Evolución culinaria e instrumentación; técnicas y tecnología. 3. Recipientes para cocinar

Francisco Abad Alegría prosigue su serie sobre la historia de las formas y el utillaje de cocina ocupándose del mundo de los recipientes, de la barbacoa caribeña al tajín marroquí.

/ por Francisco Abad Alegría /

Puro fuego y brasa

Cuando Levi-Strauss, en sus trabajos a menudo vulgarizados desde diferentes ópticas,[1] explica los mitos que subyacen en la relación entre los dioses, o lo alto, lo sobrenatural, y el hombre,[2] además de implicar a episodios de contenido complicadamente sexual, como lo hace por otro camino Freud en su interesante aunque metodológicamente discutible obra tardía sobre el monoteísmo, menciona como protagonista al fuego.[3] El sol bienhechor calienta piedras planas que absorben su energía y luego la ceden para cocer productos básicamente proteicos: «Antes de conocer el fuego y la cocción de los alimentos, los hombres estaban reducidos a poner la carne encima de una piedra para exponerla a los rayos del sol —atributos terrestre y celeste por excelencia—».[4]

El paso inmediato es el aprovechamiento del fuego, el sol trasladado a la tierra. Un exceso de calor destruye la comida; su déficit o exposición prolongada a niveles moderados, la putrefacción. La justa medida, la adecuada proximidad o distancia entre cielo y tierra, señala el lugar propio del humano: no muy lejos de los dioses, porque languidece; no muy cerca de ellos, porque resulta destruido. Algo tan sencillo, y que queda explícito en la interpretación que hacen de la cocción culturas poco avanzadas socialmente, es la explicación para lo que podríamos denominar punto, la diferencia entre comestible, pútrido o crudo.

Y esa cocción abarca tanto a la piedra caliente por el sol, como a la que es caldeada por un fuego subyacente,[5] como a la misma hoguera, sus penachos más altos, sus brasas o las calientes cenizas residuales,[6] a menudo tras peculiar envoltura que actúa como protectora del alimento y al tiempo recipiente efímero que retiene aromas y jugos. (Figuras 1, 2, 3 y 4). Socialización, ritualización elemental, participación comunitaria en la comida y fuego, en todas sus formas, van a ser desde tiempo inmemorial signo de comida, de civilización (Figuras 5 y 6). Progresivamente se va difundiendo un modo de comer que no solo hace más digestible y grato el alimento sino que, tal como ya se ha visto que generó el desarrollo de técnicas de troceado y distribución en raciones, contribuye a estructurar alrededor de la comida a la estricta organización social, haciéndola más compleja y estable.

Preparación de fuego polinesio, envolviendo con piedras candentes y hojas piezas vegetales y animales en Papúa.
Esquema de estructura del fuego polinesio.
Asado de carnes sobre parrillas metálicas.
Esquema de funcionamiento de barbacoa clásica caribeña.
Barbacoa clásica doméstica, provista de parrilla y tapadera para ahumado simultáneo.
Barbacoa real de obra en hogar particular, con función de parrilla y prolongada cocción con ahumado.

No se debe olvidar un empleo que ha quedado para el recuerdo o el folclore en la práctica, y es la utilización de recipientes de madera —por tanto combustibles— mediante el calentamiento del contenido líquido, habitualmente leche, dejando caer dentro piedras previamente calentadas a la llama y manejadas con pequeñas pinzas u horquillas de ramas; actualmente ya es una mera reliquia saborizante para la mamiya, luego cuajada, singularmente en el navarro valle del Baztán (Figura 7).

Kaiku vascongado moderno, para cocción de leche por inmersión de piedras candentes.

