/ una reseña de Manuel Fernández Labrada /
Aunque no escasean las antologías de literatura fantástica, pocas hay que tengan como artífice a una figura de la importancia de Roger Caillois. Tampoco abundan las que suman el interés de centrarse, de manera específica, en un dominio tan sutil y complejo como el de los sueños. Ambos méritos, de excelencia y singularidad, se combinan felizmente en esta colección de relatos que acaba de publicar Atalanta, Poder del sueño: relatos antiguos y modernos. Una antología que aspira a sumarse, con un perfil propio, a otras de parecida índole y atractivo, tan míticas ya en el recuerdo de los aficionados al género fantástico como las de Jorge Luis Borges o Italo Calvino. Editada por el Club Français du Livre en 1962, Atalanta la rescata ahora del olvido, poniéndola a nuestro alcance en un bello volumen, vertida al español por un variado plantel de excelentes traductores. Añade así Atalanta un valioso libro a su fondo editorial, donde las antologías de literatura fantástica han sido siempre un elemento distintivo, muy apreciado por sus lectores. Es el caso de la ya veterana Vampiros (1993, 2001), A través del espejo (2016), o la monumental Antología universal del relato fantástico (2013), compilada y prologada por Jacobo Siruela.
Roger Caillois (1913-1978) fue una personalidad eminente de las letras francesas; un brillante ensayista interesado por una gran variedad de disciplinas humanísticas y científicas: sociología, mitología, ciencias naturales, historia del arte… Su atracción por el fenómeno de los sueños no parece haber nacido muy alejado de su temprana inclinación por el arte surrealista, al que también dedicó importantes estudios. Poder del sueño es una recopilación de textos literarios ―antiguos y modernos― que tienen como núcleo alguna experiencia onírica excepcional. Una antología cuidadosamente meditada en la que encontramos relatos consagrados y célebres, pero también otros mucho menos conocidos o de difícil acceso. No cabe duda de que el enigmático fenómeno del sueño ocupa un lugar central en el pensamiento de todas las culturas y épocas, y ha sido privilegiado objeto de estudio para una amplia gama de disciplinas y saberes, como el psicoanálisis, la antropología, la mitografía, o incluso las creencias paranormales. También el arte y la literatura tienen algo que decir al respecto. Muchas veces los escritores se han servido del sueño para justificar sus fantasías y propuestas más atrevidas, o para dotarlas de una conveniente ambigüedad; aunque también ―si es cierto lo que dicen― se han nutrido de la experiencia onírica como quien bebe de una fuente de inspiración, la más genuina y personal. Tartini aseguraba haber compuesto su famosa sonata El trino del diablo tras un sueño revelador, y Coleridge le debía a otro sueño, inducido por el opio, su exquisito poema Kubla Khan. En el mundo de las artes y las letras los ejemplos son infinitos. Pero en la vida corriente también hablamos de «consultar con la almohada», y muchas ideas felices nos asaltan, si no durmiendo, al menos durante la duermevela. Así lo resumía Stevenson, con una pizca de ironía, aplicándoselo quizás a sí mismo: «Cuando se acostaba para dormir, no buscaba ya la diversión, sino relatos dignos de ser publicados y que rindieran ganancias».
Es preciso señalar, sin embargo, que Poder del sueño no recoge sueños narrados ni interpretados, sino solo aquellos, de carácter literario, en los que al final descubrimos «que se contaba un sueño». Así nos lo advierte Roger Caillois en el esclarecedor y sustancioso Prólogo que encabeza su libro. Otro motivo de exclusión para el ensayista francés ha sido la excesiva extensión de determinado relato, o el haberlo incluido ya en una antología suya anterior ―igualmente celebrada y excepcional―, dedicada a la literatura fantástica en general: Anthologie du fantastique (1958). Todas las antologías tienen, por definición, un importante componente subjetivo (las de Borges son famosas a este respecto). Tratándose de un asunto de tan amplio alcance como es el sueño, las posibilidades de selección eran casi infinitas. Cualquier lector experimentado lo sabe. Lo que debemos esperar de una antología de estas características no es una elección objetiva (algo imposible, por otra parte), sino la valiosa recomendación de un maestro, que en el caso presente se concreta en una inteligente selección de textos, representativa de una amplia tipología de ensoñaciones literarias. El sueño literario como tal, asegura Caillois, es un invento relativamente moderno, y casi todos los textos recogidos en su libro pertenecen a la literatura de los dos últimos siglos. Son una excepción los relatos chinos de asunto onírico, que gozan de la suficiente enjundia y particularidad como para merecer un apartado propio: Dialécticas chinas. En este amplio y abigarrado conjunto de textos antiguos, que median entre los siglos V y XVIII (la mayoría inéditos en nuestra lengua), brillan con luz especial los tres cuentos extraídos de la famosa recopilación de Pu Songling. Es el caso de El fresco, un sueño galante que nos recordará al fantástico tapiz de Onfale imaginado por Gautier; o El letrado de Fengyang, crónica de tres sueños coincidentes.
