/ por Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

El cristal de las uvas guarda enfrascada dentro toda la luz del verano. Pienso en eso —dicho de otro modo mejor por Eugénio de Andrade en aquel poema— durante el trajín de la vendimia. Es una mañana de aire fino y muy limado, con el ánimo dulce de los licores tranquilos. Bajo el cielo harinoso del otoño, tan agachado que trae intimidación, se extiende la antigüedad de un paisaje de encinas alucinadas y de cepas retorcidas, ganadas por una artrosis que parece salir del rencor de la tierra. La trágica fantasía de Sayago.
Semanas más tarde he encontrado las llaves de casa. Pasé por el edificio de la policía local y allí las tenían, en la sección de objetos perdidos, junto a muchas otras en una caja abierta de zapatos. Las reconocí enseguida, como si fuesen ellas las que hubieran saltado de alegría al verme. Por fin el bañista encontró la ropa y vuelve a casa menos desnudo, menos desamparado ya.
Resiste aún la vieja pintada que ya vi hace años estampada en la fachada de un portal: «Lorena. Te quiero pero poco». Seguramente el recado ha durado más que el sentimiento expresado, lleno de reservas desde el principio. Ya entonces me había llamado la atención esa fórmula llena de prevención. Frente a aquel otro «eternamente», tan temerario, este mensaje es así de cauteloso. Retrata a una generación que ya no cree en absolutos y que acepta la provisionalidad en todos los órdenes de la vida. En el trabajo, en el amor, en el lugar donde se vive, en el alcance de las lealtades. Todo es provisional; nada garantiza ya lo incesante. Así que esa pintada no es una proclamación sino una advertencia. Hay en ella más honestidad que en las inflamadas declaraciones de los amadores de antaño. Lorena ya se habrá hecho mayor del todo. La habrán alcanzado los desengaños. Ahí sigue la pintada…
Vino a contarnos cuánto y cuánto se estaba atendiendo a su obra: tesis, ensayos, artículos, sesudas aproximaciones críticas en las universidades… Qué escritor desdichado. Tiene estudiosos pero no lectores.

Ella guarda las cortinas del verano, de loneta tupida, y pone otras de un entramado textil más abierto y con motivos de memoria solar, como para invocar a la luz menguante. Y aparecen los primeros jerseys en el armario. Y se habla de guisos de olores contundentes, olores a la severidad de especias oscuras de sabor montuno. El cielo se pone agachadizo, sufriente. Ahí afuera un chopo solitario y medroso se deja pelar sus últimas hojas pecosas y amarillas. Todo se prepara para recibir al frío
Como una pelusa despeinada, un poco de hierba asoma en la calle aquí y allá entre las junturas del cemento. Bajo los suelos de la ciudad revienta suavemente la naturaleza como para renovar por su cuenta el pacto con los humanos. Aquí sigo a pesar de todo, parece decirnos en esa aparición entrometida y mínima. Como argumentó alguna vez Osip Mandelstam, la carrera de la modernidad no se mide por metropolitanos o rascacielos, sino por el alegre hierbajo que se abre paso entre los adoquines de la ciudad.
Esa muchacha que espera junto a su padre la camioneta que la lleva cada mañana a la institución donde la atienden. Es del barrio. La he visto crecer año por año. Lleva una gorra visera blanca (a veces es otra: una gorra de capitán de barco de color rosa), muy graciosa, y ropa cómoda de signo deportivo. Se ha hecho muy alta y se mueve resuelta a pesar de las dificultades de una parte de su cuerpo. Por ella, por esta muchacha, por su alegre obstinación para vivir en medio del ruido que hacen los demás, yo debo seguir esforzándome en escribir, en llegar a la médula de las palabras como ella aplica con esfuerzo sus pasos, uno tras otro, que parecen ir en pos de un sueño que no renuncia a alcanzar. Los dos a duras penas.

