, y su defensa de la autogestión se basaba en el entendimiento de que los intereses del patrón no podían coincidir con los de los obreros.
Este autoaprendizaje no hubiera podido afianzarse sin los estrechos lazos comunitarios creados por una cultura local de apoyo mutuo que, a pesar del secular antimilitarismo y antibelicismo anarquista, segregó sus propios órganos de defensa contra la explotación patronal y los ataques policiales. Fue de esa sociabilidad barrial de donde surgieron los grupos de abastos y de autodefensa, es decir, los grupos de acción, que posteriormente se transformarían en los Comités de Defensa. Los grupos de acción confederal tenían el cometido de dar respuesta a la violencia estatal y patronal (la lista es abundante: ley de Fugas, Bravo Portillo, Arlegui, Martínez Anido, el Fichero Lasarte, el Somatén, el Sindicato Libre, el barón Köening…). Encargados de eliminar patrones particularmente crueles o políticos responsables de la represión de los trabajadores, también ejecutaban acciones contra los pistoleros del Sindicato Libre de la Patronal, miembros del orden, policías, confidentes, esquiroles, rompehuelgas y agentes provocadores.
Estos grupos acción, formados por afinidad personal, se sumergían en el entramado organizativo que hemos mencionado (ateneos, cooperativas, escuelas racionalistas) y contaban con el beneplácito de las bases. Durante los años más duros de la monarquía y la dictadura de Primo de Rivera la incursión de estos grupos de trabajadores en el terreno del ilegalismo permitió mantener a las familias de presos políticos, financiar imprentas, bibliotecas y guarderías. Las expropiaciones, denominadas jocosamente compras proletarias, eran interpretadas como golpes económicos a la burguesía mediante los cuales se procedía a la reapropiación de la plusvalía por parte de los trabajadores.
Los actos ilegales como la requisa de alimentos o la reapropiación; el robo, si se prefiere, de dinero, eran un modo de invertir en el barrio, de dar soporte a las familias necesitadas y financiar la lucha. Estos grupos contaban con el favor de los vecinos, que les proporcionaban apoyó y escondrijos secretos, lo que resultó, como sostiene Ealham, en la forja de un «alto nivel de rectitud» entre sus miembros. Los grupistas obedecían a códigos morales que les impedían quedarse con los botines como vulgares ladrones y si eran detenidos raramente denunciaban o confesaban. Esa rectitud moral continuó después de la guerra: tras la derrota, el guerrillero anarquista José Luis Facerías entregaba a la CNT en el exilio el fruto íntegro de sus espectaculares golpes económicos a la burguesía franquista catalana.
No obstante, y a pesar de que para la militancia la violencia tenía un carácter instrumental, sus efectos no dejaron de ser debatidos, como se desprende de la condena y el abandono, por ineficaz y contraproducente, del insurrecionalismo de la catastrófica gimnasia revolucionaria llevada a cabo durante la República. Una elite obrera militarizada podía caer en la tentación de hacer de la violencia su modo de vida, inclusive tras la revolución. Este hecho evidencia que la discusión sobre la violencia y el ilegalismo estuvo presente en el movimiento libertario.
Errico Malatesta escribió que «renunciar a la violencia liberadora cuando esta es la única manera de poner fin al sufrimiento diario de las masas y a las crueles tragedias que azotan la humanidad sería responsabilizarse de los odios que se lamentan y de los males que del odio surgen». Contenido el golpe, los trabajadores organizaron las milicias populares que fueron al encuentro de los sublevados en Aragón, mientras los Comités de Barrio tomaban el pulso de ciudad y ponían en marcha un proceso revolucionario largamente acariciado. Fue en ese momento cuando las palabras de Malatesta cobraron sentido para las bases revolucionarias.
No sigo, lector. Dejo a su criterio los juicios políticos y morales. Espero al menos haberle proporcionado un cuadro más matizado de una realidad tan compleja y desconocida.