Una evolución tecnológicamente más avanzada que la mera plancha de piedra calentada sobre brasas, pero que sigue sin permitir la elaboración de productos líquidos o que no cuajen inmediatamente al contacto con el calor, es el comal y sus diversas formas, construido con materiales que van de la plancha torneada de gruesa capa cerámica y luego cocida al horno a las planchas de tamaño variable elaboradas con metales, algunas elementos de fortuna o rústicos, procedentes del aprovechamiento de artilugios desguazados por inservibles para su cometido original (Figura 8), y otras preparadas expresamente con hierro fundido y formas precisas, como las planchas para elaborar tortas de maíz, no panificable por la ausencia de gluten que retenga el carbónico desprendido en la fermentación de los polisacáridos del cereal (en zonas vascongadas denominadas taloburdiñ) y las más evolucionadas tortas finas de contenido farináceo aglutinado con proteínas animales, como la sangre o el huevo, denominadas filloas en áreas galaicas (en el nebuloso mundo que se ha dado en llamar céltico) o ya en el corazón de Europa, desde tiempos de la romanización, denominadas crêpes (Figura 9). El avance de los pequeños comales de forma precisa permitió la elaboración de productos impensables aún en remotos tiempos en que ya se podían hacer elementos a la plancha, porque dio origen a raciones manejables que podían contener alimentos troceados y aderezados, de consumo individual, aunque en agrupación festiva o doméstica, tales como tacos, tortillas o crêpes rellenas de salado o dulce. El paso resultaba ya irreversible e iba mucho más allá de la mera cocción de harinas y la también compleja, pero de muy diferente resultado, panificación. Sobre la torta elaborada se apoya un mundo de cocina radicalmente evolucionado, para algunos lugares, singularmente mesoamericanos, realmente identitaria.

Comal rustico mejicano elaborado con un amplio disco de arado-desmenuzado metálico.
Plancha gallega (Lugo) de preparación de tortas de maíz y filloas, semejante al taloburdiñ de los caseríos vascongados.

Cocinado de productos fluidos

La plancha o la parrilla y sus variantes no permiten aunar en el proceso de cocinado elementos sólidos y líquidos. Se precisa recoger el conjunto en un recipiente cerrado, razonablemente impermeable y con capacidad suficiente para contener el conjunto que se va a someter a la acción del calor, contando con dos elementos adicionales: el posible rebosamiento producido por el calentamiento y ebullición y la preservación de la humedad, que recoge y redistribuye los sabores y aromas así como elementos nutritivos. El gran salto técnico en este campo se debe a dos elementos simplicísimos en apariencia: la olla, caldero o cazuela y la frecuentemente ninguneada cobertera del recipiente de cocción.

Poner un reborde a recipientes de cerámica o metal cambió radicalmente la forma de entender la comida en todo el mundo. Los alimentos se someten al calor unidos en algo que ahora podemos llamar salsa (que tenía significado muy diferente hace siglos) o caldo y la complejidad se adueña de las preparaciones; aunar diferentes elementos en el mismo proceso de la preparación supone de hecho inventar cultura culinaria. Ni siquiera la torta o tortilla o taco, que admitiría (como también la rodaja de pan) la aposición de algún preparado asado, triturado o aliñado con vegetales saborizantes o de textura más compleja que el mero producto asado o crudo, puede compararse con la cocción de diversos elementos aunados y además de consistencia cremosa o fluida (Figuras 10, 11, 12, 13 y 14).

Cazuela convencional de barro.
Pucherillos de sopas de Teruel.
Cazo de cobre enmangado con hierro.
Puchero de fondo convexo adaptable al empleo en los anillos de la cocina económica.
Olla medieval (Teruel) con asas y cuello angosto.

La invención de la alfarería fue decisiva para la evolución de la cocina.[7] Los alimentos, hasta entonces, se podían tomar someramente cocidos en madera o piel, asados a fuego vivo o rescoldo, o crudos. Pero la disposición de recipientes cerámicos impermeables, y al tiempo resistentes al calor, permitió la maravilla de la cocción, es decir, la exposición al calor de un alimento dentro de un líquido de gobierno, lo que facilita la distribución homogénea del calor y el intercambio de aromas y sabores entre los productos que puedan mezclarse en la vasija. La factura artesanal de los recipientes cerámicos aconsejaba el empleo de artilugios que asegurasen la estabilidad del recipiente, en forma de trébedes y arrimadores o sesos[8] (Figura 15). La llegada de los metales a la cocina supuso un avance sin vuelta atrás en la alimentación. Se disponía de recipientes resistentes a los golpes y a calentamientos extremos, relativamente ligeros en comparación con los cerámicos y de formas variadas y evolucionadas. (Figuras 16, 17 y 18). Sin los recipientes metálicos, nuestra cocina actual sería absolutamente impensable. Un paso especialmente avanzado desde el punto de vista tecnológico en la cocción con recipientes de metal es el empleo de hierro fundido de gran sección, que reparte uniformemente el calor y se considera una adquisición del último siglo y medio en forma de coccottes,[9] aunque tiene equivalentes especiales muy antiguos, como el kadhai indio. La evolución posterior a llevado a la invención de la olla a presión, a partir de finales del siglo XVIII, que aprovecha el aumento de presión por cierre hermético, generando un notable aumento de temperatura de ebullición (cerca de los 118 ºC) para cocer los alimentos en poco tiempo y con gran eficacia[10] (Figura 19). Pero eso nos lleva a otro tema de gran importancia, como se ha dicho, a menudo tratado como menor: la cobertera.

