Poéticas

Miguel Hernández y la poética del taco

Antonio Gracia escribe sobre el uso del 'taco' en la poesía de Miguel Hernández como «cristalización verbal de una pasión incontenible».

/ por Antonio Gracia /

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Lo primero que percibe el lector de Miguel Hernández es la avasalladora pasión con que lo inunda. Si tuviese que buscar un substrato explicativo de esa volcánica fuerza poética, de esa invasión de lava lírica, lo haría calificándolo de taco trascendido. Un exabrupto es el coágulo en que se solidifica la cólera de un hombre en una circunstancia. El taco es la cristalización verbal de una pasión incontenible. Miguel Hernández tuvo la pasión de escribir y escribió con pasión, llevando a su escritura la estética de la pasión: la trascendentalización del taco.

Sin duda Hernández se sintió preso de un fátum —un «Sino sangriento»— en la medida en que no pudo llevar a la realidad su deseo. Desde su infancia se insatisfizo: tuvo cabras en vez de libros, gritos en lugar de afectos, y tradujo este ananké como un destino incumplido o adverso, causante de la ira. La lectura de sus cartas, en las que a menudo imposta la voz —como en tantos poemas— ilustra principalmente sobre sus carencias afectivas y dan fe del tragicismo con el que su vida se fue amalgamando. Sus constantes llamadas para que le escriban no constituyen solo un requerimiento literario, sino que muestran que la literatura es una metáfora —y reclamo— de esta necesidad de afecto: la poesía es una carta que escribimos a quien, con su lectura, nos dice que nos ama. El lector no es más que el gozne de la autoaceptación del autor.

Que Hernández fue un hombre colérico o expresivamente airado (Neruda alude a «sus violentas y profundas palabras») se evidencia en sus cartas, además de en sus versos. Los exabruptos discursivos, consecuencia de una sociedad represora, formaron parte del vocabulario cotidiano del ambiente en que creció. Y de su boca a su escritura pasaron con naturalidad, en el proceso y estrategia de la poetización: transcripción, amputación y poematización.

Al principio fue, tal vez, una espontaneidad entreverada de terruñerismo gabrielgalanesco y vicentemedinero; pero luego es una imprecación y finalmente una estética, siguiendo una cronología más emocional que temporal. Rediós, computa en «A todos los oriolanos»; rascaleches, exclama ante la babel de la ciudad, quizá porque no encontró la jauja que esperaba, en «Silbo de afirmación en la aldea»; cojones del alma, metaforiza en «Los cobardes» —que es un ejemplo de exabrupto versificado—; «abierto, dulces sexos femeninos», escribe en «Oda a la higuera» porque así, como higos y brevas, se califican los genitales en la Vega Baja (y esto le llevará a la Dánae de «una humedad de femenino oro», que despertará, a través de otro atributo erótico —el pecho— «una picuda y deslumbrante pena»).

Es en los sonetos pastores donde leo ejemplos más claros. «Que venga, Dios, que venga de su ausencia», pide en relación con la amada; y un perro le sugiere: «Quién en ti y en tu dueño no se caga?». Yo no creo que la palabra Dios —ni siquiera como «una sílaba más para cumplir un verso»— sea una petición de ayuda a un Ser Supremo para que aproxime a la amada, sino una denostación imprecatoria, punta del iceberg —consecuencia— del apócope de un sintagma que puede adivinarse si se acude al verbo utilizado por Hernández –descomer, hubiera dicho El Buscón Pablos— y que se averigua y constata acudiendo a otro airado y autodidacto poeta de la misma tierra, condición y estirpe, Pascual Pla y Beltrán: en el poema 13 de su libro «Narja» —1932—, la buscada expresión incluso se hace verso: «He de cagarme en Dios!… que no me exploten más…!».

De ser así, la aparente exhortación hernandiana es realmente la inculpación a una divinidad causante del fátum: nacer es empezar a sufrir-morir, y por eso la cólera, porque ni en este paréntesis de la vida (que es toda —Quevedo— «lágrimas y caca») se pueden evitar los «varios tragos» que supone vivirla antes del manriqueño, definitivo y «un solo trago (que es) la muerte».

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Pero ¿por qué esta desaforada rebelión ante el mundo? Sin duda porque la existencia del Mal niega la existencia del Bien. Y cuando se espera —o se sueña con— un paraíso, duele alcanzar solo un infierno. Y eso le ocurrió a Hernández: el «Silbo de afirmación» es la expresión y fusión de fray Antonio de Guevara y el tópico del locus amoenus. El locus amoenus es el paraíso perdido, y el compromiso —la denuncia— es el paraíso buscado. Pero Hernández se engañaba, porque en el comunismo, mío significa nuestro y yo es nosotros, y el artista es —inexorablemente— individuo antes que ciudadano, porque en arte no hay democracia.

