/ por Francisco Abad Alegría /
Espetones y brochetas
Además de los procedimientos culinarios que se han descrito hay otro muy primitivo, que consiste en exponer al fuego o a la brasa pequeños trozos de productos vegetales o animales: el espetón (broche) o la brocheta. Se trata de ensartar en un material duro, de madera y ya generalmente de metal, resistente a la combustión, el alimento que se acerca a la fuente de calor. Aún recuerdo un reportaje sobre la guerra de Afganistán emitido por televisión, en la que unos andrajosos talibanes acercaban sonrientes diminutas piltrafas de carne de oveja, cortada en trocitos y ensartadas en gruesos alambres a unas brasas, asentadas dentro de un pequeño círculo de piedras. Y es que la miseria bien pudo ser el origen de los pinchos, espetos o lo que dio al final en los kebabs: carne incomestible en trozos de tamaño sensato, reducida a mínimos cubos irregulares y cocinada con el mínimo de material culinario, ensartada en ramas verdes (si la cocción es breve no es raro emplear en nuestro medio aún actualmente ramitas deshojadas de romero o de olivo) o alambres gruesos, frecuentemente reciclados de algún desechado artilugio mecánico, permiten una somera exposición al calor que hace comestible una materia prima escasamente asimilable.
Seguro que con el paso del tiempo el ensartado de piezas para su exposición al calor en materiales vegetales (asadores de fortuna de ramas o el revalorizado espeto de sardinas de las playas andaluzas) (Figura 1) dieron paso a la confección de brochetas metálicas incombustibles y reutilizables. Como la sujeción al vástago de unión de reunión de los fragmentos proteicos o vegetales, de sección circular (salvo en el caso de las brochetas de bambú con muy rápida exposición al calor, que no tienen tiempo para arder y proliferan en cocinas callejeras orientales de toda etnia y preparación) acaba dejando girar al producto elaborado, cuando las famosas brochetas dejaron de ser un plato casi de fortuna y pasaron a la categoría de cocina elaborada, con especiado o marinado y presentación, su sección se hizo oblonga o aplanada,[1] de modo que al girar los productos ensartados, éstos quedasen fijos y pudieran hacerse uniformemente (Figura 2).


Pero vayamos a las consecuencias: un trozo de carne o pescado, quizá con algún fragmento vegetal, expuesto al calor intenso, se puede comer y ya está. De eso nada. Lo primero que ocurrió es que, efectivamente, porciones generalmente proteicas, a veces difíciles de aprovechar por sus dimensiones, o dureza o lo intrincado de la estructura anatómica, pudieron asarse en porciones ensartadas y comerse tras exposición al calor, ensartadas y saladas o especiadas y esa es la forma más primitiva de utilización. Pero del mismo modo, piezas de mayor tamaño, incluidos animales enteros, movidos giratoriamente sobre el calor, durante bastante tiempo o expuestos a éste si se crucificaban sobre un espetón clavado oblicuamente frente a un fuego intenso, se hacían comestibles para grupos numerosos, proporcionales a la cantidad de alimento (Figuras 3 y 4).


