Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (15)

Tomás Sánchez Santiago registra en esta ocasión del murmullo del mundo unas rosquillas fritas con sabor a infancia, el ajetreo de refugiados en Trieste o una luz rosa que enfunda el espinazo de unas montañas.

/ por Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

Como un animal lento y carnoso, el astro va ascendiendo con dedicación pacífica. Gana poco a poco altura y al fin queda así, «por encima de los nombres más suaves del mundo», suspendido sobre las cabezas de los amantes. En esa soberanía silenciosa hay protección y misterio. Luna roja en Soria.

En plena paramera, por una carretera que va hacia el este, veo desde el autobús dos edificaciones juntas: una residencia para ancianos y una gasolinera. Y nada más. El resto, eso: una planicie inmensa calcinada ahora por el sol. Pienso en quiénes pueden estar ahora ahí adentro, en medio de ninguna parte, en esa residencia con nombre piadoso —es lo usual— para que las divinidades se encarguen de lo que los hombres no quieren ocuparse. Imagino a sus habitantes como fantasmas entregados a una espera incierta. Se asomarán por la mañana al vacío inmenso que les circunda, no verán a nadie y supondrán a la vista de este páramo desierto que ya han cruzado a la eternidad. «Ya pasé al otro lado», dirán antes de que alguien los meta de nuevo adentro y vuelva a despertarlos el olor agrio a col hervida de estos lugares.

Rosquillas fritas. «Las ha hecho mi madre», nos dice quien las ha llevado para nosotros. Y esa declaración es una infalible contraseña secreta que dispone al paladar. Rosquillas de madre. Están hechas exactamente igual que las que nos hacían de pequeños (harina, huevo, azúcar, ralladura de limón…). La infancia sabía a eso entre otros sabores relevantes que no pertenecían en ningún caso al mundo embravecido de los hombres.

Ajetreo de refugiados en Trieste. En estos días llegan muchos a duras penas, con los pies reventados, y se ponen en manos de una dama que cada día baja al muelle a curárselos. Ella valora la necesidad de inclinarse ante semejantes suyos para tratarles las heridas, y cuenta cómo se establece así una fuerte intimidad subrayada por esa mirada desigual: la mujer abajo; ellos arriba, un tanto avergonzados y violentos por dejarse tocar sus miembros desgarrados y sucios. «Los pies son la parte más baja de una persona y, al mismo tiempo, lo que la sostiene» dice ella, que reconoce el don que supone que ellos le permitan tocarlos como se toca a un niño. Y aún la dama vuelve a hablar. «Todos estos gestos, banales, devuelven algo al mundo, una fuerza». También yo creo en eso que dice esta mujer. Se llama Lorena Fornasir y en Trieste la definen como un ángel.

Cada mañana, trae colgando del hocico algo que ha arrebatado y viene a mostrar mientras mueve la cola: unos calcetines, una toalla, unas bragas… Es su modo de saludarme, su manera de invitarme a salir cuanto antes al aire. Nada puede ir mal con Kimba.

Despojarse del estilo. Eso toca ahora. Ha llegado el momento de dejar la escritura sin ninguna protección. Como los frutos sin cáscara y los dibujos sin trampa de los niños. Esa difícil elementalidad.

Parapetado en el pequeño jardín de una casa, leyendo. Todo en silencio a esta hora furiosa de la tarde. Pero de pronto salen ruidos de un hangar inmediato. Un hombre ya mayor, un campesino, anda afanando allí con calma entre cachivaches. Parece rebuscar algo. Y mientras, empieza a canturrear suficientemente alto un aire flamenco, una especie de soleá que yo escucho como si fuera un haiku en esa media voz, rasposa y sostenida:

Que aunque te alejes
a cumplir con tu vida,
que no me dejes.

Y la melodía sigue flotando como un recado grave por el aire de la tarde. Me recuerda aquel tiempo en que hombres y mujeres cantaban en el trabajo bien alto y sin miedo, antes de dejar que lo hicieran las máquinas por ellos.

Una luz rosa enfunda el espinazo de estas montañas a la última hora de la tarde. Es la luz del sobrecogimiento. Y todas las criaturas parecen quedar por un momento así, entontecidas mortalmente frente a esa pomada que llega y ya se va a otra parte, igual que un buhonero silencioso que viene a recoger cada noche la mercancía sobrante del mundo. Así cae, como un lamento, el peso diario de la noche sobre la intemporal serenidad de Gredos.