Trébedes y arrimador para asegurar la estabilidad de las ollas de fabricación cerámica artesanal.
Olla metálica de principios del siglo XX (Porrúa, Asturias).
Gran pote para cocción ininterrumpida en el lar bajo (Lugo).
Puchero arrimadero con cobertera, que recibe el calor del hogar lateralmente.
Primera olla a presión Bellvis (Zaragoza) ya mejorada con esmaltado de principios del siglo XX.

La cobertera se ajustaba con diferente precisión o estanqueidad al cuello de la olla de cocción, lo que permitía retener líquido, que de otro modo se habría disipado por evaporación y al tiempo, según su perfección, aumentaba levemente la presión en el interior, de modo que consecuentemente aumentaba también la temperatura de ebullición (Figura 20). Sin coberteras eficaces, no serían posibles las elaboraciones de guisos complejos y potajes clásicos de las cocinas occidentales e incluso elaboraciones como la olla podrida, el cocido o la adafina judía, que han conformado toda una cultura culinaria de puchero que persiste y ha conformado el panorama sitiológico tradicional.[11]


Coberteras de ollas primitivas . La panzuda superficie, máxima en el caccabus romano (1) se remata por un cuello angosto, reteniendo el calor y facilitando el cierre, que se hace mediante coberteras específicas (2a)  o un plato cóncavo invertido (2b), para lo que el borde de la olla adquiere diversas formas (3 a, b, c),

Un caso singular de cobertera rústica cerámica de larga tradición magrebí y que ha generado platos singulares, es la cubierta del tajín. La cobertera se asienta sobre una base de cocción muy gruesa y relativamente poco elevada y tiene forma de largo cono, que permite con mínimo esfuerzo técnico y relativo ahorro energético, una prolongada cocción con ahorro y concentración de sabores (que personalmente considero maravillosos) por un mecanismo de enfriamiento-recaída-evaporación controlada (Figuras 21 y 22).

Tajín clásico marroquí.
La aparente simplicidad del tajín, aúna calor bajo, transpiración controlada de algo de humedad por las paredes de la gran cobertera cónica y recaída de los jugos condensados en la parte alta sobre la vianda que se está elaborando.
 

[1] C. Levi-Strauss: Lo crudo y lo cocido (3.ª ed.), México: Fondo de Cultura Económica, 1982,  p. 11.

[2] Ibídem, p. 290.

[3] Ibídem, p. 131.

[4] Ibídem, p. 285.

[5] Ibídem, p. 289.

[6] J. Kuper (ed.): La cocina de los antropólogos, Barcelona: Tusquets, 1984, pp. 186-188.

[7] M. Montanari: La comida como cultura, Gijón: Trea, 2006, pp. 31-54.

[8] Alvar., op. cit., lámina 43.

[9] A. Ramírez: «Su peso en oro: la cocotte», Magazine El Mundo, 16-3-2008.

[10] F. Abad Alegría: Líneas maestras de la gastronomía y la culinaria españolas (siglo XX), Gijón: Trea, 2009, pp. 145-167.

[11] F. Abad Alegría: «Caccabus, olla podrida, adafina, cocido: un entramado cultural», Temas de Antropología Aragonesa, 21 (2015), pp. 57-82.


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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