En esa casa de Fariza se imponía por todas partes la tromba oscura del pasado. Muebles como animales corpulentos, fotografías familiares de antepasados, objetos un día desechados pero que ahora encontraron su sitio… ¿Y qué más? Algunos testimonios del naufragio de alguna herencia… ¿Y qué más? Un reloj de caja erguido y mudo, de estatura paciente y con el péndulo atascado y vertical como una corbata adormilada… ¿Y qué más? Hay un orden extrañamente orgánico por habitaciones y pasillos. Una cronología afantasmada. Quienes cuidan allí de la memoria familiar, de su peso y su espesura, saben del amor que el tiempo va poniendo en las cosas que deciden quedarse con nosotros, guardan lealtad a esa ley inalcanzable y oscura que modela la identidad de una estirpe.
Bocinas y banderas. La mañana se llena de mucha estridencia. Son los patriotas, que salen hoy a amedrentar con su zarpazo cabrío a los transeúntes que ignoran estas fechas encarnizadas. Frente a su altisonancia, opongamos nuestra distraída manera de estar vivos bajo este sol regalado del otoño. Poco más podemos presentar quienes creemos que la patria es, si acaso, todo aquello que puede defenderse sin armas.
El hervor de una saliva que cae del cielo hasta posarse sutilmente en las cosas, dándoles esa cualidad brillante de lo reciente. Todo aparece así empañado, entre nervios de plata que hacen crujir de frío las cosas del amanecer. Primera helada.

La mitología comercial que propicia Halloween, esa absurda trasposición americana que ya se ha quedado con nosotros, este año tiene un sentido más grave. Las máscaras de calaveras, las telarañas falsas, los esqueletos y los disfraces siniestros no parecen conformarse con ser ese juego anual de alusiones que exponen la conciencia infantil con que el mundo se viste en estos días. Nada de bromas. Ni truco ni trato. Se inundarán las calles de brujas y zombies impostados como para hacer creer que todo es ficción, que lo que empaña ahora el aire no es más que otro simulacro que desaparecerá cuando se vayan estos días. Se quiere convertir el espanto en espectáculo, a ver si así desaparece. Pero qué va. La peste prosigue desmandada. Y en los hospitales y en las residencias de ancianos la muerte acecha sin estas apariencias llenas de convenidas exageraciones. Silenciosa e invisible, va eligiendo sin pauta alguna a sus víctimas y se las lleva entre los dientes, retirándolas del mundo. De verdad y para siempre.
INSOMNIO Y VENTANAL
Agrias alarmas.
El espanto y sus gárgaras.
Las ambulancias.
Esta hora de más que nos conceden los economistas es como una invitación para que rectifiquemos algo que hicimos mal y volvamos a hacerlo por segunda vez, a ver si lo mejoramos. Como en los ensayos de las obras de teatro, alguien detiene la función y ordena repetir una escena. Igual nosotros: actores y actrices de nuestra propia obra, atrasamos una hora los relojes como para recobrar lo ya representado y tratar de corregirlo. No es así, ya lo sé. Pero quiero hacerme la ilusión de que con esta orden de atrasar todos los relojes es posible volar hacia atrás y enmendar lo que un día estropeamos con nuestra torpeza.
Se atreven con todas las palabras. Las saquean, las pervierten, se apoderan del resplandor de sus significados, las envilecen… «Humanismo digital». Así resume su campaña espeluznante de captación de incautos una entidad bancaria. Pura contradicción. Porque el humanismo —sea ello lo que sea— está inscrito en la corporalidad y exige presencia, cercanía, aliento. Con profusión, oigo estos días anuncios en la radio y veo en la ciudad fachadas invadidas por ese reclamo: «Humanismo digital». Contra estas operaciones de usurpación es el poeta quien debe alzarse y restituir el peso y el color de los vocablos infectados por las lenguas del poder.

Tardes últimas de octubre. El sol entra a golpes con un puñal de luz en los árboles de La Candamia, que de pronto se inflaman y hacen tiritar sus hojas como monedas mal apaciguadas. Todo se aviva y enseguida todo palidece de nuevo. Son los juegos del sí y del no, que salen a buscarnos por las turbias avenidas del otoño.
SIEMPRE LA VERÉ ASÍ
La iban acompañando los colores bruscos
del otoño
y las frutas interrumpidas.
Y la escolta desgarrada de estos pájaros
que pían con desconsuelo último
entre los nervios más altos de los árboles.
Y el alma de los libros que leyó
y el hueso de las últimas canciones
que ella sacó del mundo.
Todo se iba con ella, la iba llevando
adonde la llevaba también el empujón
celeste
de su nombre.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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