(4) Los biempensantes republicanos ante la Disneylandia libertaria
El libro del señor Mir y el comentario del señor Santacana no son en absoluto excepcionales en el abordaje de la revolución social de 1936. Tomados en un sentido amplio, los historiadores republicanos (socialistas, marxistas, liberales, etcétera) han prestado escasa atención a los entresijos organizativos de la CNT y a la cultura libertaria. El énfasis en sus inclinaciones a la desmesura criminal no sólo intenta dejar clara la vocación incendiaria de los anarquistas: también responde al propósito de acumular escombros sobre su proyecto emancipador.
Abundan los ejemplos. En un artículo de opinión («Sobre la inocencia», El País, 3 de diciembre de 2008), el señor Martínez Reverte sostiene que basta con «leer la prensa de la época para comprobar que desde Solidaridad Obrera y La Batalla se hacían llamamientos al exterminio de religiosos o de burgueses». Y prosigue: «Hay testimonios que avalan que la FAI, la rama pistolera del anarquismo, tenía en Barcelona un plan sistemático de eliminación de personas antes de que se produjera la sublevación del 18 de julio de 1936». ¿Qué testimonios son esos? ¿Dónde está la evidencia documental del plan? Lo ignoramos, pues no aporta pruebas.
Por si no bastase, el señor Martínez Reverte porfía en la «voluntad y planificación» de la violencia, no del Estado republicano, «sino de las direcciones de grupos políticos que lo apoyaban»; no hay «nada que implique a Companys u otros dirigentes de Esquerra Republicana en las sistemáticas matanzas de curas, carlistas o militantes de la Lliga de Cambó, realizadas por la FAI y el POUM». Y esta distinción, continúa, es importante, ya que justifica la opinión de que la «República era un régimen democrático entre cuyos apoyos había muchos asesinos. El movimiento salvador de la patria que encabezaba Franco se puede definir como un sistema criminal al que también apoyaban personas decentes».
En otras palabras: en el régimen democrático republicano había asesinos emboscados que, como ya habrá adivinado, se confundían con los anarquistas; y entre quienes apoyaban el «movimiento salvador de la patria», que contenía un proyecto de eliminación física de enemigos, había «personas decentes». Al final, entre unos y otros, la balanza se equilibra. ¿No demuestra esto que «todos fuimos culpables»?
Sin embargo, lo más sorprendente del artículo es la constatación de que «permanece en el aire una opinión generalizada que atribuye inocencia en torno a las posiciones de otros grupos políticos que, a lo más, cargan con la culpa de haber practicado una violencia ciega, espontánea y de respuesta, pero nunca de haber desarrollado esa violencia de forma científica y genocida, dirigentes anarquistas y del POUM son, por lo general, los beneficiarios de esa benévola opinión generalizada».
Aquí, el tono se endurece y se afirma una tolerancia generalizada en relación a la violencia «científica y genocida» de los «dirigentes anarquistas y del POUM». ¿Atribución de inocencia? ¿«Dirigentes anarquistas»? ¿Qué dirigentes, los que pactaron con las rescoldos del Estado republicano propiciando su reconstrucción en julio del 36? ¿Los ministros anarquistas que en Mayo del 37 se desplazaron a Barcelona para exhortar a los militantes a deponer las armas ante el poder creciente de los comunistas? ¿Quiénes son los responsables de esa benevolencia? ¿Es Antonio Elorza, como asegura el señor Martínez Reverte, «uno de los historiadores serios que adopta esta actitud compasiva, tanto hacia los comunistas españoles como hacia los anarquistas»?