Técnicamente no habría gran diferencia con un asado en parrilla, de lo que ya se ha hablado, salvo en el tamaño de la pieza por tratar con el calor: muy pequeña en unos casos o muy grande en otros. Pero el procedimiento añadía un valor a lo cocinado, que es la reacción de Maillard en la superficie de lo cocinado[2] con la cochura más suave del interior. Y esa es la gracia. Todos hemos oído hablar a cocineretes y a veces a cocineros de mayor nivel del sellado de la carne, que con la exposición externa al calor intenso preservaría los jugos interiores del producto al tiempo que se cocía. Eso es una perfecta majadería, demostradamente falsa; la desnaturalización superficial no sella nada sino que da sabor peculiar a un asado y, en nuestro caso, aún más a unos pinchos o brochetas de reducido tamaño.[3]
La misma reacción de Maillard dio origen a un descubrimiento culinario que se hizo muy popular en la cocina medieval y renacentista: el perdigado o emperdigado. Basta con leer a Martínez Montiño para encontrar el método en multitud de recetas, que cambiaron completamente la cocina histórica del simple asado o cocido. Consiste en algo tan simple como la exposición al calor, directo o mediante fritura en manteca o aceite, de una vianda, de modo que la superficie queda dorada y adquiere el sabor tostado, para luego cocerla en un conjunto de hortalizas, caldo, legumbres, etcétera. En este caso, los cocineros no pretendían sellar nada, sino crear el sabor de tostado y precocinar levemente la pieza, para que el resultado fuese más sabroso. El procedimiento, que ya practicaban los cocineros andalusíes, sigue vigente actualmente y dio como resultado platos tan sabrosos como muchos estofados (que realmente no lo son, porque se trata de guisos con notable líquido añadido, no de la etuvée clásica francesa que aprovecha en cocotte el propio jugo de la vianda).
El cocinado mediante brochetas, de madera o metálicas, hace tiempo que ha dejado de ser un mero método de cocina de fortuna, ajustándose a normativas de tamaño, ordenación, especiado, marinado e intensidad del calor, propios de diferentes lugares del mundo, desde el popular pincho moruno (como se denomina al simple confeccionado en zonas de oeste magrebí), al Oriente Medio y muchas ubicaciones del Extremo Oriente meridional, con kebabs de sabores perfectamente codificados, incorporándose a cocinas locales claramente identitarias.
Por fin queda la forma menor de los espetos andaluces, que de ser una auténtica fórmula culinaria de fortuna (una caña o carrizo amplio, cortada en segmentos de unos cuatro decímetros de largo y rematada por una aguzada punta hecha a golpe de navaja) en la que se ensartan entre cinco o seis sardinas frescas (ya hay espetos reutilizables metálicos). El espeto así preparado se clava oblicuamente en arena, formando una ordenada fila de asado, que se alinea ante un estrecho lecho de brasas paralelo, girándose el conjunto cuando un lado está hecho, de modo que la forma ancha del espeto de embroquetar impide la caída de los pescados semihechos al tiempo que el giro sobre sí mismos en la rotación de exposición al calor. Es una forma menor de cocinado que ha llegado desde las clases más populares a los turistas extranjeros, que disfrutan así de esta forma de primitivismo envuelto en papel de agencia de viajes.
Escurridores y moldes
Desde tiempo inmemorial se ha cuajado la leche para conservar sus nutrientes sin que entrase en fermentación o putrefacción en el caso de mantenerla líquida; no se conocía la pasterización o la uperisación y además los recipientes rara vez tenían un cierre perfectamente hermético y paredes realmente impermeables. El paradigma del escurrido y moldeado es, por tanto, la elaboración de queso, y eso se hacía inicialmente con tejidos de estameña, cestería, encellas de diversos materiales perforadas en varios puntos para drenar el suero y moldes para hacer compacto el queso fruto del cuajado de la leche,[4] generalmente hechos de madera[5] (Figuras 5 y 6). Pero hay otro proceder de escurrido o colado, que se menciona muy pronto en los tratados clásicos de cocina, desde la vieja cultura clásica y es el colado de elaboraciones caldosas en las que se busca retener la presencia de trozos vegetales o animales que han dado gusto a la preparación, de modo que quede un caldo limpio de fragmentos sólidos. En este caso se empleaba también la estameña, pero como el contenido podía ser pesado y relativamente cuantioso, se hicieron coladores o escurridores, que no eran más que una variante de las encellas pero sin pretensiones de dar forma a lo separado en el trascolado de separación. Para eliminar espumas pegajosas o antiestéticas, que a la postre cuajaban en antiestéticas acumulaciones más o menos reticuladas o filiformes, se idearon los pequeños coladores enmangados, que denominamos espumaderas; son básicos a la hora de hacer un buen cocido o cualquier guiso en proteínas y glúcidos, sobrenadando en el primer hervor; alargarse en su descripción parece poco sensato.


