/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /
La relación entre ciencia y verdad es mucho más compleja y polimorfa de lo que habitualmente se cree. No estamos ante una actividad inmaculada que va eliminando progresivamente las tinieblas, merced a la luminosa antorcha de una desinteresada y pura razón. Si nunca fue así, menos aún en este último siglo y medio, que ha visto tantos avances prodigiosos en múltiples campos. Para empezar, consideremos el control ejercido por el Estado, gracias a su intervención directa y su gestión de la imprescindible financiación del trabajo científico. Esto supone ya de entrada coartar la libertad de la investigación, que deberá concentrarse en ciertos aspectos que atraen a los gobiernos. Pensemos en el destino de los recursos para I+D+i, otorgados en buena medida en función de los imperativos del desarrollo tecnológico e industrial y de los intereses privados parapetados tras él. Dada la escasa competencia de la que hacen gala los núcleos directivos de la política científica, esto suele repercutir en el desamparo de la ciencia básica pese a que, conforme su nombre indica, es fundamental. Esta situación es endémica en España, donde es tradición colocar al frente de un sector determinado a personas con un nulo conocimiento del mismo. Sin embargo, en lugares como los Estados Unidos a los que demasiado a menudo nos referimos con condescendencia, el apoyo procedente de fondos públicos y privados es ingente. Quienes allí toman las decisiones no ignoran que los progresos técnicos y prácticos tienen su origen en la teoría. Por su parte, la aspiración de nuestra élite política local viene a ser caerle bien al gerifalte de turno para conservar su puesto, o ascender en su brillante carrera.
Veamos un caso práctico. En 2018, el Ministerio de Sanidad del Reino de España creó a bombo y platillo un Consejo Asesor sobre Sanidad Pública. Buena idea, ya que la experiencia de la mayoría de los altos cargos en este ámbito es equiparable a la de un jugador de waterpolo que no sabe nadar. En cambio, la cuasi totalidad de los numerosos integrantes de tal grupo de sabios son representantes de las empresas sanitarias o de la industria farmacéutica. Ellos sí que saben, y evidentemente, su prioridad no es la sanidad pública, ni siquiera la salud en general: es el lucro. El objetivo no es solamente facilitar el drenaje directo de caudales públicos hacia el sector privado, sino la adopción de protocolos y cauces permanentes para ello. Se explota el filón de la salud comunitaria de manera que cuantiosos beneficios acaban en las arcas privadas por expresa prescripción de los mandamases políticos. Esto implica una disminución de las partidas destinadas a la verdadera sanidad pública, de modo que su creciente deterioro se vuelva irreversible. Pero el sanitario es sólo uno de los campos donde la atención del Estado a las necesidades de los ciudadanos retrocede a pasos agigantados, a causa de la explotación privada de yacimientos públicos, con la complicidad de poderes políticos que contravienen su deber cívico. Todo ello redunda en una drástica reducción del bienestar de amplias capas de la población. De esta forma se establece el más vicioso de todos los círculos, el que encierra y ahoga en su interior la salud y la vida de los menos afortunados. Cada vez son más los medicamentos que salen fuera de la lista de subvencionados, mientras crece el número de personas desprotegidas por el Sistema Nacional de Salud. La misma lógica justifica que investigaciones realizadas con presupuestos públicos desemboquen en patentes privadas, o que no se dediquen fondos al estudio y la curación de enfermedades raras o exóticas. Ese afán del beneficio máximo no se va a detener ante nimiedades como el empeoramiento del estado general y las condiciones de existencia de la ciudadanía. De hecho el acortamiento de la esperanza de vida rebajará el gasto en pensiones, y todos tan contentos. Será eso lo que llaman política sanitaria integral.