Miguel Hernández sintió la vida —y la vivió como palabras tanto como en actos— como un esputo trascendente. Y eso son —esputos escatológicos— muchos de sus poemas. Tal vez encontró en la invasión telúrica y la devastación lírica de Neruda una coartada para hacer de su violencia expresiva una estética violenta: el taco trascendido como poética. Sin Residencia en la tierra —la poesía impura acorde con todo lo que entraña la cosmovisión del taco, como un aleph en el que está implícito todo el universo de la existencia—, que conturbó a Hernández y es también una cólera metafísica y en cierto modo una herencia quevedesca —«Viaje al corazón de Quevedo»—, en cuanto musa escudriñadora del mundo introspectivo, no existiría el taco poético hernandiano. Miguel Hernández debió sentir que, puesto que el gran Neruda lo hacía, ¿por qué no iba él a desbocarse tremendistamente? «Elegía», «Sino sangriento», «Mi sangre es un camino»… (luego vendría a confirmárselo más explícitamente con España en el corazón). El tremendismo de Hernández es un nerudismo versificado por Garcilaso, Góngora, Quevedo. En el fondo late el verso de Quevedo: «de gritar solamente quiero hartarme».

Pero lo que en Neruda es grandioso, en Hernández es grandilocuente. Su tremendismo fue la confluencia y conjura de la categorización del taco y del retoriscismo. El taco que se lirifica como eufemismo literario. La poética del taco trascendido lo lleva a la ampulosidad emocional y esta a los excesos retóricos. La furia creadora del versolari se impone al poeta y este no evita, no tamiza, no pule, no calla, no silencia, no corta. O lo hace —y las sucesivas reescrituras lo confirman— encaminándose a un hiperverbalismo y una retórica versal —solo reorquestada en El rayo y silenciada en los últimos años— que desembocan en un ritual de la pasión más explicitada que insinuada. «Sino sangriento» es, por eso, más que un buen poema, un buen ejemplo de poética desaforada y retórica. Lejos estaba todavía el «esfuerzo y la gracia» de Lorca, quien, en realidad, tal vez no hizo más que seguir a Victor Hugo, Mallarmé y Valéry al apropiarse la frase de Poe —«Método de composición»—: «La ejecución de un poema es una operación intelectual, no un don de la musa». Y Valéry —sobre El cementerio marino: «Lo que no he corregido suficientemente no me parece bastante mío».

Sin duda muchos textos de Hernández arrastran, sentimentalizan, encorajinan por su fuerza verbal. Pero son como un coñac dado al combatiente. A veces el impulso rítmico genera figuras y diamantes, pero lo que importa es tener diamantes como ideas y tallarlas diamantinamente. Eso ocurre con «Antes del odio», síntesis de su poesía y su poética, que invade porque mantiene el empujón hernandiano ceñido a la intensidad y liberado de la gesticulación, alejado el autor de su versolarismo y asumida su versofagia. Otras veces no hay más que «piedras como diamantes eclipsados». Envuelto en «barrancos de tristeza» y llevado por «vientos del pueblo», el lector admite ripios porque se siente implicado en un maniqueísmo emocional que le deviene cómplice de una agresión compulsiva ante la que se siente indefenso. Porque hay tanto vigor en sus ripios —en esto es heredero de Espronceda y Zorrilla— que muchos se convierten en necesarios para el lector no avisado: porque nada de lo humano nos es ajeno, ni siquiera los defectos, y hay pocas cosas que no sean humanas en Hernández. Por eso versos tan espléndidamente horribles como «A Moussolini, a Hitler, los dos mariconazos» («Rusia») no pueden justificarse porque sean «circunstanciales» y sí explicarse con la estética del taco —y más si, al fondo y en paralelo, está el turbio «Mola mulo/ con llamas en la cola y en el culo», del nerudiano «España en el corazón».

(La consecuencia de esta metafísica —la «facilonería», aunque trabajase contra ella— es lo que se ha reprochado a Hernández, aunque tan peligroso es caer en la histeria expresiva y la lírica de la denuncia como huir desesperadamente y tropezar, en el extremo opuesto, con el prosaísmo esteticista y la exquisitez amanerada del Cernuda de «Mozart»).

A Hernández se le puede decir —y achacar— lo que él dijo (precisa, acusadora y no casualmente) de Neruda: «Inconsciencia poética: no perdonar imagen ni objeto que se le viene al paso»; reflexión nacida sin duda de la autocrítica que no sabía aplicarse. Es la retórica del exceso. Hernández es un claro ejemplo del poeta corno campo de batalla en el que luchan la razón y la emoción. La eterna dicotomía platónico-aristotélica; el combate entre Ilustración y Romanticismo. Los sentimientos condicionando la razón o la razón esculpiendo los sentimientos. El Romanticismo es un cambio de sentimentalidad que origina un cambio de mentalidad. Hernández es un transeúnte de ese cambio y solo al final rozó el equilibrio de Poe, el sentimiento razonándose a sí mismo, la emoción conteniéndose y cincelándose en verso. Porque el poeta es el que dice las palabras —inevitables e imprescindibles— que los demás llevan en su corazón y no saben pronunciar: el sabio que siente y convierte sus sentimientos en pensamientos emocionados para que los otros sientan —y piensen— con palabras ya pronunciadas, ya escritas.

