/ por Ramón García /
El último Hammett ha sido evocado prolijamente por Juan Sasturain en una novela rica en meandros y sortilegios. Un año completo bajo la pandemia de COVID-19 también invita a evocar al último Hammett como emblema de un autor marcado como ningún otro por la pandemia de la conocida como gripe española, que hace un siglo afectaba a todo el mundo siguiendo normas de propagación no muy disímiles de las seguidas por la pandemia que vivimos hoy.
La película que Wim Wenders le dedicó en 1982, inspirándose en el relato «Muertes en Chinatown», devolvía a Hammett, bajo una fotografía crepuscular, evocativa, que sin embargo le rescataba en un momento, a comienzos de los ochenta, en que Hammett se encontraba sumido en un relativo olvido como autor. No sé si era el color apagado de la imagen con Hammett de espaldas, tecleando el final de Dead yellow women. No sé si era la música de John Barry serpenteando sobre el ruido de las teclas de la Remmington, pero el decorado de la vida de Hammett fue descolocándose como emblema para un tiempo de pandemia.
Es una de las mejoras partituras de John Barry: muy hermosa, con una grata melancolía acogedora como un café al volver a casa, tras un día inclemente, y sin embargo con la angustia latente de notas que evocan de algún modo una vida vírica en el fondo de una probeta, la soledad de un pulmón enfermo, con su agonía lenta e inevitable, llegando desde el fondo y dibujando una extraña forma en el aire, una forma que extrapolada hacia tiempos posteriores pudiera dar cabida a una habitación de hospital llena de respiradores, u otras de las sombrías imágenes que trajo consigo un año de pandemia. John Barry había encontrado la música perfecta para delimitar a Hammett en la mirada de Wenders: básicamente, la balada de alguien que se ahoga y busca aire. Con pulmones tocados, con un tiempo marcado, Hammett aún pudo vivir una vida repleta de aventura en múltiples lugares, desde la costa este hasta la costa oeste de su país y más allá hasta las Aleutianas, desdoblado como un pirata en sus dos personajes más insignes, el detective de la Continental al servicio de la Agencia Pinkerton que recorre todo el país y Sam Spade, radicado en San Francisco.
San Francisco fue una ciudad clave en su vida y en su literatura, pero Hammett nació en una granja de tabaco en 1894 en el condado de Saint Mary (Maryland) y murió en 1961 en la ciudad de Nueva York, a los 66 años. La biografía más reciente, la de Sally Klein, nos puede ayudar a refrescar algunos datos esenciales. Cuando Hammett tenía siete años, su familia (tres hermanos, su madre enfermera, su padre un hombre inestable, mujeriego y jugador) se mudó a Baltimore, para instalarse no lejos de la calle donde había nacido Edgar Allan Poe, y tampoco de la casa donde residía H. L. Mencken, el crítico que en 1920, para sufragar la costosa revista cultural The Smart Set, iniciaría la publicación de la revista de ficción popular Black Mask, crucial en la vida de Hammett.
Hammett abandonó pronto los estudios y, tras una serie de trabajos inestables en 1915, empezó a trabajar para la Agencia de Detectives Pinkerton. Una de las primeras tareas que se le encomendaron lo llevó a Butte (Montana), donde debía espiar a los Wobblies, un grupo sindical anarquista, de izquierda, infiltrado entre los obreros de la mina de cobre Anaconda. La tarea fue traumática, epifánica en su vida, y está en el origen de su novela Cosecha roja. Abandonó la agencia Pinkerton en 1918 para unirse al ejército de Estados Unidos en Fort Meade (Maryland). Fue aquí donde Hammett se encontró con la gripe y más tarde con la tuberculosis. En palabras de Cline,
«le asignaron a una compañía de ambulancias en Camp Mead, Maryland, a quince millas de la calle Stricker donde se había criado. Debía transportar a soldados heridos que regresaban del servicio en Europa y que traían consigo la gripe, que mató a más soldados que las balas. En un momento del Halcón Maltés, deja en boca de Sam Spade estas palabras: “Sabía que los hombres mueren al azar, y que viven solo mientras un ciego destino lo permite”. A los pocos meses de entrar en servicio, la ambulancia de Hammett volcó cuando transportaba a muchos hombres heridos. Traumatizado por el accidente, decidió no conducir nunca más. Al poco sintió los primeros síntomas de la gripe. Permaneció en el hospital del ejército durante tres semanas, incapaz de sentarse, sacudido por la tos y temblando de fiebre. Su gripe se convirtió en neumonía bronquial que, en un hospital desbordado, derivó en tuberculosis».