La meta única de la externalización de la atención sanitaria es, no nos engañemos, obtener la mayor ganancia ordeñando las ubres de mamá-Estado. La retórica con la que se proclaman sus buenas intenciones recuerda grandes momentos de la literatura universal. «Es verdad que nos cuesta dinero; es verdad que tiene sus defectos; es verdad que no somos ricos, es verdad que he pagado más de cuatrocientos francos en drogas ¡sólo por una de sus enfermedades! Pero habrá que hacer algo por Nuestro Señor. […] Compréndalo, uno se encariña; yo tengo corazón, no me lo pienso; quiero a esta pequeña; mi mujer tiene genio, pero también la quiere. Verá Usted, es como si fuera nuestra hija» (Victor Hugo: Los miserables). Este es un fragmento del piadoso discurso que Thénardier intenta colocar a Jean Valjean cuando viene a llevarse a Cosette. Ahora bien, la niña ha soportado en esa casa tales desdichas y felonías que a su lado, Cenicienta vivía como una reina en la de su madrastra. El infame y ruin matrimonio de taberneros es una fiel imagen de esas filantrópicas corporaciones que disponen sobre vidas y muertes, y cuya ansia de dinero fácil pasa por minar el bienestar y la salud de los beneficiarios de su abnegada tarea. Los Thénardier deberían ser nombrados santos patrones de la sanidad pública de gestión privada.
Un peligro que acecha a la ciencia es despreocuparse del mundo de todos los días, de la dura realidad. A veces se aleja tanto de ella que si prestamos oído, podemos escuchar el eco de la risa de la muchacha tracia en aquella anécdota sobre Tales de Mileto, que «cuando estudiaba los astros se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía delante de los pies» (Platón: Teeteto). Si desatender lo cotidiano en pos de las elucubraciones mentales puede ser un problema, el cuadro clínico se agrava mucho si lo que se deja de lado es la conciencia ética. En 1932, en Tuskegee, Alabama (¿dónde si no?) comenzó el análisis de una muestra de 399 hombres negros sifilíticos al objeto de conocer la evolución de la infección a largo plazo y su impacto orgánico. Para que los datos fueran lo más naturales posible, no se les aplicó ningún tratamiento, incluso tras el descubrimiento de la penicilina. Los responsables del experimento fueron científicos de la División de Enfermedades Venéreas del Servicio Público de Salud (Lynch: La importancia de la verdad). Lo más terrible del asunto es que seguramente estos profesionales no sintieron jamás el menor escrúpulo, pues lo hacían todo en pro del saber. Sin embargo, su comportamiento es similar al de los médicos nazis que llevaban a cabo sus atrocidades en los campos de concentración, usando como cobayas a quienes consideraban miembros de razas inferiores.
Una de las peores consecuencias de la política científica es que da muy fácilmente lugar a una ciencia política que, en sus prioridades y en su propio ejercicio, sirve intereses espurios. Esto produce situaciones tan risibles como el famoso caso Lysenko, con el empeño de este investigador en crear una genética proletaria bajo la égida omnipotente de Stalin. Pero encontramos la demostración más clara de esta tergiversación en la militarización de la ciencia, que pone a disposición de la muerte saberes y talentos que estarían mejor empleados en la celebración de la vida. La conciencia de los científicos puede sufrir seriamente con esta servidumbre. Recordemos la frase de Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan, al comprobar el efecto de la primera bomba atómica: «Me he convertido en la muerte, la destructora de mundos». Estas palabras tomadas del Bhagavad-Gita resumen el grito de dolor de tantos que, de alguna forma, se han visto forzados a utilizar sus conocimientos para la aniquilación.
[EN PORTADA: Hipócrates de Cos]

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
Estando de acuerdo en la mayoría de los razonamientos del fondo de la cuestión, echo de menos que tales razonamientos fuesen apoyados por más datos ad hoc.
Este texto es un fragmento del libro inédito La verdad del cuentista, en cuyo capítulo Desmontando la realidad se tratan estas cuestiones en detalle.
Este texto es un fragmento del libro inédito La verdad del cuentista, en cuyo capítulo Desmontando la realidad se tratan estas cuestiones en detalle.