/ una reseña de Carlos Alcorta /
La búsqueda de la verdad, ese concepto espinoso y resbaladizo, parece ser el propósito fundamental de Sin piel, el nuevo libro de Javier Lorenzo Candel (Albacete, 1967), autor con una celebrada trayectoria poética avalada por importantes premios como el Fray Luis de León, el Emilio Alarcos o el Gil de Biedma. Pero la verdad que busca Lorenzo Candel (Luis García Montero dice en el paratexto que «La verdad íntima tiene mucho de enigma, de navegación en la que es preciso orientarse a través de la culpa. El fracaso, el miedo, el amor y la voluntad de vida») poco tiene que ver con la lógica o, mejor dicho, con la ciencia, con lo verificable; es más algo instintivo y natural que se va aprehendiendo a medida que se recorre la travesía vital y el tiempo ejerce su función de filtro y balanza: «Pero algo te dice que vayas a por ella,/ algo humano te anima a descubrirla/ enterrada en el viaje de ti hacia la muerte». Esa travesía existencial pivota, en el caso de nuestro autor, sobre tres pilares: la culpa «definitivamente asimilada/ desde el niño que fui/ hasta esa madurez que ahora celebra»; el fracaso «que presumo infalible/ para entender un exilio hacia dentro» y el miedo «como una solución para no andar de frente». Esta autobiografía emocional se desarrolla a lo largo de más de treinta poemas en los que los exámenes de conciencia son habituales y nada complacientes. El poeta vuelve la vista atrás, hacia ese pasado que determinó quien es en el presente, en la madurez de un hombre que ha traspaso la cincuentena Y que está ensenándose a sí mismo a vivir. La infancia no es, como en muchos poetas, el paraíso, el momento anhelado durante el resto de la existencia («Porque también existen los lugares/ en los que un niño llora/ de rabia y que, perdido,/ asciende a la mirada de su padre/ para ver una furia desatada,/ un frío metal sobre su cuerpo», escribe en el poema «Puer profeta»), sino un tiempo de temores y pesadillas: «Pero son los asuntos del valor/ los que me paralizan,/ los que arruinan mi condición de humano frente al mundo,// los que me dejan siempre,/ como cuando era niño, escondido a la sombra de los árboles». Ese desasosiego vital, esa reaparición del fantasma del miedo es el que le impulsa a implorar, mediante una plegaria, un borrado de la memoria, el desconocimiento como método para renacer a otra vida, porque Lorenzo Candel ha ido conociéndose a sí mismo y no parece gustarle lo que va descubriendo. Él no es uno de esos hombres «en origen distanciados de los remordimientos», todo lo contrario. Los versos pausados, reflexivos, con un lenguaje que tiende a la restauración anímica, desembocan en una certeza, la lucha «del hombre contra el hombre», esa que proviene de saberse a sí mismo un ser imperfecto que lucha por hacer de la virtud su mandamiento vital y que no puede cerrar los ojos a la realidad porque «Vivir acaso sea repetir las preguntas,/ reivindicarnos seres en el conocimiento/ para, al fin, ser tan solo/ hombres que dudas, tiemblan,/ incertezas abriendo decepciones». El contenido filosófico de estos poemas se contagia enseguida porque la propia claridad del lenguaje empleado, un lenguaje muy elaborado que logra conectar con el lector sin recurrir a trucos retóricos, propicia la complicidad de quien padece las mismas dudas, idénticas contrariedades, similares desilusiones. Pero no se piense que estamos ante un libro melancólico, no, Sin piel es un libro de renacimiento, de asunción de la propia identidad y, paralelamente, del paisaje en que la existencia se escenifica («vuelvo en soledad/ a sentirme una parte vital de este paisaje,/ a ser sencillamente, en el dolor,/ viento que arrastra,/ olas a punto de romper,/ ruido perpetuo»), pero también es un libro de pérdidas («Porque a mis años ya/ me quedan solamente/ elegías y sátira/ como armas de defensa»), de esa desubicación que provoca el ocaso de las creencias atemporales (el poema titulado «El buen cristiano» es paradigmático en este sentido). Una existencia en la que tienen, también, particular importancia los detalles insignificantes, los «instantes que forman una vida», como ese momento «frente al Mediterráneo» que se recuerda como uno de los más dichosos: «Y yo que lo celebro en valentía,/ en el instante previo de una vida/ que va de retirada,/ en el preciso instante de la felicidad».