La tuberculosis se convirtió a partir de la primera mitad de 1919 en parte consustancial de la vida de Hammett. Tras varias entradas y salidas de diversos hospitales, el 29 de mayo el Ejército emitió el veredicto definitivo sobre su caso: tuberculosis crónica e incapacitante. Físicamente, un hombre acabado. Durante su largo calvario por hospitales y centros de recuperación había conocido en Tacoma a la que sería su mujer, la enfermera Josephine Dolan, con la que se casó en 1921.
Mermado físicamente, Hammett siguió un curso de escritura creativa que le permitió granjearse un contrato en una agencia de publicidad y empezó a escribir ficción para subvenir a las necesidades de su familia. Mencken publicó su relato, «The Parthian shot», en su revista The Smart Set. Pronto siguieron otras cuatro piezas cortas de ficción. En 1923, Mencken se hizo cargo de la revista Black Mask y publicó la primera novela de Hammett, Arson Plus. El resto es de sobra conocido. Cinco innovadoras novelas, más de sesenta cuentos, compendian la literatura de toda una vida. La última de sus novelas, El hombre delgado, se publicó en 1934, es decir, durante la guerra civil española, un evento que influiría profundamente en él. A esto le siguió un bloqueo de veintisiete años.
Pero en ese periodo inicial en que empieza a descollar como escritor, la pandemia de gripe española que postró a Hammett y le llevó a volverse hacia la escritura se extendió por el mundo, sentando un precedente que de algún modo puede servir como lección del siglo XX para el siglo XXI. Contrariamente a la pandemia de COVID, martilleada feroz e incesantemente sobre la población por los medios de comunicación, la gripe española transcurrió casi clandestinamente. Por razones estratégicas, no convenía a los gobiernos norteamericano, francés, inglés y alemán que se supiera el alcance de la enfermedad que estaba matando a miles de soldados en los frentes de batalla y en retaguardia. Por su neutralidad, España disponía de mayor libertad para informar sobre la enfermedad, que solo por eso sería conocida como gripe española, y dos periódicos españoles, El Sol y El Imparcial, serían los primeros que dieran cuenta de la magnitud del problema sanitario que empezaba a cernerse sobre el mundo. Curiosamente, el autor de uno de los libros de referencia sobre la gripe española se llama también John Barry, como el compositor musical autor de la partitura para Hammett, la película de Wim Wenders. Este cifra en cincuenta millones de personas el número de víctimas de la pandemia de gripe española, un número que, si se extrapolase porcentualmente a la población del mundo en la actualidad, se elevaría a los 150 millones de personas. En la cosmogonía de Hammett, «cincuenta millones de personas que mueren al azar, y que solo viven cuando el ciego azar lo permite». Hammett seguía viviendo, y empezaba a hacerse escritor en un mundo dominado por imágenes en las que descubrimos una sorprendente cercanía: imágenes que dan cuenta de ciudades embozadas; que nos trasladan y nos recuerdan que esto ya sucedió en otro momento. En las grandes ciudades carboníferas de Filadelfia, o Pensilvania, Minnesota, San Luis, Nueva York, San Francisco, el coronavirus de 1918 se cobró miles de víctimas. La contaminación por carbón tuvo que ver con ello. En Minneapolis y otras ciudades se aplicaron la distancia social y las cuarentenas.