Veamos qué opinión le merece al señor Elorza el movimiento libertario: «La visión tópica identifica la historia del nuevo sindicato con la del anarquismo hispano, fundiendo de paso anarquismo y anarcosindicalismo, y le asigna un conjunto de valores enteramente positivos, que culminaría en las colectivizaciones de la guerra civil. En esto se encuentran de acuerdo los falangistas que juzgaban que el anarquismo es lo nuestro y los defensores de una Disneylandia libertaria, al modo de Ken Loach en Tierra y libertad». («La CNT y el anarquismo», El País, 27 octubre de 2010). No deja de tener su mérito que en apenas tres líneas el señor Elorza consiga relacionar el anarquismo con el fascismo, calumniar la Revolución como una algarada infantil y ensuciar a Ken Loach. Si el señor Martínez Reverte desea leer pasajes del mismo tenor puede consultar Queridos camaradas: la Internacional Comunista y España, 1919-1939.
Así pues, parece que debemos descartar al señor Elorza como uno de los instigadores de esa supuesta corriente de simpatía hacia los pistoleros anarquistas. En realidad, habría que encuadrarlo dentro de una corriente política que para reivindicar la figura de Juan Negrín, «uno de los políticos de mayor envergadura en la España del siglo XX», ha insinuado un idilio entre anarquistas y fascistas (sobre este tema, ver Sergio Giménez: Ángel Pestaña falangista: anatomía de una mentira histórica, Piedra Papel Libros, 2020). De hecho, el anarcofascismo fue uno de los epítetos favoritos de los estalinistas españoles, una curiosa alianza puesta al día recientemente. En julio de 2018, Carmen Negrín, sobrina y presidenta de honor de la Fundación Juan Negrín, informaba de que se había hallado en el domicilio parisino del expresidente de la República un baúl con cerca de cuarenta mil documentos, así como un número indeterminado de libros pertenecientes a una asociación anarcosindicalista que habían acabado en la biblioteca del POUM. Entre los volúmenes encontrados se encuentra un libro autografiado de Joseph Goebbels y una edición limitada de 1933 que contiene una foto de Hitler. «Hay una cantidad de propaganda nazi impresionante en los libros que mi abuelo hizo comprar a mi tío cuando se disolvió el POUM. Da una idea de lo que era la biblioteca del POUM y de esa Asociación Anarcosindicalista. Es interesante ver las relaciones», declaró, enigmática, Carmen Negrín. ¿A qué relaciones se refiere? ¿Insinúa la señora Negrín que los anarquistas y los militantes del POUM actuaban de consuno con los nazis? ¿Y de qué asociación anarcosindicalista proceden los libros? No lo dice, así que debemos adivinarlo. Basta —recomienda— con fijarse en las «interesantes relaciones» y sacar conclusiones.
Pero sigamos con algunas muestras más del benévolo tratamiento de la Revolución. En La crítica de la crítica: inconsecuentes, insustanciales, impotentes, prepotentes y equidistantes (Madrid: Siglo XXI, 2017), el señor Alberto Reig Tapia le echa un severo rapapolvo al señor Martínez Reverte por afirmar que la «historiografía franquista» está, a día de hoy, «muy periclitada», por no decir que es «insignificante». Este tipo de comentarios, dice Reig Tapia, es un «hablar por no callar». ¿Por qué? Pues porque como bien afirma, no hay más historiografía «que la profesional sin adjetivos». Por tanto, no existe, ni puede existir, una «historiografía franquista».
No obstante, cuando sus compañeros de profesión se inventan una «historiografía libertaria», los simpatizantes republicanos no suelen mostrarse tan escrupulosos. Reflexionando sobre la violencia revolucionaria, Julián Casanova sostenía hace unos años que esta era «una de las cuestiones más escabrosas y menos queridas de la historiografía libertaria» («Guerra y revolución: la Edad de Oro de anarquismo español», Historia Social, núm 1. En su día, Ignacio de Llorens dio cumplida réplica de esta supuesta escuela historiográfica en «De la historiografía anarquista y el rigor mortis académico», publicado en Archipiélago: cuadernos de crítica de la cultura, núm. 1, 1989).