3

Miguel Hernández fue un poeta de verbo compulsivo. Lo orgiástico de su verso lo condujo catárticamente hacia la —que hubiese deseado— ataraxia final. No es un poeta reflexivo, sino intuitivo. No es un autor que se pregunte por la existencia, sino que responde a su vida. No especula con escaramuzas filosóficas sobre el mundo. Se interesa por lo concreto: por sí mismo. Pero sus emociones son universales. Todo autor desemboca en su obra una carga semántica que explota ante el lector. Miguel Hernández, teniendo la estética de la pasión fulminante como criterio poético, pone un fusil en el poema para que dispare una emoción incontenible al lector —tal vez entendiese a este más como oyente que como soledad ante un libro.

No obstante, esta metafísica del taco actúa en Hernández como un pelo de la dehesa que solo en la etapa del Cancionero supo o quiso quitarse. Aflora, como prurito cultural, en Perito en lunas; como exaltación pasional trovadoresca en El rayo que no cesa; como tremendismo pseudonerudiano en el ciclo del «Sino»; como diapasón exultante, partidista y belicista en Viento del pueblo y El hombre acecha. Desde un punto de vista literario, la guerra fue un mal que por bien le vino: atemperó su barroquismo al tener que dirigirse a un pueblo llano —aunque también lo hizo mentirse— y lo condujo hacia el sentimiento limpio del Cancionero. Todo eso fue posible porque la guerra exterior desplazó su lucha interior. El buscador de un locus amoenus encontró un lugar terrible: la cárcel. El locus amoenus —el mundo como un lugar eglógico— desaparece definitivamente cuando aparecen las ausencias: la libertad, la esposa, el hijo, la salud; la paz.

A lo largo de su vida, para encontrar o sustituir ese lugar idílico, se impostó la voz y la convirtió en la retórica, críptica y verborreica, rayana en lo pedante —lógica en todo aprendizaje— de Perito, espejismo verbal de un paraíso buscado en una naturaleza pedantizada y furtiva de poesía (a García Lorca, que había asimilado la metáfora concisa gongorina sin caer en un romancero espurio, le parecería Perito una caída en la receta quevedesca para hacer cultedades); la voz ebúrnea y amorosa de El rayo, en donde el amor es un oasis trágicamente literaturizado; el grito belicista y político de Viento y El hombre, en los que el compromiso es el arma con la que construir la utopía. En Perito es un albañil del verso; en El rayo, un arquitecto del poema; en Viento, los hombres son combatientes fratricidas; en El hombre todo hombre es un enemigo. En estos dos últimos, Hernández es un juglar mercenario y un filósofo inútil: por eso «se ha retirado el campo»: despojando al hombre definitivamente del locus amoenus. En el Cancionero, tras el expolio, apartándose del existencialismo acechante, el mundo solo existe dentro del hombre, mezcla de telurismo y misticismo: ahora una cárcel no es un paraíso desde el que soñar con el hombre, sino un infierno desde el que recordar la realidad y exorcizarla para que la esperanza no desaparezca.

Cuando Miguel Hernández empezó su andadura poética —no solo versística—, se encontró en un instante dilemático en el que fluctuaban diferentes estéticas («Sino», «Égloga», «El ahogado del Tajo»…). Él fue hijo —eco— de esas voces que tanto lo llamaron. Será la guerra la que decida por él, convirtiéndolo en un «hondero entusiasta» de versos y poemas en los que, a través de los demás, como un homo homini lupus redentor y redentorizado, se pone en camino de sí mismo. La soledad de la prisión —no ya la cárcel tópica del amor ni la del mundo— lo convierte en una «alquitara pensativa» de sí mismo y el mundo, que no llegó a comprender, pero sí a sentir, al tomarse a sí mismo como referente.

Miguel Hernández pudo ser un héroe, un santo o un villano. A menudo se juzga a un hombre por el camino recorrido en su trayectoria y no por la cima hasta la que asciende. Con Hernández todavía pasa que se le juzga por la sima desde la que subió. Pero ni la santidad ni la villanía —a veces el camino— le importan a la historia de la literatura. Las verdades poéticas se hacen con palabras, no con actos. Y la memoria literaria recuerda las palabras y, por ellas, los nombres, no los actos. Porque la verdad no está en quien la dice, sino en lo dicho. Una obra se justifica por sí misma aunque la historia ayude a explicárnosla.

Por eso, decir que solo hay media docena de poemas hernandianos necesarios no es exagerar teniendo en cuenta que solamente una docena de poetas son imprescindibles en la historia de la literatura.


Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de HomeroLa condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obraEnsayos literariosApuntes sobre el amorMiguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.

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