En el caso de los moldes para queso hechos de madera, hay una curiosa forma que es el molde del queso aragonés de Tronchón (Maestrazgo) con funciones múltiples, ahora en proceso de resurrección, que describe magistralmente la Profa. Elisa Sánchez.[6] Los moldes son abiertos, tallados en madera, con base en forma de cono invertido; la zona de confluencia entre la base y la pared cilíndrica está regularmente perforada y además se hacen pequeños surcos o canales en la base, a veces con mínimos motivos artísticos como ramitas ondulantes o esbozos de flores; la masa de queso fresco, elaborada con cuajo vegetal actuante sobre leche de oveja y cabra, se deposita en el molde (en el Maestrazgo denominado ancilla) y se comprime con la mano durante algo más de una hora, de modo que el suero escurre por los agujeros, deslizándose en el interior por los canalillos de la base; cuando ya está la masa compacta, se voltea y se mantiene otro buen rato, comprimiendo también manualmente. El resultado es un queso blanco de bases cóncavas, de corta conservación, cercana a un mes.
Existen además otros moldes que no se emplean para drenar o colar, sino para dar forma a preparaciones generalmente de repostería, que tenían misión utilitaria (retener la materia por hornear, generalmente fluida) y eran metálicos, a veces con formas complejas o caprichosas y alcanzaron gran difusión en las cocinas de alto nivel social a partir del Renacimiento. Pero también pequeños moldes de tallas ingenuas, destinados a dar forma a masas relativamente sólidas destinadas a hacer pastas o galletas y que pertenecen sobre todo al ámbito de algunas cocinas orientales (Figura 7), aunque también se utilizan en tiempos navideños en la Europa Central, por ejemplo, los spekulatius (impresión en espejo) de las galletas de obsequios navideños alemanes.

Un sistema de moldeo indirecto es el aprovechamiento del intestino de animales domésticos, convenientemente lavado, que hace de molde de embutidos diversos. Tradicionalmente se hacía mediante rudos embudos metálicos o de madera en el peor de los casos, pero con el tiempo se halló el método del pistón, una jeringa metálica con émbolo de madera, que se presionaba mediante un sistema manual de palanca para ir rellenando de forma rápida y con un mínimo de burbujas de aire, la tripa limpia con el picadillo de carnes y tocino, convenientemente especiada, para hacer chorizos, longanizas y biricas o sabadeñas, según la nobleza de las carnes empleadas (Figura 8).

Diversos instrumentos
Si proseguimos en el campo lácteo, déjenme decirles algo sobre la mantequilla. Se trata de la acumulación de las partículas grasas de la leche, obtenida mediante batido prolongado y cadencioso de la leche entera, que de este modo tiende a aglomerarse en un núcleo. La grasa de la leche puede contener además de reliquias de suero láctico pequeñas proporciones de proteínas, que se coagulan a calor suave, obteniéndose así el ghee o mantequilla clarificada, muy empleada en amplias zonas de la India y que sirve como condimento y al tiempo como agente de fritura a baja temperatura, puesto que no soporta calor excesivo. La mantequilla ha supuesto una forma adicional de aprovechamiento de la leche que no se conservaba entera en buenas condiciones y por eso desde la repostería y fritura medieval ha sido muy empleada.[7]
En las tribus nómadas de Asia septentrional, se elaboraba introduciendo la leche (la temperatura ambiente es fría, impidiendo la rápida degradación del producto) dentro de una piel cerrada de cordero, curtida y limpia, atada por la zona de las patas, colgada de un palo resistente, que se agitaba en un movimiento cadencioso de vaivén, hasta que el oído y el tacto indicaban que se había producido la aglomeración de la mantequilla, destinando el resto liquido a la alimentación animal. Un ejemplo de empleo habitual y cotidiano de la mantequilla (de hembra de yak) es la preparación del tsampa (té con mantequilla), del Tibet anexionado manu militari por China.
En nuestras tierras, el agitado se hace de dos formas fundamentalmente. La primera es el batido directo de la leche dentro de un recipiente; cuando la cantidad de leche tratada es de cierta entidad, se emplea una suerte de herrada de madera con duelas abrazadas mediante pequeñas cinchas metálicas, de forma troncocónica estrecha, batiendo cadenciosamente mediante un émbolo holgado de madera unido a un mango largo de madera, que se mueve prolongadamente. Cuando la cantidad de leche es relativamente pequeñas, la herrada se sustituye por un recipiente más pequeño, en forma de olla, que agita la leche mediante unas aspas toscas de madera que se mueven rotatoriamente desde el exterior mediante una manivela metálica (Figura 9). Una forma mixta, propio de zonas castellanas, especialmente de Soria, es el batido de la leche mediante un artilugio similar a una gran jeringa, denominado manzadero, que tiene un émbolo perforado para dejar pasar la leche en el movimiento de vaivén que se imprime mediante un largo mango de madera, oscilando dentro de un tubo de madera ahuecado cilíndricamente, con una luz no mucho mayor de medio metro.[8] Queda claro que la simple técnica del agitado lento y continuo para lograr la agregación de las partículas grasas de la leche, ha evolucionado según los lugares del mundo en forma de tecnologías diferentes, aunque siempre de extremada sencillez.

