/ por José Luis Gómez Toré /
«Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde». Así cierra Brines su poema «Desde Bassai y el mar de Oliva», incluido en el que quizá sea el mejor de sus libros, El otoño de las rosas (1986). Alguna vez el propio poeta ha afirmado este verso podría servirle de epitafio, pero también cabría apropiárnoslo como emblema, y resumen, de su poesía. En efecto, toda la lírica del valenciano parece partir de ese lugar fantasmal de la memoria, de ese tiempo que no existió y al que, sin embargo, se vuelve una y otra vez. Tal vez porque en ese lugar (o no-lugar) se asienta todo el poder fundacional de la infancia, que en Brines se identifica con un nombre propio, Elca, la casa familiar rodeada de pinos y naranjos. Y no falta en el citado verso la referencia sensorial, la de un aroma que, de un modo casi proustiano, se asocia al pasado, como una espectral promesa de recuperación de lo perdido (si es que se puede recuperar, y perder, lo que no se tuvo nunca).
Sensorialidad, memoria, infancia, espacio y, sobre todo, vida acosada por el tiempo marcan en buena medida el territorio en el que se desarrolla la obra briniana, ya desde su primer poemario, Las brasas (1960). Pero, cuidado: como siempre, no son los temas los que determinan la poesía, sino que es esta la que los toma, si acaso, como punto de partida o de provisoria llegada. Vida y muerte no son en Brines solo núcleos temáticos, sino dos realidades en pugna en un cuerpo que escribe, que se escribe para volver a ser, para no ceder ni un ápice de terreno al morir que también encarna. La elegía como eje central de la poesía briniana supone, antes que nada, un tono, una forma de mirar. Y esa mirada se articula en polos que parecerían, en principio, antitéticos: el duelo y la celebración, lo sensorial (y lo sensual) frente el helado mirar de la inteligencia en el espejo de la nada. En ese sentido resulta capital un libro como Insistencias en Luzbel (1977), en el que podríamos decir que el yo lírico toca fondo: la primera parte del libro (que comparte título con el poemario), nos invita, como en una parodia perversa de los ejercicios ignacianos, a imaginar el no ser, a nombrar lo que, por su propia naturaleza, resulta innombrable. El breve poema «Los sinónimos» despliega la imagen barroca de una vida que pasa sin dejar rastro: «Más allá de la luz está la sombra,/ y detrás de la sombra no habrá luz/ ni sombra. Ni sonidos ni silencio./ Llámale eternidad, o Dios, o infierno./ O no le llames nada./ Como si nada hubiera sucedido». La segunda sección del libro, «Insistencias en el engaño» supone, en cambio, un retorno a la luz (o al menos, a todo lo luminoso que puede ser el mundo poético de Brines, siempre tocado por la amenaza nocturna del tiempo). La vida como engaño, como mentira vital, casi al modo de Nietzsche, acaba imponiéndose. Si Camus nos invitaba a imaginar a Sísifo feliz, en la poesía del valenciano resulta clave esa palabra del citado título, insistencia, puesto que se trata de asumir una y otra vez todo lo precario, lo fugaz de la vida, desde un carpe diem que casi no se atreve a decir su nombre.
La desnudez de esos poemas iniciales de Insistencias en Luzbel contrasta con esa celebración de los sentidos, bajo una luz casi siempre mediterránea —en oposición a los turbios cielos ingleses de algunos poemas de Palabras a la oscuridad (1966)—. Brines hereda en parte el gusto por lo sensorial de cierto Juan Ramón Jiménez, pero también, probablemente, de prosistas como Miró o Azorín. Con todo, más allá de referencias librescas, no cabe despreciar la experiencia directa de la naturaleza del niño y del adolescente en su tierra natal levantina. No en vano el poeta ha recordado (en un texto imprescindible para entender su obra, «La certidumbre de la poesía», que precede su Selección propia en Cátedra) que el descubrimiento del poetizar como una forma de mirar, y de habitar, el mundo nace precisamente de la experiencia de unos Ejercicios Espirituales en el campo, mientras estudiaba con los Jesuitas: de pronto la naturaleza, el mundo que le rodea, se le revela como una llamada a los sentidos, que desmiente el mensaje ascético que se le trata de imponer al joven. La poesía, entonces, se presenta como asunto del cuerpo: como un cuerpo que mira, oye, toca, goza; cuerpo que, desde una mirada clásica, se afirma en su precaria existencia, en la búsqueda de una serenidad siempre difícil, al tiempo que no renuncia al placer como forma de afirmación vital. En este sentido, creo que no es tan secundaria como pueda parecer a veces la cuestión homoerótica en la lírica del valenciano, por más que sea un tema que tarda en aparecer, por razones obvias, de manera explícita (no sorprende que en El otoño de las rosas, el primer libro publicado ya en época de la democracia, el eros homosexual se plasme de una manera mucho más directa, frente a los libros aparecidos durante la Transición y la dictadura). Si la vida es un don tan valioso como breve, si en cualquier momento puede sernos arrebatado, no cabe renunciar a la propia identidad ni dejarse arrastrar por una moral ajena, enemiga de la existencia. De ahí el desmentido al mito de Dafne: «Unge de luz tus ojos/ y acércate al laurel, y toca en él a Dafne/ que rechazó el amor,/ tú que solo estimaste la vida si era amor». Y si falta el amor, al menos quedan esos momentos de intensidad que supone el encuentro con otros cuerpos. Sin embargo, el poeta no se engaña: el sexo aparece al mismo tiempo como celebración vital y como constatación de lo fugaz de tan luminoso incendio, como leemos en «Sombrío ardor» de Aún no (1971): «Escucho el corazón, y su latido/ oscuro nada dice, fuego implora,/ mendiga eternidad para la carne./ Merecida la luz nos la destruyen,/ ¿en dónde está?; mirad con cuánta prisa/ hemos llegado al hueco sofocante».