La limitación que supone recoger en exclusiva sueños literarios, sujetos a las premisas anteriormente expuestas, se compensa generosamente en el citado prólogo de Caillois, donde se analiza una amplia variedad de sueños descritos o interpretados. Desde época remota el hombre se ha preguntado por el significado y entidad de sus sueños. Ha querido saber si tenían un valor premonitorio, o si la propia interpretación determinaba su cumplimiento. En su densa indagación, Caillois pasa revista a los libros sagrados hindúes, a la Biblia, a los papiros egipcios y a los escritores grecolatinos. No se olvida de las inscripciones en piedra, del Talmud o de Las mil y una noches; como tampoco deja de servirse de testimonios más modernos cuando le parece conveniente. A modo de necesaria preparación para la mejor lectura de su antología, Caillois resume las diferentes categorías posibles de sueño literario: aquellos que nos permiten acceder a lo divino, los que se complementan entre sí, los que dejan una prenda o testimonio en el mundo real, los compartidos por varias personas, los que anteceden a su realización en el mundo de la vigilia, los que se interpretan durante el mismo sueño, los sueños paralelos… El Prólogo de Caillois es, sin duda, uno de los puntos fuertes del libro, que se enriquece además con la cita de numerosos textos. Es el caso del famoso cuento del deán de Santiago, don Illán, del infante Don Juan Manuel, que Caillois reproduce íntegro. La parte final de esta introducción se ocupa ya del sueño en el mundo contemporáneo, incluyendo algunos comentarios relativos a los relatos antologados.
Dentro ya de los textos pertenecientes a la tradición occidental, uno de los más sugestivos es El relato de Aristomenes, extraído de El asno de oro (Las metamorfosis) de Apuleyo. Una siniestra aventura, no falta de una ruda comicidad, que tiene a las temibles brujas de Tesalia como protagonistas. Una experiencia tan horripilante que la pobre víctima la confunde con una pesadilla. La originalidad del relato estriba precisamente en eso, en que al final descubrimos que no se trataba de un sueño. El texto anónimo titulado Los jardines de Alamut, o cómo se volvía uno asesino (s. XIV) da cuenta de las imposturas del famoso Viejo de la Montaña, jefe de una tropa de fanáticos y alucinados prosélitos; sueños falsificados, en este caso, para conseguir un fin. No muy alejada del sueño podemos situar la visión ―una especie de soñar despierto―, representada en la antología de Caillois por Visión de Carlos XI, obra de ese gran escritor fantástico que fue Prosper Mérimée. Frente a la pesadilla, la visión tiene la cualidad de poder contar con testigos que defiendan su veracidad, capaces de firmar atestados «en buena y debida forma». El carácter siniestro que muchas veces acompaña a las experiencias oníricas tiene un estupendo representante en el relato Un incidente en el puente de Owl Creek, de Ambrose Bierce, donde el sueño se combina con los horrores de la guerra. Aunque muchas veces tendemos a interpretar los sueños como el anuncio de un suceso venidero, también pueden adquirir el significado de una mirada restrospectiva. Así lo descubrimos en Historia de las Montañas Escarpadas, de Poe, donde lo maravilloso radica en el hecho de que una experiencia del pasado pueda revivir en el sueño de otra persona, aunque sea con la ayuda de generosas dosis de morfina. La utilización de las drogas para inducir visiones es una práctica nada fantástica, desde luego, que interesa a las experiencias ancestrales del chamanismo, o incluso de la brujería europea. Pero sin irnos tan lejos, y en el terreno de la propia ficción literaria, la droga se combina muchas veces con el sueño, a cuyas fantasías más desbordadas concede una mayor credibilidad. Así sucede también en Los agujeros de la máscara, de Jean Lorrain: una pesadilla de Carnaval verosímil en un bebedor habitual de éter. Uno de los relatos más famosos de los recogidos por Caillois en su antología es La muerta enamorada, de Théophile Gautier, un texto que nunca nos cansaremos de releer; y donde el sueño y la vigilia se vuelven magnitudes complementarias, de tal manera que el sacerdote enamorado, Romualdo, y el geltilhombre crápula parecen soñarse recíprocamente. Otro de los relatos más atrayentes de la selección es La puerta del muro, de Wells, dotado de un inesperado final, muy inquietante, que contradice la interpretación que parecía irse imponiendo durante su desarrollo, mucho menos trágica y desengañada.