Otros instrumentos culinarios surgieron como ayuda para el manejo de materiales durante su cocinado, difícil o imposible con la mano desnuda, tanto por el calor como por la consistencia y la forma, y así surgieron las brocas (de las que tardíamente derivó el tenedor) que movían productos cárnicos mediante dos puntas alineadas, impidiendo el giro de lo manejado, las paletas y cucharones, que permitían remover las preparaciones en proceso de elaboración, homogeneizando el contenido y la temperatura y composición del líquido de gobierno, los cazos, de los que la versión más primitiva es la calabaza vinatera seca cortada a lo largo, que permiten trasvasar o verter elaboraciones fluidas o cremosas, etcétera (Figuras 10 y 11).


También se elaboraron instrumentos relativamente complejos que permitían reproducir resultados previamente muy duros o trabajosos, con mayor eficacia y menor esfuerzo. Por ejemplo, la preparación de fideos de harina, tan popular en la cocina andalusí y renacentista (fidaws y aletría) que inicialmente se hacía con la técnica del estirado-rodado sobre una superficie plana y la técnica de guitarra, que consistía en cortar una fina plancha de masa de harina y agua con una batería de finos alambres estirados en un bastidor de madera y aplicar fuerza encima para sacar delgadas tiras de pasta, cedió terreno totalmente a partir del siglo XVIII al tornillo de pasta, consistente en una jeringa de base perforada con orificios de determinado diámetro, cambiable para obtener los calibres deseados, que comprimía la pasta haciéndola salir en forma de fideos que luego se solían secar colgados de cañas, para mantenerlos todo el año. Como estos instrumentos eran pesados de transportar y caros, por el material metálico milimétricamente trabajado, lo habitual es que no formasen parte del ajuar doméstico, sino que un elaborador ambulante de fideos pasase por las localidades donde se requerían sus servicios: las amas de casa preparaban la masa, la recogían ya estirada y la tendían a secar, pagando su servicio al elaborador de los fideos[9] (Figura 12).

Otro instrumento, aparentemente simplicísimo, es el batidor. Unas ramitas abiertas descortezadas o un haz de varillas metálicas han hecho un papel destacado a la hora de mezclar productos semisólidos durante siglos. Sin batidores, por ejemplo, algunas salsas de aliño medievales no habrían sido posibles; la misma mahonesa, adaptación francesa del ajolio de Mahón de finales del XVIII, que ya recoge Altamiras en 1745 (…harás un ajo…) no se hace simplemente con mortero, sino básicamente por batidor. Las espumas (mousses) de la Corte francesa, que permitían engullir dulces deleitosos a las damas desde finales del siglo XVII, precozmente desdentadas en su mayoría, se elaboraban mediante batidores metálicos. Una elemental tecnología de dos haces de varillas accionada manualmente por una manivela que las movía simultáneamente en sentido opuesto (como las hélices de los helicópteros Chinook, por ejemplo) permitió pronto aligerar el esfuerzo físico de batir prolongadamente espumas y salsas, aplicándose a banquetes de familia y bizcochadas de días de fiesta (Figura 13).