Ana me recuerda que su madre siempre metía en el bolso de mano un bolígrafo. Ella, que apenas sabía escribir. Era por si alguien lo necesitaba. Su oficio en la vida fue ese: atendernos a todos.

La imaginación, esa es mi patria. Ya no tengo otras. Solo esto: sacar a la realidad de sí misma. Corregirla con palabras que la alteren porque no la acepto como es. Hay en mí, sí, una resistencia a pactar con lo real tal como es, sin añadir nada de mi parte. Igual que a René Char, a mí tampoco me interesa aquello que no ha venido al mundo a perturbar algo. Pero un poeta no emplea la imaginación para huir de la realidad sino para afirmarse del todo en ella (ahora necesito que venga alguien con competencia a explicar esto último porque yo no lograría hacerlo. Aunque creo en ello a ciegas).

En la cola de Correos, una gitana ya mayor. Su saludable falta de prejuicios a la hora de vestir. Va de luto riguroso pero calza sobre las medias negras unas tremendas pantuflas anaranjadas de andar por casa, muy llamativas. Esa llamarada atrae la mirada de todos los que permanecemos como estatuas en la cola. Veo el adorno del floripondio, muy exagerado, que recubre el empeine y es como si las zapatillas aleteasen o se moviesen solas. A lo mejor, sin saberlo, la gitana pretende eso: no existir ella para los demás; solo sus suntuosas zapatillas. Contra el calzado reglamentario que los otros nos ponemos, ahí está eso otro. Fuera de tono y fuera de lugar. Luto y chirrido. Un buen golpe de timón contra la grisalla de las convenciones comerciales.

Estar lejos de todo. Ese es el impulso que ahora se le impone. Pero es imposible lograrlo: uno está lejos de algo solo para estar cerca de otra cosa. Y eso le molesta. Ni siquiera consigue ponerse de espaldas al mundo: cuando lo hace, siempre ve enfrente algo que lo interpela.

Se niegan a llevar mascarilla porque les oculta la frescura absoluta del rostro. Y no dudan en seguir invocando a la vida como ellos la suponen todavía: un alegre aturdimiento continuo donde poder exhibir, al margen de los escalafones del mundo, el resplandor de sus cuerpos. ¡Cómo van a infectarse en esa inapelable soberanía arrasadora de la juventud! Así, ajenos a los visajes de la muerte, ellos están seguros de tener una inmunidad que se van traspasando mientras cantan y beben juntos y lo alborotan todo entre abrazos. Creen que así imponen la vida sobre esta otra sombra siniestra que nos acorrala a todos. Son los jóvenes. Impulsivos y arrogantes, están ocupados solo en ser jóvenes. Siempre fue así. La insensatez, lo temerario, el desprecio al peligro, la insolencia… Miro hacia atrás y me veo reflejado en ellos. Puedo entenderlos.

«Qué hacer con estas pocas y flaquitas palabras, / camino a entristecerse; / si dejarlas a un lado, si guardarlas / dentro de un vaso hermético; que se marchiten con el ruido y suban / desesperadas, busquen una grieta / y veloces se oculten». De este modo comienza su poema «Cucarachitas»el poeta costarricense Carlos Francisco Monge. Así las palabras a menudo en el poema, correteando como insectos sin solvencia inmediata, «a punto de abrasarse, / ya sin rumbo y sin nadie / que las tome en serio. / Ay, hijas, cómo cunde el horror al vacío». El desvalimiento es la sensación que más acosa a un poeta. De pronto toma conciencia de que no sabe escribir, no entiende las palabras, ni siquiera podría suscribir lo que alguna vez dijo en sus poemas. Se ha vuelto un analfabeto, un menesteroso del espíritu. Un mendigo. Entonces mira de cerca sus palabras y ve eso: cucarachas, cucarachitas salpicando con sus pasos erráticos la realidad. Nadie me lo ha explicado mejor que Carlos Francisco Monge en este poema, que abre en canal esa experiencia de funambulismo y vértigo que es escribir. Y también haber escrito.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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