/ por Avelino Fierro /
Querida Eloísa; queridísima editora digital: estoy harto; llevamos cuatro capítulos de este dichoso «Cuaderno naranja» y ya no puedo más. Me estoy dejando la vista y la razón: descifro e interpreto ese manuscrito, descarto o completo párrafos, corrijo o actualizo. En ocasiones me parece que estoy haciendo de médium… Soy una especie de ventrílocuo sonado, dominado por las palabras de ese cuaderno que parecen pronunciar unos muñecos de cartón.
Pero tengo que seguir con la tarea a la que me comprometí: daré forma a los textos del cuaderno de mi amigo —por cierto, he ido adelantando trabajo y he visto que en su narración comienza a haber altibajos; puede que sea algo ciclotímico o depresivo— y yo seguiré escribiendo mi diario y te lo enviaré al mismo tiempo para su publicación. Así que irán camino del Tam tam press dos tipos de narraciones. Al fin y al cabo el lenguaje del escritor de la novela moderna es dialógico: hay voces y estilos diversos, hablan unos con otros y con distintas voces fuera del texto. Espero que los lectores nos absuelvan.
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Me está costando escribir. Han caído enfermas dos amigas, con una enfermedad que no es cosa de broma. Uno se siente muy poca cosa ante esas adversidades y busca a quien echarle la culpa; puede que a ese tonto de barbas de ahí arriba que se anda paseando entre las nubes, en bata y con esa especie de gorro triangular que lleva dentro un ojo brillante.
Hace muchos, muchos años, en una revista de la Transición, Triunfo, un semanario de izquierdas, recuerdo haber visto un chiste gráfico de Quino. El Hacedor, aburrido en su trono, tenía en su mano izquierda la bola del mundo; con un dedo de la otra mano daba un golpecito a la bola en su parte alta, como si quisiera quitar una mota de polvo. En la viñeta siguiente un hombrecillo atildado, con cara de buena persona, con bigotito y traje, llevando una cartera, sale de su trabajo en el Banco Nacional. Una cornisa que sujeta la estatua de un ángel en la fachada se desprende en ese momento. No hay más dibujo: está claro que nuestro contable, hombre metódico, honrado y muy familiar, será aplastado por designio divino. La vida es así de ridícula; cómo no van entonces a serlo las cartas de amor.
En una taberna cercana a la catedral me encuentro a diario con algunos amigos. Son todos muy dados a hablar de esos Absolutos de la Religión, la Deriva de los Continentes o el Destino, aunque lo hacen con ironía, distanciamiento y vueltas de tuerca; son todos mayorcitos y han tenido tiempo para que solidifiquen sus ideas sobre el Más Allá, las opciones políticas o la vida sexual. Como decía el poeta: «Es invierno otra vez, y mis ideas sobre cualquier posible paraíso me parece que están bastante claras mientras escribo este poema». Hoy, Tolo y Tacho discuten sobre si las hostias consagradas que sobraban en los Oficios volvían al sagrario y al copón bendito o iban directamente a un cajón en la sacristía esperando mejor ocasión.
Parte de esta comitiva de narradores se desplaza a veces hasta la trasera de San Isidoro, para pasar otro rato tomando cervezas bajo el toldo del Santo Martino. Yo quise enhebrar hoy la conversación alrededor del Cono Sur, Venezuela y lo bolivariano, asunto tan traído en estos días. Y conté que en aquel edificio que veíamos al otro lado de la plaza había estudiado el primer curso de derecho. Otro alumno y yo editamos una revista, D.U.A.C. (Departamento Universitario de Actividades Culturales). En el primer número, coloqué una contraportada con las imágenes del asalto al Palacio de la Moneda —una copia de un cartel de Alberto Corazón— y escribí al pie: «Sí, nos duele Chile». Era el primer aniversario del golpe de Estado. En aquella época, la de los dieciocho años, algunos jóvenes de izquierdas sentíamos haber venido al mundo un poco tarde y no haber tenido edad para ser revolucionarios del 68, poder acompañar al Che en Bolivia o haber acudido al Festival de Woodstock. Así que nos enganchábamos a reivindicar todos los aniversarios de las afrentas contra el Internacionalismo Proletario o los desprecios a la Razón.
