/ una reseña de Carlos Alcorta /
No es esta la primera ocasión en la que el poeta (una gran parte de su obra poética, la comprendida entre los años 1998 y 2018, una obra de absoluta madurez, ha sido publicada recientemente bajo el título Ámbito sustancial) y traductor Juan José Vélez Otero (Sanlúcar de Barrameda, 1957) se adentra en la poesía de Billy Collins (Nueva York, 1941), el poeta, según el New York Tomes, más popular de su país, que ejerció de Poeta Laureado en el bienio 2001-2003 y autor de un larga lista de libros que comenzó con Pokerface (1971) y, de momento, concluye con el libro objeto de este comentario, La lluvia en Portugal. Pero, como decíamos, Vélez Otero ya se adentró en su obra con la publicación en esta misma editorial de la antología Poemas, cuya selección se centraba en Preguntas sobre los ángeles (1991), quizá su libro más celebrado, El arte de ahogarse (1995) y Un rayo durante un picnic (1998), una selección un tanto escasa como se ve, pero lo suficientemente amplia como para abrir el apetito del lector y fomentar el deseo de leer a Billy Collins con mayor profundidad, algo que podemos hacer sin restricciones con este magnífico La lluvia en Portugal que no hace sino afianzar las características poéticas que han convertido a su autor en un poeta seguido por miles de lectores, no en vano la crítica ha calificado su poesía como «una amalgama de accesibilidad e inteligencia» o, lo que es lo mismo, como una sabia combinación de intuición e inteligencia, mezcla que, si se ajusta a las debidas proporciones, suele decantar la mejor poesía. Vélez Otero nos dice que su estilo se ha afianzado en un «tono confesional y en una voz afable que busca la complicidad del lector y da testimonio de la vida humilde y diaria, de la trivialidad de lo cotidiano, del misterio cercano de la existencia». Pero no se piense que, para lograr esos miles de lectores a los que aludimos, Collins hace alguna concesión al lector rebajando la intensidad de su escritura ni, por otra parte, la potencia por medio del artificio retórico. El prologuista lo resume con precisión: «Collins huye de la grandilocuencia metafórica o de la sorpresa del adjetivo y dirige su esfuerzo poético a conseguir que el poema sea claro, articulado e inteligible». Sin embargo, sus poemas no buscan intencionadamente la connivencia y el aplauso públicos, aunque no se puede negar que ese cóctel, no enteramente original, por otra parte (también lo vemos en Charles Simic, por ejemplo) de humor, de ironía y de asombro que alimenta sus poemas resulta muy atractivo y estimulante, no obstante, cualquiera que escriba sabe las dificultades que entraña llevarlo a cabo. Por lo general, la anécdota que da pie a la escritura de poema esconde dentro de su aparente simpleza una carga de profundidad emocional que el lector paciente consigue desmenuzar en la medida en que el efecto sorpresa, la resolución inesperada, que deslizan algunos de los versos es asimilado e interiorizado. Paradójicamente, los temas que trata la poesía de Collins no son lo que podríamos llamar complacientes. En muchas ocasiones, se interna por la parte menos amable del ser humano y deja en evidencia sus miserias y la tragedia que algunas vidas acarrean en su devenir existencial, algo connatural en un individuo que convive con su escepticismo, dejándose arrastrar por él en algunos momentos. Y es que ni siquiera a través de la poesía el poeta es capaz de liberarse de los dramas que ofrece la realidad, como queda de manifiesto, entre otros muchos, en el poema «La noche de la rama caída», en el que un gorrión se pierde «entre las hojas de la rama caída/ que aún parecía estar creciendo del árbol,/ en ciernes y esplendorosa como en los días anteriores», pero que pronto será pasto de la motosierra. Tanto el humor (en este mismo poema, la alusión a san Dionisio apunta en esa dirección: «tras su decapitación, reaccionó/ recogiendo su cabeza del suelo,/ después de rodar, por supuesto / y la utilizó para pronunciar ante el pueblo/ lo que resultó ser su discurso más memorable») como la imaginación, es cierto, contribuyen a atenuar esa trágica impresión, pero, por lo que parece, no es más que una sensación pasajera. Él mismo lo aclara cuando tira del hilo de sus influencias:
«Quizás una influencia más constructiva fue la que llegó de la mano de un pequeño libro de la editorial Penguin —todavía lo conservo—titulado The new poetry. Estaba editado por A. Alvarez. Fue la primera vez que llegaban a mis ojos poetas como Thom Gunn, Ted Hughes, Philip Larkin, Charles Tomlinson y otros (curiosamente, todos británicos). Siempre llevé el libro conmigo a todos los colegios a que fui a estudiar. Me encantaba la claridad y la simplicidad del lenguaje, cargado de ironía. […] mis poemas contienen ese mismo tono de equilibrio entre la profundidad y la ironía. Eso es algo bastante difícil de conseguir, ya que la tendencia es a irse a un extremo o al otro y acabar escribiendo poemas cursis, demasiado hábiles, o muy serios».