Brines insiste: su poesía es elegíaca, es decir, de profundo amor a la vida. Y no hay contradicción en lo afirmado: si tanto se resiste a la muerte, es porque el yo lírico se siente profundamente enamorado del más acá, de una existencia terrestre, solo terrestre bajo un cielo sin dioses. Vivir es, a un tiempo, ganancia y pérdida: «Con tanta levedad, como es su olor,/ cayeron dulcemente los jazmines./ Y en este día del septiembre lento/ todo es ganado, salvo que he perdido/ un día de mi vida para siempre».
El poema busca la mirada primera de la infancia, cuando todavía no se sabía que existía la muerte, y se era, por lo tanto, un niño-dios, casi al modo juanramoniano. «Era un pequeño dios: nací inmortal», escribe el poeta en «Mis dos realidades» de Insistencias en Luzbel. Ni que decir tiene que esa otra realidad es la expulsión del paraíso que supone el mundo adulto: «El mundo era desnudo, y solo yo miraba./ Y todo lo creaba la inocencia./ El mundo aún permanece. Y existimos. Miradme ahora mortal: sólo culpable». El joven poeta de Las brasas (1960), que parecía observar el mundo con los ojos de un anciano, en realidad se esforzaba, tal vez sin saberlo, por repetir el gesto inaugural del niño que abría los ojos por primera vez en Elca. Ojos abiertos como ventanas de par en par a un mundo cercano, y al mismo tiempo tan lejano, infinitamente apetecible. Brines, con una mirada clásica (pero no clasicista) recupera así el mito romántico de la infancia paradisíaca, como espacio-tiempo de comunión con el mundo. Mito que se afirma y niega a la vez, promesa incumplida que, sin embargo, no deja de alentar como promesa. En La última costa (1995), la proximidad del final a la que alude el título no borra ese niño definitivamente perdido pero que sigue iluminando, en claroscuro, el poema: «Todo es un mismo dios, y el niño lo comulga./ Todo es siempre presente, pues todo se sucede y nada acaba./ No hay tiempo, solo espacios./ Y todo allí vivía: el mundo descubierto/ y el ser, aquel asombro». Ese asombro no desaparece en las últimas entregas, pues constituye no tanto una poética como un ars vivendi dolorosamente conquistado. El mundo sigue ahí, igual de fascinante, y siempre a punto de desvanecerse: «Arde una brasa al pie de este rosal/ y no quema mi mano./ Cuánto olor en el aire, y el aire se lo lleva».
Selección de poemas
Mere road
Todos los días pasan,
y yo los reconozco. Cuando la tarde se hace oscura,
con su calzado y ropa deportivos,
yo ya conozco a cada uno de ellos, mientras suben en grupos
o aislados,
en el ligero esfuerzo de la bicicleta.
y yo los reconozco, detrás de los cristales de mi cuarto.
Y nunca han vuelto su mirada a mí,
y soy como algún hombre que viviera perdido en una casa de
una extraña ciudad,
una ciudad lejana que nunca han conocido,
o alguien que, de existir, ya hubiera muerto
o todavía ha de nacer;
quiero decir, alguien que en realidad no existe.
Y ellos llenan mis ojos con su fugacidad,
y un día y otro día cavan en mi memoria este recuerdo
de ver cómo ellos llegan con esfuerzos, voces, risas, o
pensamientos silenciosos,
o amor acaso.
Y los miro cruzar delante de la casa que ahora enfrente
construyen
y hacia allí miran ellos,
comprobando cómo los muros crecen,
y adivinan la forma, y alzan sus comentarios cada vez,
y se les llena la mirada, por un solo momento, de la fugacidad de
la madera y de la piedra.
Cuando la vida, un día, derribe en el olvido sus jóvenes edades,
podrá alguno volver a recordar, con emoción, este suceso mínimo
de pasar por la calle montado en bicicleta, con esfuerzo ligero
y fresca voz.
Y de nuevo la casa se estará construyendo, y esperará el jardín a
que se acaban estos muros
para poder ser flor, aroma, primavera,
(y es posible que sienta ese misterio del peso de mis ojos,
de un ser que no existió,
que le mira, con el cansancio ardiente de quien vive,
pasar hacia los muros del colegio),
y al recordar el cuerpo que ahora sube
solo bajo la tarde,
feliz porque la brisa le mueve los cabellos,
ha cerrado los ojos
para verse pasar, con el cansancio ardiente de quien sabe
que aquella juventud
fue vida suya.