Como en nuestra época, la gripe española de 1918 abarca política, guerra y salud, ciencia, medicina. Todo empezó por un caso en Camp Funston (actual Fort Riley), en Kansas. El Kansas City Star sí informaría de que miles de soldados habían enfermado y de que 38 hombres habían muerto. Pero, aun así, enfrentados a una violenta infección, decenas de miles de soldados entrenados en Kansas viajarían a Europa, donde el brote de la pandemia estalló entre seis y ocho meses después. Los aspectos aledaños son múltiples y sorprendentes. Barry señala que el presidente Wilson viajó a Europa gravemente enfermo por la gripe, incapaz de sostener una posición fuerte frente a Clemenceau, y que eso influyó en los términos tan duros para Alemania del Tratado de Versalles.
La gestión de la pandemia de gripe española alentó nuevos enfoques sobre la admisión a las facultades de medicina: surgió el Instituto Rockefeller de Investigación Médica. Barry señala otro cambio importante: la fundación de la Facultad de Medicina y del hospital Johns Hopkins, a fines del siglo XIX, con William Welch como la fuerza legendaria detrás de ella, en la ciudad de Baltimore de la que era originario Hammett. La universidad Johns Hopkins progresó como centro especializado en enfermedades víricas y transmisibles durante la época en que Hammett se hacía como escritor. Nombres asociados a la Johns Hopkins: Daniel Coit Gilman, Alexander Robbins. Procedían de la Universidad de Yale, y son nombres clave en los orígenes de la hermandad de Yale conocida como Skulls and Bones. La Johns Hopkins fue, junto con la Fundación Gates, la principal organizadora en octubre de 2019 de Event201, donde se hizo una simulación de una pandemia global, que se ratificaría y se anunciaría oficialmente en el Foro de Davos, bajo el paraguas del World Economic Forum, apenas dos meses antes de que las autoridades de todo el mundo ordenasen el confinamiento global de la población para prevenir el contagio de la COVID-19.
Virólogos y expertos en inmunología han detectado errores en el libro de Barry. El genoma del virus de la gripe no se integra en el ADN, por ejemplo. Pero de él se desprende, aun sin necesidad de tener conocimientos científicos especializados, la noción de un posible colapso civilizacional, de la misma forma en que hoy intuimos la posibilidad de un colapso similar. Los miedos unidos a la dispensación de una vacuna que ya se ha generalizado en Rusia en el momento de escribir estas líneas y que lo será pronto en Inglaterra están acompañados de una sensación apocalíptica.
Volviendo a Hammett, esa noción que hoy sentimos nos permite entreverlo a él y a su literatura bajo una luz que arroja nuevos sentidos: fue un hombre siempre enfrentado a la posibilidad de un colapso civilizacional. La libertad que un nuevo orden aportaría a partir de 1945 y que hemos disfrutado hasta hoy era la libertad por la que estaban luchando las personas de la generación de Dashiell Hammett. Y bajo esa premisa, su obra se abre a vetas nuevas, que trascienden ampliamente las categorías de género literarias.
Podemos pararnos un momento en algunos momentos de esa obra: pocos años después de recuperarse de la gripe española, Hammett escribió «Coufignal»: un enérgico relato protagonizado por una princesa rusa que huyendo de los bolcheviques comunistas se refugia en una isla habitada por millonarios frente a la bahía de San Francisco. El relato es de 1922, casi contemporáneo con el triunfo de la Revolución rusa. Muestra al Hammett febril, surreal, que encontraremos más tarde en Montana (una escritura que tendría herederos: quizá el Cayo Largo de Capote deriva de Coufignal).