Pero mi propuesta no caló entre la concurrencia. Ni Giovanni, ni Guzmán, ni Óscar polemizaron ni un poquito. Me quedé solo bajo el toldo. Por la plaza cruzaban los últimos paseantes. Había templado un poco y el aire se serenaba y todo se llenaba de otra luz., como si la noche se estuviera preparando para que comenzase a nevar. Llegó M. —nuestro porno actor local— y comenzó a hablar. Pero lo hacía para sus adentros. Un monólogo. Con esa voz tan suya de locutor de radio. Pasaron dos jóvenes hacia la izquierda riendo, dándose grandes palmetazos sobre las espaldas. M., que en aquel momento disertaba sobre vidas truncadas, dijo mirándolos: «Esos no piensan en la Muerte, no saben qué es. En cambio ese otro sí, la lleva con él». Era un clochard que se acercaba hacia nosotros. M. lo conocía y lo saludó; le dio un euro. Otra vez revoloteaban sobre nosotros algunos Absolutos. Comenzó a nevar. Era el momento de ir a casa, antes de que la nieve ocultara los senderos. Tuve que redactar estas notas para que no cayeran en el Olvido. Y lo hice mientras escuchaba, muy bajito, una canción de Amor. Josh T. Pearson interpretaba A love song (Set me straight).
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Dices, Tomás —lo repites en la página 63—, que te gusta acercarte a la Barceloneta. Sentarte en una terraza, leer el periódico y tomar una cerveza. Ver a la gente, a ellas, sobre todo. Que lo haces de manera discreta; no quieres que te confundan con un mirón. Aquí, como no tenemos playa, yo tendría que ir a pasear o sentarme en un banco en las márgenes urbanizadas del río. Pero nunca lo hice. Tenemos dos ríos. Pero ver pasar grupos de jubilados en chándal, paseantes de perros; incluso jovencitas cachas con ropa deportiva ajustada, cola de caballo, un marcalatidos en el brazo y auriculares en las orejas, me atrae poco.
Yo paseo por la ciudad, sobre todo por los barrios pobres de las afueras. Puedo ir más o menos deprisa. Miro; miro y escucho. El mundo no para de ronronear, de latir: televisores, radios, algún canturreo, algo que se va friendo en aceite, reprimendas, monsergas, llantos y gemidos. Gemidos. He podido escuchar a M. jadear, hacer el amor. Era ella, sin duda; ese es su piso. Hasta alguien expelió una ventosidad en aquel fragor. Si llegas a casa de café torero, te agobia la calefacción central, abres un poco la ventana y dejas la persiana baja… te pones a follar sin reparar en gastos, sin reparar en que el mundo sigue rotando.
El otro día volvió a suceder al salir de casa de mis padres. Eran un poco más de las cinco, y es probable que yo viniera de gimnasia y hubiera subido a hacerles una visita rápida. En el portal me encontré a dos jóvenes a los que no conocía (son dos escaleras, tres viviendas en cada rellano, ocho pisos). Traían un pedal del trece. A ella se le cayeron las llaves al intentar abrir la puerta. Él era melenudo y guapo; reían. Al verme quisieron ponerse dignos. Ella chorreaba feromonas y él se desabrochaba ya mentalmente la bragueta con los escasos centímetros que le quedaban de raciocinio. Si me hubiera quedado en la calle esperando algo habría oído, salvo que su habitación diera al interior, al patio de luces.
También el verano pasado una mujer aullaba en las tardes y noches de verano en los apartamentos de los curas. Un día llegué a conocerla porque me la presentó G. Q. Y me dijo dónde vivía; era ella, la gata caliente. Se acercaba a nuestro bar de referencia algunas noches a por un bocadillo. De tanto follar no tenía ni tiempo de ir al súper a por una barra de pan y mortadela. Se acababa de separar de un tipo que ganaba mucha tela. Despechada, no quería andar perdiendo más el tiempo. Amor voraz, que impregnas las calles estos días; que haces girar el mundo, los planetas, las constelaciones…
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Ya ves que todos los días pasa algo que puede que merezca la pena anotar. Vamos reflejando parte de nuestras vidas y de las de los otros. Habrá un poco de todo para poder construir nuestra novela. Puede que haya días sin material narrativo. O tiempos de bloqueo, de quedarte en blanco. Pero en estos recuentos casi de a diario, tuyos y míos, irán apareciendo nuestros actores (tú ya citas en las primeras páginas a algunos: el ciego que te da lástima, el portero de noche); algunos de ellos se repetirán. Podremos echarles una mano, presentarlos en sociedad. Hacerlo a la manera clásica, como hace George Eliot con su Dorothee Brooke en el primer capítulo de Middlemarch.
