/ por Pablo González /
Ahora que las recientes presidenciales estadounidenses y la flamante orden ministerial contra la desinformación del Gobierno español copan portadas y tertulias, no estaría de más intentar tomar cierta distancia y arrojar algo de luz sobre ambas cuestiones y su manifiesta relación: que la desinformación es un problema para cualquier democracia es tan cierto como el hecho de que fueron precisamente las elecciones del año 16 en Estados Unidos las que generalizaron una serie de innovaciones en materia de mercadotecnia política que han inundado el mundo y sus redes sociales de discursos de odio y noticias falsas. Y no es que la posverdad o la crispación fuesen invenciones del equipo asesor de Donald Trump, pero su efectividad en los nuevos medios digitales llegó a tal nivel que, al menos en lo que al mundo virtual se refiere, hubiéramos de admitir que aquel 2016 y su campaña electoral representaron la hora más crítica, y no lo sabíamos. Desde entonces, mucho se ha escrito, bastante menos se ha legislado, y a pesar de la creciente amenaza y de alguna que otra propuesta bosquejada (principalmente en la Unión Europea), siguen abundando las incógnitas y escaseando las certidumbres: ¿puede la autorregulación encauzar el problema? ¿Deben los Estados aplicar sanciones? ¿Sería deseable alguna especie de censura en las redes? ¿Quién habría de imponerla para evitar algo parecido a un Ministerio de la Verdad? ¿Dejamos que el mercado arregle lo que estropea? Cierto es que el procedimiento aprobado por nuestro Gobierno aborda alguna de estas cuestiones y fija por fin un punto de partida en la materia, pero también parece dejar demasiado en el tintero a la vez que arroja una duda más que razonable sobre la peligrosa unilateralidad consignada al poder ejecutivo. Además, ha levantado una desalentadora polvareda política y mediática repleta de lugares comunes, reflexiones superficiales e indignante hipocresía. Y mientras tanto, las redes sociales continúan llenándose de división, odio y medias posverdades. ¿Por qué?
Vivimos en un mundo que produce sobredosis de información, millones de bits que son arrojados constantemente a la red y que requieren, asimismo, de filtrado y selección continuos. Esta riqueza de información crea, necesariamente, una pobreza de atención y los grandes distribuidores de contenido web, con Facebook y Google a la cabeza, son bien conscientes de lo que la ecuación supone en un modelo de monetización basado en ingresos publicitarios y en una gratuidad de servicios que se convierte en pilar fundamental del modelo: como el público entiende ya que dichos servicios de contenido e información digitales deben ser provistos gratuitamente, los ingresos de los gestores de información dependen principalmente de los banners publicitarios y el contenido patrocinado. El usuario se convierte así en el producto que se vende a las empresas anunciantes que buscan publicidad, y que son los verdaderos clientes de los grandes y pequeños de Internet en este modelo. Tal formato de publicidad, como todos, necesita visualizaciones, cuantas más mejor, para obtener ganancia; necesita atraer a un público que tiene la opción de decantarse por otro de los múltiples generadores de información y contenido; necesita atención en, como hemos visto, la escasez de atención. Y para ello, los adalides del modelo estudian, acaso como ninguna empresa lo había hecho hasta ahora, los entresijos y funcionamientos ocultos de nuestro cerebro a la hora de asimilar información.
El llamado modelo de emociones, desarrollado por el psicólogo norteamericano James A. Russell, es una de las referencias más reveladoras en este campo. A través de la clasificación de determinadas emociones y el análisis del grado en que nos motivan a actuar, arroja conclusiones tan interesantes como aterradoras: la ira es la emoción negativa que más incita a la acción, siendo la excitación la primera de las llamadas emociones positivas (de ahí que el sexo sea un reclamo publicitario tan común). El estudio indica que la calma, la serenidad y la tranquilidad son emociones que incitan poco a actuar y, por tanto, no interesan a la hora de motivar y dirigir conductas (principalmente ligadas al consumo); el propio modelo de negocio las orilla. Como hemos visto, si el gran desafío de las redes sociales es captar una atención que escasea y maximizar el grado de exposición de sus empresas anunciantes, es esperable que prioricen las informaciones y contenidos basados en emociones que empujen a la acción. Una noticia que despierte rabia y bronca incitará al clic, a su lectura e incluso a comentario y difusión, generando más visitas al medio digital, más tiempo de permanencia en su sitio web y el consiguiente aumento de ingresos por publicidad. De esta manera, muchos de los medios y generadores de contenido redactan la información desde un punto de vista emocional y, a ser posible, desde la negatividad; algunos llegan al extremo de inventar noticias para únicamente provocar controversia, discusión… y de paso pingües beneficios en publicidad. Ni que decir tiene que los grandes transmisores y distribuidores de información en internet se benefician de estos comportamientos, creándose así las famosas fake news, mentadas por muchos y meditadas por muchos menos; y es que su razón de ser se encuentra en el núcleo del modelo de negocio de varias de las empresas más lucrativas del planeta.