Recipientes de servicio
Salvo en el caso de los populares ranchos campestres o los fraternales refrigerios cinegéticos, las comidas elaboradas generalmente se toman en recipientes distintos a aquellos en los que se cocinaron. El motivo es doble: la escasa estética de unos materiales que se han expuesto al fuego y además presentan manchas y salpicaduras, inevitables en el trabajo cocineril, y la dificultad de distribuir desde un solo punto el preparado a varios comensales simultáneamente.
Por eso, desde la más remota antigüedad clásica, se ponen a punto recipientes de servicio sobre los que se distribuye lo cocinado, estética que va de lo primitivo a lo más refinado (Figuras 14, 15, 16, 17 y 18) y lo propio ocurre con la bebida, que se distribuye en vasos o copas mediante el paso intermedio de la tinaja o la cuba, pasando por jarros o frascos diversos (Figuras 19 y 20). En lo sustancial, nada ha cambiado a lo largo de los siglos y es la evolución económica y estética la que determina las formas de tales recipientes, siempre de idéntica finalidad y uso (a veces compartido, como ocurría con los grandes cálices antiguos o los tajadores medievales). Durante los siglos XVII y XVIII cobran especial importancia en las mesas más pudientes los conjuntos de fuentes, platos, vasos y copas (vajillas, expresión procedente según Cobarrubias de vascella, plural neutro de vasallum, conjunto de piezas de servicio de la comida), que permiten una auténtica exhibición de poderío económico y pródigalidad a los anfitriones,[10] tanto en servicios a la francesa (con presentación simultánea de un conjunto de platos en varias etapas a lo largo de interminables comidas)[11] como en los denominados a la rusa, sirviendo las sucesivas preparaciones una a una, en ordenada sucesión y sin acumular varios platos en cada servicio.[12]







Cubiertos
Ya existían trinchadores, equivalentes a lo que ahora denominamos brocas,[13] utensilios de una, dos o tres puntas empleados para sujetar la carne a la hora de trincharla, ya mencionados, en la antigüedad clásica griega y romana y verosímilmente en zonas más orientales del mundo. Pero al cabo, las viandas se tomaban con las manos o reposando sobre rodajas de pan más o menos salseado (si el salseo era excesivo, se organizaba en el plato trinchador un batiburrillo de pan, carne, pringue y coles digno de una escena de los Hermanos Marx).
Pero la cosa era muy diferente en el Oriente chino (tardíamente pasó la forma primitiva de comer empleando un pincho de madera, auxiliar de la mano desnuda, a la utilización de una pinza formada por dos palillos de madera), de modo que la barbarie generalizada en los modos de comer derivó hacia formas más ordenadas y al final realmente canónicas. Los palillos chinos de comer, finamente pulidos, generalmente de madera, aunque podían ser de hueso, marfil, nácar o metales preciosos, según el poder adquisitivo del usuario, pasaron a emplearse de modo socialmente codificado de la cruel pero educada China preimperial, hasta Japón, tras hacer un reposo de pulimento en Corea, que adoptó encantado algunas costumbres que suavizasen su tardía incorporación al orden social, tras largas etapas de sangrienta convivencia.[14] Los palillos para comer fueron perdiendo su condición de instrumentos toscos, útiles para llevar el alimento a la boca, a cubiertos de diversa finura y elegancia, ya desde tiempo remoto, apuntalándose el modo de su empleo cuando el maestro Confucio, al filo del siglo VI a. C. enseña y practica la sobriedad y elegancia también a la hora de comer: «Como alimento tomaba solo arroz hervido con agua, un poco de carne de buey y pescado, todo cortado en pedacitos […] Sazonaba con especias sus comidas y no comía con exceso».[15]
La enseñanza confuciana, que en lo formal se adueñó de toda la China imperial progresivamente y ya de forma definitiva a partir del siglo III a.C., con el primer emperador Qin Shi Huang hasta la llegada del nuevo orden maoísta, consolidado por el último emperador Xi Jinping, jefe del Partido que sufren los chinos contemporáneos (no parece, dicho sea en honor a la verdad, que la conducta opresora y liberticida del último emperador sea muy diferente de la del primero). Es importante recalcar que la comida, una de las tres bases fundamentales de la cultura de una nación (C. Lisón Tolosana, tantas veces citado en las páginas de esta revista) se consideraba en el aspecto formal como algo básico para conformar las relaciones sociales; por eso no se trinchaba en la mesa, ni se servía en trozos que seccionaba el propio comensal, sino que ya venía preparada en pedacitos.[16] Y en ello, la forma de tallar, pulir y emplear los palillos, fue absolutamente determinante. Algo tan sencillo como un instrumento para comer, condiciona desde el tamaño de la preparación de los alimentos, y consiguientemente su confección, al comportamiento social en la vida cotidiana. ¡Dos palitos y tan importantes! (Figura 21).