Supongamos ahora, lector, que su interpretación de la guerra civil se ajusta al clásico conflicto entre dos modelos de Estado opuestos y descubre, con gran asombro, la existencia un poderoso movimiento revolucionario autogestionario, antijerárquico y antiestatista desencadenante, gracias a su victoria frente a los militares, de la guerra civil. Supongamos también que desea informarse sobre la naturaleza de este movimiento revolucionario y desconfíe, con razón, de las tesis de los desolladores franquistas. ¿Qué podría usted aprender de los historiadores republicanos, tomados en un sentido amplio? Pero antes, ¿por dónde comenzar?
Como bien nos recuerda el señor Reig Tapia, «el más verdadero y fructífero debate intelectual se produce siempre en seminarios, coloquios y congresos especializados y a través de los textos y artículos que suscitan en revistas académicas acreditadas y en monografías que permiten un mayor desarrollo y profundización de las ideas». Esto parece razonable, así que echemos un vistazo a estas publicaciones académicas para ver qué podemos sacar en claro sobre la Revolución.
Comencemos por el citado Julián Casanova, quien nos pone en guardia contra posibles entusiasmos revolucionarios: los anarquistas, asevera, carecían de «programa económico», lo cual tuvo «efectos gravísimos en la zona republicana porque tampoco las restantes organizaciones políticas mostraron más predisposición a la reflexión económica que los libertarios». Durante los primeros meses, las bases revolucionarias se dedicaron de forma atolondrada a «propagar la colectivización», una medida para la que no eran necesarios «demasiados conocimientos acerca del proceso económico, estudiar detalladamente los procesos de producción o conocer las necesidades reales de la población». ¿Y cuál fue la causa de este desaguisado? Pues que detrás de esa «revolución y de sus impulsores no había un sindicalismo de base organizado».
La Revolución fracasó finalmente porque en los momentos iniciales de confusión, «de crisis de poder y de hundimiento de las estructuras del Estado, sólo una organización fuerte podía haber asumido la tarea histórica de llevar al proletariado al poder». Consecuentemente, sin programa económico ni organización política, la Revolución no podía pasar de un simulacro.
Otro historiador, Santos Juliá, confirma las carencias apuntadas por Casanova y añade que los «anarcosindicalistas carecían de pensamiento político», lo que explica que emprendiesen «una revolución social sin proceder a la centralización del poder político». («De Revolución Popular a Revolución Obrera», Historia Social, 1). Sin un organismo de centralización revolucionario, ¿qué podían hacer los anarquistas, excepto entregarse a la destrucción y la violencia? «En Cataluña la obra destructora de los milicianos fue exaltada por los dirigentes sindicales hasta que se volvió contra ellos y comenzaron a definirla como actos de pillaje y achacarla a grupos de incontrolados».
Ojeemos ahora otra publicación. En «La historiografía catalana, ante la necesidad de un salto» (Studia Historica. Historia Contemporánea, vol. 31, 2013), el señor José Luis Martín Ramos comienza por recordarnos que «negar la pluralidad de los proyectos revolucionarios es negar los hechos documentados». Lo que se creó en julio del 36 fue una «situación revolucionaria» que «incluyó diversos proyectos revolucionarios —ni siquiera un solo movimiento— de carácter proletario, el de la CNT y el POUM, de carácter popular, el del PSUC, o estrictamente de carácter político, el de Esquerra Republicana hasta mayo de 1937». En otras palabras, que el movimiento libertario debe compartir la paternidad revolucionaria con partidos burgueses y estalinistas.
La mitología cenetista, mantenida por «una parte de la historiografía», profundiza el articulista, resulta fácilmente desmontable:
«Si los comités de defensa no fueron capaces de defender su revolución es que, a lo mejor, esa revolución no existía en los términos exclusivos en los que ellos la soñaban. Si se produjo esa restauración institucional en el ámbito local, desde luego con una nueva correlación de fuerzas y con algún problema —ninguno en las grandes capitales— es que tampoco la única realidad revolucionaria era la que representaban los comités que, además, demostraron ser un camino cerrado».