El universo de Hammett iba cobrando forma poco a poco: nacido en buena parte a raíz de la pandemia de 1918 y de su lucha contra la enfermedad, lo componen 65 ásperos y brutales relatos, y apenas cinco años en que su obra explota también en una erupción novelesca de extraña intensidad. En seis años escribe las cinco novelas que han cimentado su posteridad. Más que el aliento de la novela, en Cosecha roja intuimos más bien la prolongación de un relato que se desencadena en otros relatos, espoleados por la muerte de los personajes. Hammett apenas permite que el lector los reconozca, antes de fulminarlos. Pero el cinismo descarnado y el modo de mostrar las relaciones de clase, la corrupción dentro del poder municipal, la deriva sexual incluso, el modo de ordenar sus materiales en Cosecha roja impresionó a André Gide, y también a Luis Cernuda. Joseph Shaw, editor de Black Mask durante los años treinta, estaba convencido de que el éxito de la publicación dependía del éxito de los autores que escribían para ella. Les había alentado a escribir novela. Con Cosecha roja, la historia de la literatura contraería una deuda con Shaw. Al final de los violentos años veinte, en 1929, el año de la Gran Depresión, Hammett rompe con todos los códigos que iban asociados a las novelas de detectives y crea una poderosa novela, en realidad un conjunto de violentas viñetas expresionistas. La más trabada y formalmente convincente de sus novelas es La llave de cristal, intensa fábula política, con un estudio despiadado de la lealtad y la traición, el amor y la mentira, y con todos los códigos novelísticos perfectamente cerrados. En El halcón maltés inmortalizó secamente su modo de investigar los casos para sus clientes de la Pinkerton. Los personajes se definen por cómo actúan y lo que hacen, no por su vida interior. La crítica literaria acuñaría un término para definir su técnica: behaviorismo. Es la más críptica de las cinco, una novela cifrada. También la más claramente relacionada con la masonería, a la que Hammett aludiría más tarde en «Tulip»: el halcón maltés se refiere al halcón que enviaba la Orden de Malta en el siglo XVI para anunciar la guerra. Y la novela llega también, para hablar de una guerra mundial que está a punto de comenzar; es su campo de minas cifrado. Comenzaría ocho años después de que Hammett hubiera enviado de nuevo el halcón maltés. Para cuando estalló el conflicto, Huston filmaba la película con Humphrey Bogart, mientras Hammett, con 48 años y muchos ya sin escribir, buscaba humildemente alistarse en el Ejército. A pesar de la tuberculosis, ya muy pronunciada, obtuvo permiso para destacarse en las islas Aleutianas y editar allí un periódico para los militares. Los Aleutianas eran un destino remoto, y sin embargo estratégicamente importante. Habían sido el escenario de una brutal ofensiva japonesa. Una foto lo rescata allí, marcial, con un gesto vagamente parecido a Jean Renaud. Era el preludio del último Hammett. En 1931 había conocido en Hollywood a Lillian Hellman, una relación a menudo difícil que iba a durar treinta años más, hasta la muerte de Hammett.

Como sucedió a otros muchos escritores de su generación, Hollywood eclipsó más que animó su talento como narrador, proporcionándole dinero y fortuna que malgastó y a veces dilapidó. La guerra civil española lo había radicalizado políticamente. Al penúltimo Hammett lo encontramos en cócteles de Ciro, actividad política a favor del partido comunista que más tarde le llevaría a comparecer ante el senador McCarthy, a la cárcel y a las cartas a su hija desde la cárcel. Lo encontramos en Alaska cinco años antes, cerca del Polo Norte, editando una revista para las tropas allí estacionadas. Es un Hammett enigmático y misterioso que invita a formularse innumerables preguntas. Parece un personaje imaginado por el Hammett convaleciente de tuberculosis en los años treinta, pero no lo encontramos en sus textos.