Es posible que algunos lectores aficionados a la literatura fantástica conozcan una parte sustancial de los relatos anteriormente comentados. Independientemente del placer que pueda brindarles su relectura, la antología de Caillois les ofrece también otros textos mucho menos conocidos. Solo me detendré brevemente en unos pocos. El sueño del doctor Mišić, de Ksaver Šandor Gjalski, es uno de los más sobrecogedores del libro: la historia de un sueño premonitorio que culmina en un siniestro y macabro final. Su protagonista es un médico escéptico, aparentemente inmune a las manifestaciones sobrenaturales que hacen famosa la mansión donde vive, pero que es asediado por sueños recurrentes de extremada riqueza y sensualidad. El sueño se convierte así en la puerta franca por donde pueden atacarnos las fuerzas desconocidas del mal; de ahí ese miedo a dormirse que se atestigua en tantos relatos fantásticos de terror (como en Sandy el calderero, de Riddell). Lord Mountdrago, de Somerset Maugham, es otro estupendo cuento de intriga, muy bien construido, apoyado en unos diálogos perfectos y dos personalidades agudamente perfiladas, las del psicoanalista y su paciente. El análisis del subconsciente de alguien que sufre la vergüenza de creer que otra persona comparte sus sueños, y es testigo de sus locuras e indecencias, es pronto superada por hechos que escapan a toda lógica. Es entonces cuando el sueño deja de ser materia clínica y se convierte en asunto literario. Aunque desarrollado con la maestría y originalidad que cabe esperar de su autor, La visita al museo, de Vladimir Nabokov, parte de un tipo sueño muy habitual, aquel en el que nos vemos obligados a encarar una situación superada mucho tiempo atrás. En el caso particular de Nabokov, un indeseado retorno a la Rusia soviética desde el exilio. Aunque es ampliamente conocida en España la obra de Bruno Schulz, no puedo acabar esta reseña sin referirme a la belleza de su mundo onírico, del que es una buena muestra Las tiendas de color canela. Un necesario recordatorio de que los sueños no se reducen a terroríficas pesadillas o aciagos vaticinios, pues también pueden servirnos como puerta de acceso a las más dichosas experiencias. Sueños afortunados que nos permiten contactar con el recuerdo de los seres queridos, vislumbrar una felicidad que quizás nunca alcancemos en el mundo de los despiertos o, cuando menos, salvarnos temporalmente de las fealdades del mundo gracias a aquel engrasado cierre (oiled wards) del que nos hablaba Keats.
Extracto
«Resulta una ligereza imperdonable enviar a un niño a una misión importante y urgente en una noche semejante, ya que en su penumbra las calles se multiplican, se enredan, se confunden entre sí. En el fondo de la ciudad se abrían calles dobles, calles idénticas, calles engañosas y falsas. La imaginación encantada y confusa creaba planos ilusorios de la ciudad supuestamente conocidos desde hacía tiempo, donde estas calles tenían su lugar y su nombre, y la noche, en su fertilidad inagotable, no encontraba mejor ocupación que aportar con denuedo nuevas configuraciones imaginarias».
(Las tiendas de color canela, traducción de Elzbieta Bortkiewicz)
[EN PORTADA: El sueño, de Henri Rousseau (1910)]

Roger Caillois
Atalanta, 2020
480 páginas
26€

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica y catedrático de enseñanza secundaria. Desde 1996 reside en Granada, donde ha colaborado con la Universidad en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Ha publicado diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro, y es autor de las novelas El refugio (2014) y La mano de nieve (2015), así como de un volumen de minificciones, Ciervos en África (Trea, 2018). También escribe en su blog de literatura Saltus Altus.
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