Además, continúa el señor Martín Ramos, «sostener que los que no compartieron las posiciones de la CNT-FAI —por otra parte bien heterogéneas— fueron contrarrevolucionarios es una barbaridad; entre otras cosas porque los contrarrevolucionarios fueron los que se sublevaron en julio de 1936 y no hubo dos contrarrevoluciones en España». Esto descartaría las tesis de los panfletarios libertarios sobre la naturaleza contrarrevolucionaria de los comunistas. En consecuencia, Mayo del 37 no significó ni el «fin de la guerra» ni el «fin de la revolución»: fue una «rebelión anarquista».
Casualmente, Julián Casanova es de la misma opinión sobre Mayo del 37: no supuso «la línea divisoria de dos etapas muy diferenciadas de la guerra civil (revolución libertaria y reacción comunista)». Sencillamente, nos dice el catedrático, cambiaron «algunas cosas». Esto es cierto; cambiaron «algunas cosas», entre ellas la titularidad del poder, que basculó del proletariado en armas al Estado republicano; como también es cierto que, entre otras muchas cosas, se desmantelaron las medidas revolucionarias tomadas a lo largo de un año, se militarizaron las milicias, se puso fin de las Patrullas de Control, que dieron paso al cuerpo único de seguridad integrado por la Guardia de Asalto y la Guardia Civil, y se liquidaron las colectividades agrarias.
Por último, y para no alargar más nuestra búsqueda de interpretaciones objetivas de la Revolución, el propio Reig Tapia afirma que el movimiento anarcosindicalista, «sorprendentemente poderoso y antisistema», fue uno de los factores que «contribuyeron poderosamente a entorpecer las posibilidades reales de que se consolidara en España un régimen político democrático que en ese momento no era otro que la República».
A la luz de lo anterior, saquemos conclusiones de este repaso que va desde la «Disneylandia libertaria» hasta el salto, directamente al vacío, de la historiografía catalana. Si no existía programa económico ni centralización política, si no existía un sindicalismo de base organizado, si era un ingenuo voluntarismo lo que guiaba la acción de incontrolados, si la destrucción por la destrucción era el único combustible de la revolución, si un movimiento «sorprendentemente poderoso y antisistema» contribuyó al derrumbe de la única y verdadera democracia, a lo que se debe añadir la ausencia de principios morales, ¿qué resta de la revolución social de 1936? Los perros rabiosos.
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La fabulación de la violencia contenida en obras como la del señor Mir y los historiadores republicanos prolonga una línea de interpretación dominante de la Revolución, prejuiciosa, sin matices ni contrapesos, que Chomsky denunció hace más de medio siglo. A la hora de enjuiciar la acción autónoma de los de abajo, el grado de verosimilitud o plausibilidad del relato continúa siendo irrelevante. Esta es también una vieja historia. Podríamos remontarnos a la Revolución francesa: en el Gran Miedo de 1789, Georges Lefebvre desvela que la autoridad superior, habiendo desaparecido o reducida a la impotencia, «no pudo imponer su orden y surgieron conflictos que degeneraron en guerra civil y sembraron el miedo». Ese fue el caldo de cultivo ideal para la propagación de rumores sobre la existencia de bandidos, «cuya peligrosidad era invocada por motivos políticos», aunque en realidad se trataba del temor a una población flotante compuesta por el populacho de los barrios y los suburbios. Según nos explica Lefebvre, estos bandidos armados que integraban patrullas de contrabandistas y salteadores causaron una enorme inquietud entre la gente bien de la época. «Es imposible describir el horror que domina las almas», declaraba un negociante en París, también en julio, esta de vez del año 1789, aterrorizado por los abusos de las patrullas. «Necesitamos veinte cabezas y las tendremos», bramaban, según comentaban los propietarios, los bandidos. Terror, saqueos, patrullas revolucionarias y perros rabiosos; ¿le suena?