El sociólogo Zygmunt Bauman ya nos venía alertando sobre los peligrosos efectos de las redes cuando afirmaba que «la gente utiliza las redes sociales para encerrarse en zonas de confort, donde lo único que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara», anticipando una faceta fundamental de nuestro comportamiento aprovechada por las plataformas digitales: el sesgo cognitivo de confirmación. Este efecto psicológico, una mejora evolutiva necesaria que nuestro cerebro precisa para simplificar y acelerar la toma de decisiones, provoca un filtrado selectivo y subjetivo que a veces funciona, y a veces no; y evidentemente la vulnerabilidad es explotada. Ante el aluvión de datos disponibles, y a fin de evitar el tremendo análisis necesario para evaluar su completa veracidad, nuestro sesgo cognitivo nos lleva instintivamente a otorgar más valor a la información que se alinea con nuestras convicciones y creencias preconcebidas, mientras nos hace subestimar, o directamente ignorar, la que no se amolda a nuestras opiniones. Así, las fuentes de información se convierten en una burbuja que refleja una y otra vez lo que ya pensamos y creemos: seguimos a personas, leemos periódicos y visualizamos videos que encajan con nuestras certidumbres, y despreciamos el resto. Lo descrito es intensificado por las plataformas digitales al filtrar y seleccionar contenidos apropiados a nuestro sesgo de confirmación, con el ya conocido objetivo de obtener más visitas y más tiempo de permanencia. Es fácil prever el lado oscuro: reafirmación constante de que la mayoría piensa lo que nosotros pensamos, nuestra opinión es la correcta mientras la diferente se equivoca y es minoría, no hay otros puntos de vista dignos de ser tenidos en cuenta, el interés por entender al distinto se pierde, las zonas grises se evaporan… y aparece la polarización.
Existe una tercera debilidad psicológica en nuestro cerebro agravada por la actual economía digital, y que fomenta de paso la ya mencionada polarización. Se trata del llamado efecto backfire, y ocurre cuando, ante evidencias razonadas o empíricamente demostradas en relación a una determinada cuestión, se comprueba que las creencias preestablecidas de una persona o grupo sobre tal cuestión, además de no cambiar, se afianzan y radicalizan. El efecto ha sido demostrado experimentalmente al comprobar que la recepción de información contrastada contraria a opiniones ya existentes produce, en la mayoría de los casos, un incremento en la confianza depositada en dichas creencias previas, independientemente de las certezas demostradas por la nueva información. En el fondo, se trata de una suerte de terquedad en versión digital, avivada por la dificultad de modificar o enmendar una posición ante nuestra panoplia de amigos, enemigos y desconocidos virtuales y que dicha corrección, por si fuera poco, permanezca indeleble, escrita para siempre en la inmensidad de la red. Rectificar en Internet no es para los sabios, es para los débiles; de ahí que las discusiones online favorezcan la obstinación y la intolerancia en detrimento de la transigencia y la comprensión del otro.
El panorama expuesto, enormemente preocupante a mi entender, ayuda a explicar muchos de los comportamientos dentro de un modelo de producción y consumo de contenidos digitales que fomenta la utilización de la ira como palanca de actuación, el sesgo de información y la intransigencia. En tiempos de extrema emocionalidad y de respuestas simplonas a problemas enormemente complejos, los extremismos políticos se mueven como pez en las aguas virtuales mientras recurren permanentemente a la exaltación, nunca a la razón, y enfrentan a los penúltimos con los últimos. Dichos extremismos no surgen en Internet ni en su modelo de negocio, esto es evidente; existen multitud de razones que requieren análisis pormenorizados y soluciones a la altura, pero no me cabe duda de que el paradigma digital aquí explicado actúa como un importante catalizador. Ante tamaño desafío, huelga establecer límites a un modelo de negocio que, incontrolado hasta la fecha, viene demostrando una sobrada capacidad para socavar las débiles raíces de nuestras democracias, y que solo podrá ser confrontado mediante un debate público formado e informado en el que representantes políticos y sociedad civil asuman por fin el enorme reto de estudiar y cambiar lo que no funciona. No parece fácil, visto lo visto, pero ninguna cuestión realmente importante lo ha sido jamás.

Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.
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