Dos elementos adicionales a los recipientes de servicio, acabaron de redondear la panoplia de instrumentos para comer: el tenedor y la cuchara. A partir de la broca, disminuyendo su tamaño y aligerando su peso y forma, de modo que más que elemento de sujeción fuese instrumento para acercar a la boca el alimento que se podía pinchar, surgió el tenedor. Probablemente en la corte de Constantinopla hacia finales del siglo XI, llegando a las mesas distinguidas de algunos ricos personajes de la poderosa Venecia de su tiempo. No obstante tuvo poca relevancia social e incluso personas de nivel alto hacían burla de un instrumento que consideraban innecesario, impulsado por mentes femeniles, como la inicial impulsora, la emperatriz Teodora. Pero la influencia de las cortes refinadas llegó hacia el siglo XVI por influjo de Catalina de Médicis, esposa del rey francés Enrique II el del Tenedor y lentamente se fue difundiendo hasta que logró la expansión y éxito social desde principios del siglo XVIII.[17] Algo tan sencillo como el tenedor, que incluso se adaptó en su forma a diferentes usos específicos, permitió aligerar de aceitosas condecoraciones las mangas y pechera de las personas de alta sociedad y degustar la comida partida en trozos pequeños, sin masticar a dos carrillos) creándose así, paulatinamente un relación progresivamente más refinada alrededor de la mesa (Figura 22). Además individualizó extremadamente la toma de las viandas; sustituyó socialmente, con siglos de retraso como tantas otras cosas, al empleo oriental de los palillos, relegado al Oriente por la refundición del Occidente de origen mayoritariamente romano desde el siglo II a. C. Lo propio ocurrió con las cucharas. Aunque en este caso la importación fue más bien sustituida por una neoformación pluricéntrica: el cuenco o tazón podía compartirse hasta cierto punto, pero un delicado jugo de productos cocidos y aderezados se tomaba con mucha mayor sencillez, sorbiendo lo menos posible (la dudosa estética del ramen chino sorbido ruidosamente como uso social impuesto resulta escasamente atractiva para los oídos occidentales). Las primeras cucharas eran mini-cuencos cerámicos enmangados (Figura 23), pero en Occidente su factura era de madera, rara vez loza y generalmente del mismo metal que los tenedores (según la solvencia económica, plata, oro, hierro, peltre, aluminio).


En consonancia con el despliegue exhibicionista del anfitrión, que preparaba juegos complejos de vajilla, ya comentados, surgieron como complemento las cuberterías, conjunto de cubiertos que incluían como elementos principales el tenedor, la cuchara y el cuchillo de uso individual[18] al que se sumaban para el servicio desde el recipiente de presentación hasta el plato del comensal, diversos instrumentos como cazos, cacillos, paletas y otros cubiertos específicos (Figura 24). La gran mesa europea de los siglos XIX y parte del XX, estaba preparada para acoger la culminación de una cocina complicada, desmesurada y lujosa, que vio firmada su sentencia de muerte, rápidamente ejecutada, en la fecha mítica de 1970.