En Recuerdos de un hombre de letras, Alphonse Daudet, que además de un hombre de letras era un hombre de orden, anotó lo siguiente sobre la Comuna de París de 1871: «Al ver a aquel pueblo armado, tan lejos de los barrios obreros, con las cartucheras puestas sobre las blusas de lana y las manos sujetando las culatas de los fusiles, se pensaba en los talleres vacíos y en las fábricas abandonadas. El desfile parecía una amenaza. Todos lo comprendíamos así y se nos encogía el corazón los mismos tristes y poco definidos sentimientos».
En el caso de la Revolución española, a los comentaristas e historiadores también se les encoge el corazón al rememorar «a aquel pueblo armado, tan lejos de los barrios obreros». Algunos, en su admirable neutralidad, abominan de los perros rabiosos, pero también se turban cuando toca hablar de las represalias de los vencedores. Derrotada la Comuna, el conde de McMahon entró en la capital francesa al mando de las fuerzas nacionales, llevando alivio a los parisinos de buena voluntad: «El ejército francés ha venido a salvaros. ¡París está liberada! A las cuatro en punto nuestros soldados tomaron la última posición insurgente. Hoy se ha acabado la lucha. El orden, el trabajo y la seguridad volverán a nacer». Y efectivamente, McMahon no mentía; el orden, el trabajo y la seguridad volvieron a nacer, aunque antes hubo que organizar un baño de sangre y escarmentar severamente a decenas de miles de comuneros, incluidas las petroleras, aquellas terribles mujeres revolucionarias que poblaban las pesadillas de la burguesía, vejadas, violadas y fusiladas en los muros del Père Lachaise.
Como sucedió con las petroleras, la narrativa sobre la actuación del pueblo en julio del 36 se reduce, en última instancia, al matiz escandaloso sin análisis ni ponderación. En sí mismo, todo el relato es una imputación. En el libro del señor Mir vemos desarrollarse una vez más, bajo nuevas formas, un diario encontrado no se sabe dónde, las habituales equiparaciones de los extremismos. Lo que aquí se pasa por alto es que, tanto en 1789 como en 1871 o 1936, los comentaristas comenten un error de base: confunden la memoria de los protagonistas con la historia.
Aunque adopte un tono diferente del de los vencedores de la guerra civil, la difamación de la Revolución va en el mismo sentido: lo esencial es asignar a un pueblo armado el cartel de arrebatado e irracional para liquidar su herencia. ¿Quién, en su sano juicio, podría interesarse por la vida y obra de una pandilla de criminales? Hasta los mismos franquistas necesitaron agitar el espectro de una revolución comunista para justificar un golpe preventivo y el uso de una violencia feroz.
Resulta evidente que los historiadores republicanos no saben qué hacer con una revolución social que amenazó con llevarse por delante todas sus convicciones políticas. ¿Qué tratamiento cabe dar a un movimiento de masas sin encaje en un Estado? ¿Cómo describir la obra de una cultura política de gran arraigo popular que en la hora del golpe desbordó a un régimen cuya primera y única virtud era el orden? La respuesta es obvia: ocultamiento, demonización y condena.
A pesar de su detallada y necesaria respuesta a los historietógrafos (Reig Tapia) que desde finales de los noventa, patrocinados por el Partido Popular del señor José María Aznar, han desempolvado una lectura zalamera y justificativa de la teocracia del Caudillo «por la Gracia de Dios», los historiadores afines a la República no han mostrado el mismo celo en esclarecer, con imparcialidad y verosimilitud, el significado y el alcance de la revolución social. Esclarecer con rigor no significa, en absoluto, exigirles simpatía por la obra revolucionaria, sino honestidad para denunciar obras tendenciosas en las que se afirman necedades como que la mayor parte de la revolución «fue mal entendida y aun peor explicada» o que «los anarquistas solo querían poner multas» (Mir). Pero, ¿por qué habrían de hacerlo si, como hemos visto someramente, ellos mismos comparten la imagen de la República asediada por extremismos de signos opuestos que llegan a tocarse? ¿Qué importa si se demuestra que el relato sobre los terrores revolucionarios es una sarta de mentiras?
