/ por Arturo Caballero Bastardo /
El parón en los eventos culturales obligado por la peste y la falta de actividad durante cuatro meses largos han hecho que muchas instituciones públicas y privadas hayan retornado con exposiciones que aún no habían sido retiradas de sus paredes, y aunque resultaría ridículo poner en valor la continuidad de la exposición Almacén. El lugar de los invisibles como una consecuencia positiva del coronavirus, al menos permitirá a muchos vallisoletanos, y a los visitantes que deseen disfrutar del turismo de interior, una experiencia artística inusual: la recuperación de muchas de las obras acumuladas (bien por escasa calidad, bien por falta de espacio, bien por redundancia, bien por criterios expositivos del momento) en los almacenes del Museo de Escultura, donde han permanecido, ajenas a la vista del público, largos años.
El indudable éxito de la muestra (mientras estuvo abierta en su primera fase fue visitada por más de 45.000 personas) se basa no solo en la rareza del proyecto, comisariado por María Bolaños, directora del museo, y diseñado por Anna Alcubierre, de Espai e, sino en el hecho de que se trabaje con un concepto del que se suele renegar en la presentación de las obras de arte: la empatía. Y eso que, en contra de la formulación del propio Museo Nacional de Escultura —que en la presentación de las obras en sus salas se empeña en convertir un Cristo yacente (Gregorio Fernández, c. 1627) o la cabeza de San Pablo (Alonso Villabrille, 1707) en simples obras de arte—, ya una exposición como Lo sagrado hecho real (National Gallery de Londres, 2009-2010; National Gallery of Art de Washington, 2010 y Museo Nacional de Escultura de Valladolid, 2010) había marcado el camino.

Una obra de arte, antes de ser tal, es —hasta antes del siglo XIX seguro, y después muchas veces también— la manifestación plástica de un contenido y, en la mayoría del arte religioso, de un sentimiento. Nos hemos empeñado en aplicar al arte del ayer una conceptualización propia de la modernidad: «el arte es solo arte», repetimos, y hemos convertido una vivencia espiritual en una mera experiencia estética y en muchos casos ni la una ni la otra, bien porque resulta incomprensible para las nuevas generaciones, bien por el desprecio generalizado por los asuntos de la religión, bien porque, tal como decía Juan de Ávila en el Sínodo de Toledo de 1566, «algunas imágenes hay antiguas de bulto o de pincel que mueven más a risa y escarnio que a devoción o reverencia». El Concilio de Trento había instado a la retirada de los lugares de culto de aquellas obras no decorosas (el concepto de decoro no es idéntico en el siglo XVI a lo que vulgarmente se considera hoy) y, muchos años después, el Vaticano II remató la jugada desornamentando espacios religiosos cuya decoración quedó reducida a los elementos más imprescindibles: un Cristo crucificado (a veces solo la cruz), una Inmaculada… Es lo mismo que la enseñanza religiosa: la religión actual que se enseña en escuelas, colegios e institutos no tiene nada que ver con la historia sagrada de antaño. Y os aseguro que, desde el punto de vista cultural, hemos salido perdiendo. ¡Y mucho!

De las piezas expuestas en la muestra, podíamos decir que el verdadero milagro artístico no está en su calidad sino en su pervivencia, aunque algunas de ellas sean de la propia mano, o del taller, de artistas reconocidos como Alonso Berruguete, Adrián Álvarez, Pedro de la Cuadra, Pompeo Leoni, Gregorio Fernández, Alonso de Villabrille y Ron, Pedro de Ávila o Pedro de Sierra. Y ello porque, además de su factura, están doble incluso triplemente desubicadas. Arrancadas de los retablos en cuyo conjunto disimulaban sus carencias técnicas; enajenadas de las compañeras con las que establecían un diálogo o participaban en un discurso y, por último, porque se exponen, en espacios desacralizados, ante el ojo moderno, crítico y descreído.
La exposición contiene unas trescientas obras no exhibidas y guardadas habitualmente en el almacén del museo y se organiza en diversos ámbitos: Repetición; Contrapuntos; Reversos; Variaciones sobre un tema; Estructuras; Solistas; Coral; Libreto y Fragmentos. No está orientada en el sentido de ilustrar un tema, describir una época o recrearse en un estilo. Tampoco su puesta en escena reconstruye un almacén (guardo en mi juvenil memoria la serie interminable de san pedros bendiciendo) sino que, partiendo de unas obras humildes en sí mismas, se construye expresivamente un juego escénico sin hilo argumental (muy propio de la época poshistórica en la que nos ubicamos) que mereció ser seleccionado en la categoría de «Intervenciones efímeras» para los premisos Premios FAD de Arquitectura e Interiorismo, uno de los galardones más antiguos de Europa y uno de los más prestigiosos de la península. Y no era para menos. El montaje se impone al contenido (como por otra parte sucede con muchas manifestaciones del arte actual) creándose una nueva obra de arte a partir de otras descartadas (con gran sentido común en no pocas ocasiones) por su no pertinencia dentro del puntual discurso dominante.