O a la manera de Isherwood con su Sally, parloteando ante dos amigos y dándoles a conocer su última conquista erótica, con su traje de seda negra, su esclavina tan teatral y su gorra, parecida a la que llevan los botones de los hoteles, y que es una de las varias referencias a la ambivalencia y desviaciones sexuales presentes en el libro Adiós a Berlín.
Con ese observar, anotar, presentar y vestir a nuestros actores, algo nos saldrá. Al menos algo provinciano y costumbrista. Puede que algunos aparezcan y no vuelvan por aquí. O no. Hoy, por ejemplo, en una calle del barrio de Santa Marina, al oscurecer, he visto de nuevo a nuestro clochard; me pidió limosna. Más tarde, apareció una pareja sudamericana; discutían entre ellos. Ella llevaba a un bebé en el carrito y decía: «Quiero alejarme de ti para poder crecer». Él le respondió: «Haz lo que quieras, pero te advierto que crecerás para abajo, como la yuca». Estaban en una calle estrecha, poco iluminada. Pasé a su lado y pensé en quedarme detenido cerca, sin moverme, como una foto fija, escuchando. No se habían dado cuenta, tan enfrascados como estaban repasando los reproches de sus años en común.
Pero seguí caminando y llegué a un bar que frecuento y que está un tanto a desmano. Charlé con la dueña, asturiana. Estaba preparando unos filetes rellenos y empanados. Se los había encargado la farmacéutica del barrio (ella y sus amigos iban a ir a esquiar al día siguiente, pero el pronóstico del tiempo era de niebla y ventisca y habían preferido no hacer ejercicio y quedarse engordando en la ciudad). Uno de los estables estaba muy bebido, cada poco salía a la calle a despejarse. Un tipo bastante bronco, con alguna marca de estupidez en la cara; creo que no tendría mucho recorrido como figurante en nuestras narraciones. Salí en dirección a la Plaza Mayor. Había poca gente por la calle; frío y nevisca. Las losas, resbaladizas ya por el hielo. Pasé a tomar el último en La Taberna. Justo antes de entrar, en el callejón de los treinta pasos, un guaje resbaló sin remedio. Se quejaba de dolor. La jovencita que iba a su lado comenzó a grabarlo con el móvil. Él no se podía levantar. Ella seguía grabando. Los teléfonos han modificado las neuronas de nuestros adolescentes. Las imágenes están por encima del socorro mutuo o de la caridad cristiana. Hace nada, un titular del periódico era este: «Los jóvenes beben menos por salud y por otra droga: la tecnología». Y un profesor de psicología contaba que el alcohol siempre ha tenido un potente valor instrumental, es decir, para ligar con alguien que te gusta, para desinhibirte, para ser más directo… para ser como te gustaría ser. Ahora los teléfonos pueden llevar aplicaciones como Tinder. Los chavales seguirán tomando alcohol para pasarlo bien, pero para hacerse más directos, para decir las cosas a lo bestia, para eso ya están las nuevas drogas tecnológicas.
Si queremos que nuestra novela resuene a actualidad tendremos que utilizar a algunos adolescentes mirando fijamente su smartphone. Aunque esto nos lo criticaría alguien como Dostoyevski, que se definía como cronista de un acontecimiento particular que nos ha golpeado con extrañeza, pero que no se ocupaba de la descripción de nuestro modo de vida actual. De igual manera, Willa Cather diría que nada de mobiliario.
Entré en La Taberna. Un grupo de amigos estaba en la barra, pero como se les había unido un pelma al que no trago, yo también resbalé hacia el fondo del local. Invité al matrimonio de arquitectos y poco más. Volví a casa evitando lugares de peligro seguro, como el Ékole y el Santo Martino. En el patio de uno de los viejos chalets, estaba atado un perro flaco; una luz roja y escasa, acuosa, debilísima, en una habitación. Luz anémica, como la de ese planeta que veo ya desde mi balcón. Algunas noches el cielo decide mostrarse sin demasiado desparpajo. Una y media de la madrugada de día laboral, escribiendo bajo el flexo y volviendo a escuchar por enésima vez esa canción de amor.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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