Esa animadversión ha contribuido de forma decisiva a enterrar bajo una montaña de prejuicios una revolución popular de un calado insólito. A su modo, los historiadores republicanos también son historietógrafos que narran un conflicto en clave extremista sobre el que emerge, virginal, la figura de la Niña Bonita de la Segunda República española, antecedente del actual régimen democrático. Desde luego, habría mucho que debatir sobre aquella República, bastante más represiva que social.
Mencionemos también esa categoría de cínicos comentaristas cuya simpatía por la República, en ocasiones vaga, no les impide sostener, con un tono a medio camino entre la contrición y la homilía, que en una guerra nadie es inocente. De ahí a afirmar, como hace cierto académico lenguaraz en una obra de divulgación para niños, que en todos lados cuecen habas y que la gente de buena voluntad no tomó partido por ningún bando no hay ningún paso.
En el esquema histórico que reparte culpas a partes iguales desaparecen la explotación, el conflicto y las motivaciones políticas. La guerra civil se convierte así en una calamidad que atrapó entre dos fuegos a la mayoría de la población, «eminentemente neutral», que sólo deseaba «la calma y la tranquilidad» (Mir). Desde luego, la guerra, cualquier guerra, es un crimen contra la humanidad, pero esta modalidad interpretativa ofrece un marco teórico para legitimar al ganador y su causa, que fue, no lo olvidemos, la del fascismo. No se puede ser neutral en un tren en marcha (Howard Zinn).
La aplastante mayoría de los historiadores ha despreciado una rica cultura política de cooperación, solidaridad y autogobierno reduciéndola a un fenómeno de pillaje, pistolas humeantes y ejecuciones a cañón tocante. Portavoces de las aspiraciones de los biempensantes, no hay un solo doctrinario actual, del signo político que sea, que no empareje aquel proyecto democrático y autoorganizativo con un pavoroso crimen. Sin embargo, repetir los tópicos sobre los perros rabiosos nos impedirá interpretar bajo una luz objetiva el contenido del proyecto emancipador de los trabajadores. Los estudios interesados en desvelar las raíces políticas y morales de la Revolución no llegan fácilmente al gran público, poco receptivo a este tipo de obras, y esa historia es incapaz de competir con los publicistas de la guerra civil como conflicto fratricida.
Lamentablemente, aquel espíritu autogestionario constituye una tradición perdida. Y esto ha sido decisivo para que en la actualidad consideremos quimérica toda reconstrucción social que no se fundamente en el Estado y el Mercado, es decir, en el capitalismo. Existe una inercia, una ceguera, una mansedumbre inexplicable que, dando por buena la violencia estructural de un sistema basado en la explotación, la destrucción y la alienación, nos ha hecho creer que las condiciones reales de la libertad no son más que factores de confusión y caos.
Cuando los de abajo han reivindicado el control de su ciudad, cuando han declarado innecesaria la existencia de empresarios, cuando se han dotado de una estructura horizontal, sin dirigentes ni dirigidos, cuando han proclamado su derecho a la ciudad, cuando han manifestado su voluntad de destruir los símbolos de sus explotadores y educar a sus hijos lejos de la influencia del oscurantismo y la religión, a los historiadores, los comentaristas y ahora a los archivistas no les ha resultado difícil pintarlos con los colores de la infamia.
[EN PORTADA: Milicianos en el Hotel Bakunin, antiguo Cuartel del Bruc, agosto de 1936, fotografiados por Antoni Campañà]

Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.
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