El montaje, tampoco hay que ocultarlo, es complaciente con el público, al que ofrece, como plato de entrada, un relicario del que estratégicamente se ha escamoteado un busto para que te hagas una foto en su hueco y formes parte, tú también, de la propuesta expositiva. Más interés, aunque menos fuerza plástica, pueden tener para el curioso las series de crucificados medievales, renacentistas y barrocos. A las implicaciones estéticas de esta reiteración dedicó Umberto Eco una obra de referencia: El vértigo de las listas (Lumen, 2009). En otras salas podemos encontrar, castigadas contra la pared, esculturas que muestran la realidad del trabajo del imaginero que se dedica al detalle en lo visible pero desprecia, por cuestión de tiempo y coste, aquello que no podría ser nunca, dentro del contexto para el que fue creado, apreciado por el público. Tampoco debe despreciarse ver de cerca las imágenes de palo: los fragmentos dispersos de las tareas laborales de humildes entalladores, los divertimentos del operario, los fragmentos de un monstruoso ser de imposible reconstrucción, las entelequias de historiador…. Todo alcanza significación plástica en esta borrachera visual, en esta instalación performativa aupada sobre palés que está pidiendo a gritos música.

De cualquier modo, la sala quizá más interesante para el espectador se me antoja aquella en la que en forma de graderío se dispone la más variopinta colección de santos antiguos y modernos que podamos imaginar. Desde religiosos de espada en mano a quienes empuñan piadosamente el crucifijo; de ascéticos eremitas a redactores de reglas monacales; de intrépidos misioneros a humildes mujeres que nunca salieron de su celda. Y, perdidos, algunos sayones que acompañaron a Cristo en su suplicio y que ahora, por mor de los tiempos, son víctimas forzosas de un ERTE. Todos ellos componen una alucinante y laica letanía. Si nos aplicamos atentamente resonarán en nuestro cerebro, sin pasar por los oídos porque todos están mudos pero son bien elocuentes a través de sus rostros y sus manos, las ristras de mantras exterminadoras de la voluntad a través de la reiteración rítmica: Cuerpos extrañados; Actitudes anhelantes; Ropajes arrebatados; Gestos implorantes; Rostros alucinados; Cabezas suplicantes; Dedos enajenados; Manos mendicantes; Labios extasiados; Bocas agonizantes; Ojos anonadados; Espíritus llameantes….

Por voluntad de la comisaria y la diseñadora de la instalación, estas figuras han despertado a un simulacro de vida antes de que, como en la película Despertares (Penny Marshall, 1990), que recrea las experiencias del médico Oliver Sachs con enfermos de encefalitis letárgica, retornen a su eterno sueño. Pero hubo un tiempo en el que figuras como estas tuvieron vida propia y sus imágenes, y las sensaciones que recreaban, atormentaron nuestros insomnios infantiles llenándolos de pesadillas de las que más de uno parece no haberse recuperado.
Hoy, parafraseando a Hegel, tampoco rezamos a estos dioses. Se han convertido en un divertimento diletante al que, como si de un fruto extraño se tratase, hemos extraído —exquisitos degustadores de extravagantes recetas— su substancia recreándonos únicamente con su piel. Cuando valoramos sólo el aspecto estético sin vincularlo al sentimiento que le proporcionó su justificación, condenamos a las obras de arte —como se temía Benjamin en las palabras que cierran la exposición y le dan título— a ser meros datos en el inventario de un inmenso almacén.

¡Ay! ¡Qué tiempos aquellos cuando todas las cosas parecían tener un sentido y hasta creíamos que —si éramos malos— teníamos reservado un lugar en el Infierno!
Ahora parece que, según las últimas informaciones eclesiásticas, ni Infierno hay.

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. La próxima primavera la editorial Trea publicará Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha en el que realiza un análisis irónico, crítico y apasionado sobre los últimos cuarenta años del arte más actual.
Aunque no soy ningún experto en arte, sí aficionado y alevín de aprendiz, me encantó su detallado comentario por su contextualización, algo que como usted pone de manifiesto, se tiende a olvidar con funestas consecuencias, y por su inteligente y serena ironía, que falta nos hace. Muchas gracias.