Cuaderno de espiral

Nieve sucia

«Nos gustaría conservar la nieve impoluta para enredarnos en su delicada túnica de pureza y ensueño. [...] Por eso, tendemos a creer que la nieve sucia solo enturbia nuestra propia idea del mundo. Sin embargo, resulta lo más provechoso brindado por la nevada. Porque sin su pisotearse y derretirse no comprenderíamos la necesidad de una nieve que nunca se ensucie ni deshaga», escribe Pablo Luque Pinilla en su 'Cuaderno de espiral'.

/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /

Tiene poco sentido venir aquí a escribir de la nieve pasada, que es como hablar del agua pasada, pero con mucha más porquería. Viene poco a cuento, sobre todo, cuando esta nieve ha bajado un telón blanco durante varios largos e inquietantes días sobre los periódicos digitales y las televisiones, y prácticamente ha sido imposible ver ni comentar ninguna otra cosa. Cuando las ventanas han sido espejos centelleantes, devolviéndonos una imagen mucho más cruda y desoladora que los espejos imaginarios y esnobs del yo fragmentado de los poetas contemporáneos. Una luz en la que solo veíamos, tan sombríos y taciturnos como hemos estado, los tempestuosos empujones de la naturaleza embravecida. La blancura de la nieve, por otro lado, ocultándonos la blancura de los hospitales y las morgues, una supuesta tregua que no ha sido sino una mala broma. O dos, porque al temporal le han sucedido los desperfectos. Y que, ya pasado, nos retorna otra vez a la dura realidad de la pandemia insistiendo en cavar su macabro surco en nuestra historia. Antes, cuando nevaba, se reunía la familia en la ventana para mirar los copos bailando y se salía a disfrutar bajo el manto blanquecino del cielo, compacto como una membrana a punto de reventar. Se juntaba una bola grande, una pequeña, unos palos y una zanahoria, el que la tenía. Se jugaba, se reía y se gritaba, y la chiquillería saltaba hasta mojarse los calzoncillos o las bragas. Alguna calva se llevaba un bolazo, y los moratones y resfriados avivaban un rescoldo de felicidad al recordarse, calentando durante mucho tiempo la memoria.

Sin embargo, decíamos, este tiempo oscuro no nos da un respiro ni con el bucólico paisaje dejado por la nieve. Pero, si he querido venir aquí a hablar de ella después de derretirse, es porque asistimos al reaparecer de lo que pensábamos perdido sin remedio. Esos árboles, incluso a pesar de los daños, o esos céspedes y flores aún en las medianas, aguantando invictos tras la ferocidad a la que fueron sometidos. Cuanto yo quiero guardar de este tiempo aciago. El recomenzar desde lo que fuimos apoyados en el fulcro de lo ansiado por el corazón en el presente. Secundados por la conciencia de lo que nunca dejaremos de ser. Lo que explica tantos gestos alrededor, en algunos de los cuales quizás hayamos participado, que nos alientan cuando cunde el desánimo. Las paletadas a contrarreloj del hielo en las casas de nuestros mayores aislados; las cuadrillas vecinales liberando aceras y garajes; los bomberos, los militares y la policía reconduciendo una maraña de confusión generalizada. Y, desde hace ya más de diez meses, ese sanitario ―a veces familiar o amigo por quien tememos― arriesgando su vida en el trabajo; ese religioso o ese voluntario al pie de algún enfermo, acompañando o apoyando materialmente; esa cajera o ese reponedor velando por nuestro abastecimiento; esas patrullas o ambulancias, escuchados con una frecuencia mayor de lo soportable.

Nos gustaría conservar la nieve impoluta para enredarnos en su delicada túnica de pureza y ensueño. Para retornar cuando queramos a ese lienzo memorable que supone. Para que conforme uno de esos enclaves míticos donde volver siempre, que son los lugares donde se protagonizan todas las historias de la propia vida. Porque contemplar la nieve es como ver las fotos de la infancia, o de nuestra ciudad de antaño, o de las mejores añoranzas que cada uno guarda consigo. Volver a escuchar los redobles de una belleza nunca olvidada. Por eso, tendemos a creer que la nieve sucia solo enturbia nuestra propia idea del mundo. Sin embargo, resulta lo más provechoso brindado por la nevada. Porque sin su pisotearse y derretirse no comprenderíamos la necesidad de una nieve que nunca se ensucie ni deshaga. Una realidad que no nos falle como la que hemos sentido al volver a ver de nuevo esos árboles, hierbas y flores. O que se ha expresado en el espectáculo de todas esas personas arrimando el hombro. En la forma de samaritanos anónimos acompañando y aliviando el padecimiento; en la manera de rostros ―porque debajo de un EPI hay un rostro― tomando en sus manos nuestra propia vida. Que ha desnudado nuestra suprema aspiración a sabernos acompañados para gozar de la existencia y atravesarla con esperanza. Nuestra vocación, en suma, a pesar del sufrimiento y el dolor, a participar de lo real considerándolo como el mejor aliado.

Soy consciente de hasta qué punto esto nos reclama abrir los ojos y buscar constantemente una salida siguiendo ese hilo que nos saque del laberinto, como en el consabido mito de Teseo ―otra vez lo mítico, ay―, y hasta que para decirlo nos pongamos clásicos por un momento. Como sé del tamaño del reto y que solo pensarlo en el contexto actual estremece los adentros. De hecho, doy por seguro que muchos no lo compartirán y hasta les producirá escándalo leerlo. Pero antes tampoco estaba todo tan bien y además no nos queda otra. ¿Buscamos algún hilo al que aferrarnos?, ¿ofrecemos el nuestro para ayudar a otros a salir del laberinto? Pensémoslo. Los frutos son incalculables.


Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.

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