Con ecos de un filósofo presocrático como Parménides y de un místico como Juan de la Cruz, Lorenzo Candel elabora una defensa de su forma de entender el mundo sustentada en la inmovilidad, en la pasividad y la contemplación («en la contemplación de lo que hallo/ encuentro la respuesta», nos dice) lo que le permite vivir hacia dentro «Y una vez detenido,/ una vez conquistado ese presente,/ tan solo respirar», huir de la voracidad de la vida moderna, diluirse en la naturaleza, transmutarse, por ejemplo, en un vencejo que le haga sentirse «una parte de todo lo observado», acaso por esa razón la piel, el envoltorio del ser, carezca de importancia. Lo importante, claro está, como queda de manifiesto en este magnifico libro, es la vida interior, esa que se puede dejar como herencia en actos voluntarios, pero también en la escritura, siempre y cuando sea, como en este caso, sincera, veraz, testimonio fiel de la vida de un hombre con sus incertidumbres y sus contradicciones.
Selección de poemas
Maduración
Buscar en la niñez
como buscar la luz
en el fondo insondable de los pozos,
en el último estante,
en las habitaciones, sin vanos construidas,
sin ventanas que fueran estructuras
de la contemplación.
Como intentarlo todo
para encontrar el rayo
que muestre, en su rotundidad,
los últimos rincones de la casa,
los más negros rincones.
Apresúrate ahora
que tienes la actitud de ir a por ella,
donde una larga calma te sitúa
en la necesidad de conseguirla.
Porque si dejas tiempo
para olvidar, si atiendes
al ritmo maquinal de otras ocupaciones,
puede ser que la pierdas para siempre,
que la olvides de tanto ir a olvidarla.
Buscar en la niñez
como buscar la luz, y descubrirlas.
La vida tuya
Porque después de todo nada hubo.
Se nos fue la ambición negando a cada cosa
la posesión y el goce de tenerla,
se nos fue la nostalgia de haberla ya olvidado,
y nos quedamos solos.
¿Cómo mostrar así esa imagen del mundo
que fuimos fabricando, la creación precisa
que fuimos otorgando con esplendor al tiempo?
Nada nos queda, acaso ardiendo en las palabras
un destello que es súplica,
un calor que es motivo para reconocerlo
quizás en un abrazo, en un gesto menor,
en la debilidad de los susurros.
Lo que vendrá es costumbre,
una forma de estar, un tiempo extraño.
La salvación del cobarde
De cualquiera
de los tiempos que he podido vivir,
este es el paraíso.
La casa grande frente al Mediterráneo,
el mar en calma, arenas
blancas como mi piel
y un jardín, antesala
de los vientos más suaves, del rumor
de los pájaros, trinos reconocibles.
Pero también por esta
manera de atraparme en la liturgia
que canta el pensamiento
a un miedo que aminora,
el olor a jazmín, como si hubiera
testigos vegetales
para hacer contrición
o un salmo en plenitud, sin melodías.
Poderosa es la calma de este instante,
tan poderosa que es la sensación
que embriaga y restituye.
Y yo que lo celebro en valentía,
en el instante previo de una vida
que va de retirada,
en el preciso instante de la felicidad.
Una respuesta
Es un golpe de viento,
un tremolar de sangre,
un sonido metálico que, a la vez, se acumula
en los oídos con el ruido de fondo.
Es un andar cansado, la torpeza
del que no sabe nunca
el lugar del peligro. Es el origen
de la tribulación, del llanto mudo,
la opresión en la voz del que contesta.
También la libertad
pero una libertad comprometida
por una sola senda, por un solo camino;
es el sueño, la idea,
aunque sueños e ideas queden amontonados
como piedras de ruina.
Es una vil comedia con tantos comediantes
que no hay protagonistas
que exhiban sus honores.
Es un quedarse ufano.
Es un telón de fondo, únicamente.
Si alguien me pregunta le diría,
la vida es sólo eso,
y, sin cesar, aturde.
Viento de mayo
Estos vientos que azotan los muros de la casa
son fantasmas que vienen a vivirnos,
a esconderse detrás de las cortinas
y alentar, con el ruido, un hogar arrumbado.
Vienen a oscurecer los lugares ya en sombra,
y aquellos que alumbraban
los espacios amados, preservados de la piel de los otros,
y los comprometidos
a las conversaciones y la fiesta.
Nadie va a detener la furia de los vientos,
nadie le va a poner en otros territorios.
Bajo el dintel, la casa habrá de recibirlos,
y vendrán a tenernos, a estar comprometidos
con nosotros.
Estos mismos que azotan
los muros de la casa
nos llevarán con ellos, sin embargo.
Tomarán otros rumbos, otros ciclos traerán,
subirán a otras cumbres.
Y alejados tú y yo por la fuerza del viento
—penetrados por él—, definitivamente
quedará nuestro hogar para la calma.
[EN PORTADA: Viento de primavera, de Chen Yiching (2020)]

Lorenzo Candel
La Isla de Siltolá, 2020
68 páginas
9,50€

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
Pingback: JAVIER LORENZO CANDEL. SIN PIEL | carlosalcorta
Pingback: Sin piel – Sarraute Educación