[1] F. Fellahsen, D. Rouche: Turquía: la cocina mediterránea, Postdam: Tandem, 2011, pp. 56-61.
[2] El popular tostado, que se genera por la interacción de proteínas y glúcidos-grasas, generando múltiples compuestos de color oscuro y neocomposición compleja que resulta gustosa. Véase S. Damodaran, K. L. Parkin, O. R. Fennema (eds.): Química de los alimentos (3ª ed.), Zaragoza: Acribia, 2010, pp. 858-865.
[3] Ya hace tiempo (pero no aprenden) que Harold McGee demostró mediante experiencias con balanza y matraz aforado que una carne sellada superficialmente y luego cocida en un medio caldoso pierde por permeabilidad buena parte de los jugos interiores, que se intercambian con el líquido de gobierno, ya que el presunto sellado no es tal, sino que se repermeabiliza en presencia de calor adicional. Con los productos embroquetados ocurre lo mismo, con la única diferencia de que los pequeños pinchos pierden mucho menos jugosidad al ser de parvo tamaño y consecuentemente hacerse en muy poco tiempo (salvo contumaz impericia asadora del cocinero).
[4] F. Abad Alegría: «Lácteos en la obra de Columela», El Cuaderno, 13 de agosto de 2020 [en línea], <https://elcuadernodigital.com/2020/08/13/lacteos-en-la-obra-de-columela/>. [Consulta: 26-11-2020].
[5] Alvar: o. cit., láminas 179-180.
[6] E. Sánchez Sanz: El queso de Tronchón, Zaragoza: DGA. 1984.
[7] No estoy hablando de su adición a un arroz con leche asturiano, en dosis moderadas, dando una cremosidad inigualable, porque la mera reflexión es pecado, venial, de pensamiento.
[8] O. Eraso: «Elaboramos mantequilla artesanal en los valles de Soria», Deia.com, 6 de enero de 2016 [en línea], <https://blogs.deia.eus/agroviajeros/2016/01/06/elaboramos-mantequilla-artesanal-en-los-valles-de-soria/>. [Consulta: 4-9-2020).
[9] F. Abad Alegría: «La pasta nuestra de cada día», Heraldo de Aragón, 8CMG, 8 de noviembre de 2014.
[10] G. y G. Blond: Historia pintoresca de la alimentación, Barcelona: Caralt, 1989, pp. 124-127 y 157-158.
[11] J. L. Flandrin, M. Montanari (eds.): Food: a culinary history from antiquity to the present, Columbia University Press, 1999, pp. 371 y 419-420.
[12] Ibídem, p. 419.
[13] E. Villena: Arte cisoria, Barcelona: Humanitas, 1984, pp. 70-72
[14] I. Nitobë: El bushido. El alma del Japón, Madrid: Dojo (prólogo del Gral. José Millán Astray, 1941).
[15] Confucio: Los cuatro libros canónicos (solo el primero es original del Maestro, los dos siguientes son recopilaciones de sus discípulos y el cuarto es original de Mencio, discípulo tardío del siglo IV a.C.), Sipan: Barcelona Network. 2017, tercer libro Lun-Yu, 10-8, p. 139.
[16] «En el gobierno de un imperio debe concederse capital importancia a tres cosas: el establecimiento de los ritos, la fijación de las costumbres y la determinación de los caracteres de la escritura» (Confucio: o. cit., segundo libro Chung-Yung, 29-1, p. 73).
[17] T. Castillo: «La historia del tenedor, curiosidades y tipologías», Bon Viveur, 23 de octubre de 2015 [en línea], <https://www.bonviveur.es/the-food-street-journal/la-historia-del-tenedor-curiosidades-y-tipologias>. [Consulta: 31-8-2020]
[18] Pervivencia de este trío cultural, surge a principios del siglo XIX el obsequio para ahijados con ocasión de la Primera Comunión, de un estuche con los tres elementos, generalmente de plata o al menos plateados.
[EN PORTADA: Fork knife spoon, de Suzanne Stewart, 2013]

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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