Y ahora lo mira, ajeno, cómo sube
feliz, encendiendo la brisa,
y ha sentido tan fría soledad
que ha llevado la mano hasta su pecho,
hacia el hueco profundo de una sombra.
Mis dos realidades
Era un pequeño dios: nací inmortal.
Un emisario de oro
dejó eternas y vivas las aguas de la mar,
y quise recluir el cuerpo en su frescura;
pobló de un son de abejas los huertos de naranjos,
y en tomo a tantos frutos se volcaba el azahar.
Descendía, vasto y suave, el azul
a las ramas más altas de los pinos,
y el aire, no visible, las movía.
El silencio era luz.
Desde el centro más duro de mis ojos
rasgaba yo los velos de los vientos,
el vuelo sosegado de las noches,
y tras el rosa ardiente de una lágrima
acechaba el nacer de las estrellas.
El mundo era desnudo, y sólo yo miraba.
y todo lo creaba la inocencia.
El mundo aún permanece. Y existimos.
Miradme ahora mortal; sólo culpable.
Aquel verano de mi juventud
¿Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano
en las costas de Grecia?
¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?
Si pudiera elegir de todo lo vivido
algún lugar, y el tiempo que lo ata,
su milagrosa compañía me arrastra allí,
en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.
Perdura la experiencia, como un cuarto cerrado de la infancia;
no queda ya el recuerdo de días sucesivos
en esta sucesión mediocre de los años.
Hoy vivo esta carencia,
y apuro del engaño algún rescate
que me permita aún mirar el mundo
con amor necesario;
y así saberme digno del sueño de la vida.
De cuanto fue ventura, de aquel sitio de dicha,
saqueo avaramente
siempre una misma imagen:
sus cabellos movidos por el aire,
y la mirada fija dentro del mar.
Tan sólo ese momento indiferente.
Sellada en él, la vida.
Desde Bassai y el mar de Oliva
Era en aquel viaje por las tierras dormidas de la Arcadia,
para encontrar el templo en donde floreciera la primera sonrisa del capitel de acantos (o de rosas),
allí donde la ausencia adusta del cestillo era un canto de fuego y de cigarras.
Las columnas de piedra sostenían el pájaro y el cielo.
Los pájaros azules, el cielo derribado.
El féretro estival del tiempo destruido. Y todo se perdía y era eterno.
Yo miraba en tus ojos el mundo que era estable y muy viejo, y tú sonabas sólo como la juventud.
Y antes vi el mar, en esas horas solas de la siesta,
cuando el sol enloquece su extensa superficie, y brilla en aire de oro suspendido
esa frescura eterna que hace dioses muy niños los ojos del que mira,
cuando llegan veloces y pausadas las velas lejanísimas,
y sólo existe el mar, el cuerpo de una gloria azul e inacabable,
y aquel que lo contempla con ojos escondidos, y la mirada ardiente:
el muchacho, con un secreto amor también inacabable de sí mismo,
porque el mundo y la vida se hospedan sólo en él.
Y nadie aún existía que a él le desplazara, ni tu humana hermosura.
Sigue aún el mar, pero no la mirada, ni las velas,
y el templo, con las puertas cerradas, es triste, y es católico.
Alguien me dio un abrazo de adiós definitivo en un andén muy agrio
y en los espejos busco, y araño, y no lo encuentro
a ese que fui, y se murió de mí, y es ya mi inexistencia.
Lo siento más extraño que a mí mismo
cuando tienda a saberme desde mi ceguedad y todo sea el hueco,
y esto es así porque percibo un resto muy breve de su luz todavía.
Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde.
El regreso del mundo
Abrir los ojos, después de que la noche
recluyera los astros en su amplia cueva rasa,
y ver, tras del cristal,
ya visibles los pájaros
en el fanal aún pálido del sol,
moviéndose en las ramas.
Y cantos que hacen mía la bóveda del aire.
Y sentir que aún me late en el pecho
el corazón del niño aquel,
y amar, en la mañana, la vida que pasó,
y esta maga sorpresa
de amar aún el mundo en la mañana.
Y en el nombre del mar, que está lejano
y azul, siempre tendido
desde el remoto amanecer del mundo,
persignarme la frente, luego el pecho,
los delicados hombros que ahora rozo,
y besar, con los labios del niño rescatado,
este mundo tan viejo,
que hoy no alcanzo a saber
por qué, si el amor no se ha muerto,
me quiere abandonar.
La última costa
Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.

José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es poeta, dramaturgo y ensayista. Entre otras obras, ha publicado los poemarios Se oyen pájaros (2003), He heredado la noche (2003), Fragmentos de un cantar de gesta (2007), Claroscuro del bosque (2011, en colaboración con la artista Marta Azparren), Un corte que no sangra (2015) y Hotel Europa (2017) y el ensayo El roble de Goethe en Buchenwald (2015). Es asimismo autor de uno de los primeros estudios en profundidad dedicados en exclusiva a Francisco Brines: La mirada elegíaca: el espacio y la memoria en la poesía de Brines (2002).
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