Quizá por el sabor del reencuentro con el narrador que había sido, «Tulip», su último y póstumo relato de 1961, esta vez sí el último Hammett, rompe el corazón. Como las apretadas páginas de la experiencia en las Aleutianas. Pero la cárcel vino después de las Aleutianas. Y fue más dura. Se ve desde el primer momento que «Tulip» está escrito por un tipo con un año de inmerecida cárcel a sus espaldas, y que lo ha marcado; lo ha marcado hasta el tuétano. Hammett veía una novela, quería una novela, pero los 35 folios que consiguió dejar valen de sobra: con su zozobra, sus espirales de sentido, y una autobiografía criptada, porque en ese final Hammett había estudiado matemáticas de verdad, y sabía mucho sobre criptografía. Criptografió su propia vida. Que sin embargo acude como un alud. Narra en «Tulip» la vinculación entre los Pinkerton y los rosacruces, cuenta en «Tulip» los orígenes de esta orden masónica que pondría su sello en el halcón maltés. El fundador de la agencia de detectives para la que había trabajado Hammett, Allan Pinkerton, natural de Glasgow, había emigrado a Estados Unidos en 1923; se había convertido en un experto en seguridad que había prestado servicio al mismísimo Abraham Lincoln y a continuación había fundada la famosa agencia de detectives, en realidad el brazo armado de los grandes industriales, especializada en romper huelgas y perseguir a líderes sindicales. La labor de Pinkerton en el ámbito de la seguridad contribuiría años más tarde a la creación del FBI. Antes de llegar ahí, en 1850, Allan Pinkerton se había encontrado en la logia masónica de Chicago con el fiscal Edward Rucker, con cuya colaboración creó la Agencia Policial del Noroeste, más tarde conocida como la Agencia Pinkerton. El logo de la Pinkerton era el ojo de Horus, el ojo que todo lo ve, que aparece también en el dólar. Pinkerton había firmado también varias novelas de detectives, probablemente obra de escritores a sueldo, y que sin duda estaban en la mente de Hammett cuando decidió dejar la agencia, tomar un curso de escritura y empezar a enviar sus relatos a revistas especializadas, como Black Mask. En el último de sus relatos, el último Hammett nos libra la confidencia de todo eso. Y también de su labor como detective por las calles de San Francisco y de fatigosas ciudades del oeste. El último Hammett bifocaliza al primer Hammett, y desde la óptica de Tulip permite entender los cuentos ásperos y durísimos escalonados por una geografía que va de Baltimore a San Francisco pasando por Butte y Montana y que había jalonado su vida, reconstruyendo sórdidas experiencias al servicio de la Pinkerton.
Los dos años de agonía por hospitales desde Atlanta hasta Tacoma se deslizan como un palimpsesto. Y el relato de esos días es su testamento: Hammett no escribiría más. Quería decir tal vez que la enfermedad vírica a la que había estado a punto de sucumbir había sido la experiencia crucial de su vida. La muerte, tan cercana, se había cruzado con él en Minneapolis. Allá la muerte se le había aparecido para darle una pequeña tregua, unos pocos años, y una Remmington.
De las teclas de su Remmington sale hoy la sonrisa satánica de Sam Spade, para recordarnos algo que tal vez habíamos olvidado: que su historia está escrita sobre la línea de separación donde el mundo de las tinieblas, gobernado por una ciencia perversa, combate contra un mundo gobernado por la libertad humana. Leída con el rostro cubierto por una máscara contra la covid 19, esa línea vuelve a insinuarse como un campo de batalla atroz.
Los pulmones de Dashiell Hammett dejaron de bombear el 10 de enero de 1961.

Ramón García es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Empezó a traducir muy joven a Camus, Poe o Dylan Thomas, entre otros y alternó una tesina sobre Carmen Laforet con la traducción de la primera novela de Lawrence Durrell. Entre 1989 y 1990 fungió como traductor de la Comisión Europea y seguidamente cursó un máster de guion cinematográfico bajo la dirección de José Luis Borau en la Universidad Autonóma en 1993, antes de unirse como traductor al Ministerio del Interior en 1994. A partir de esa fecha cursó también periodismo y en los albores del milenio siguió un master en edición por la Universidad Brookes, con sede en Madrid. A partir de 2001, ha publicado traducciones con regularidad, en especial para la editorial Turner, en la que contribuyó a poner en marcha los primeros volúmenes de la colección Noema. Ha colaborado como corresponsal cultural para los diarios O Expresso de Lisboa y The European, además de participar en la creación de dos revistas literarias a finales de los noventa: Calviva y Terra Incógnita. Entre sus autores traducidos figuran Jonathan Coe, John Luckacs, Alexander Nehamas, James McClure y Jacques Berndorf; y ha escrito sobre autores como James Crumley, William McIlvanney o Van de Wetering. Desde 2004 trabaja para el Centro de Traducción de la Unión Europea e intenta compaginar su interés por las lenguas y por la traducción con toda la actividad cultural que puede absorber.
Un artículo magnífico, inteligente y abarcador de aspectos esenciales de la vida y la obra de Hammett, uno de los autores más auténticos y sobrios de la literatura americana del pasado siglo, que fué en conjunto, la mejor