Vélez Otero extiende esas influencias a autores como Frost, Rexroth, Hall, Lowell, Pessoa o la poesía griega y, en lo referente a la composición del poema, menciona la estructura del jazz como ineludible, porque este «suele tener un comienzo suave para terminar con una explosión de fuerza expresiva». No podemos, en todo caso, reducir la variedad de los procesos compositivos que delata la poesía de Billy Collins a estos mínimos parámetros. Pese a la claridad expositiva de una gran parte de su obra, hay poemas no impropios de la técnica surrealista, así me parece percibirlo aquí en el titulado «No tan muerto», del que extraigo estos versos: «La taza de porcelana no deja/ de acercarse sutilmente hacia/ la trucha plateada que yace en una tabla marrón de cedro». Si tenemos en cuenta que para nuestro autor el ejercicio poético guarda cierta semejanza con el oficio de costurera, porque «La Poesía [la costurera] trabaja muchas horas/ y rara vez habla con el sastre/ mientras, inclinada, arregla los disfraces/ de diversas figuras alegóricas/ a quienes el Ahorro les ha dicho lo barato que cobra», no pueden resultarnos extraños estos cambios de registro que, sin perder su propio tono conversacional, desplacen en interés del poema hacia zonas menos confortables de la mente al inconsciente y su contenedor de sombras. Resulta evidente que la realidad dista mucho de ser una superficie plana y sin aristas que se puede recorrer de parte a parte sin contratiempos. Los conflictos personales, en alguna ocasiones trascendidos en écfrasis como «Ícaro, de Hendrick Goltzius (1588)» o en elegías como «Helio», van haciendo mella en esa aparente trivialidad vital a que da lugar el humor mal entendido, como ocurre en estos versos que nos recuerdan al Juan Ramón de «Y yo me iré. Y seguirán los pájaros cantando»: «Cuando comprendí que todos estos lugares/ seguirían abiertos el día después de mi muerte,/ juré beber más agua,/ comer más frutas y verduras,/ y empezar a ir al gimnasio, al que nunca voy». No es fácil incitar a la risa cuando se trata un tema como la muerte: sin embargo, Collins lo logra, quizá porque los años le han enseñado a no mitificar la realidad, a tomar conciencia de la fugacidad sin dramatismo: «El problema del presente/ es que está siempre desapareciendo./ Atrapa el segundo que se tarda/ en acabar esta frase con un punto. Ya se ha ido». Ese deseo de no cargar las tintas sobre el lado melancólico de la existencia se ejemplifica en el poema «Nota a J. Alfred Prucfrock», una parodia de Eliot, cuya cadencia recuerda sin embargo a Stevens, que finaliza con este verso: «¿Cuál es tu problema, hombre?». La lluvia en Portugal termina con un esperanzado canto titulado «Alegría», un excelente colofón y un ejemplo perfecto de cómo un asunto cotidiano —la contemplación del cielo— puede convertirse, gracias al hechizo de las palabras, en una reflexión existencial y en un himno de agradecimiento por el mero hecho de estar vivo: «¡Qué maravilla estar vivo sobre la tierra/ entre toda esa maquinaria de la traslación!». Qué maravillas estar vivo también para leer libros como este.
Un poema de Billy Collins
Vierto una capa de sal sobre la mesa
y trazo un círculo en ella con el dedo.
He aquí el ciclo de la vida,
le digo a nadie.
He aquí la rueda de la fortuna,
el Círculo Polar.
He aquí el anillo de Kerry
y la rosa blanca de Tralee,
les digo a los fantasmas familiares,
a los padres difuntos,
a la tía que se ahogó,
a mis hermanas y hermanos no nacidos,
mis hijos nonatos.
He aquí el sol con sus rayos brillantes
y la luna amarga.
He aquí el círculo absoluto de la geometría,
le digo a la grieta de la pared,
a los pájaros que cruzan por la ventana.
He aquí la rueda que acabo de inventar
para que gire el resto de mi vida,
digo,
tocándome la lengua con el dedo.

Billy Collins
Valparaíso, 2020
214 páginas
15,95€

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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