/ Últimas flores para Laura / Agustín Vidaller /
En un frío fumadero de Peshawar, adonde llegué con sólo tres tiros para mi Browning, me aseguraron una vez gravemente que cuando diez sujetos se reúnen, dos de ellos empiezan inmediatamente a disputarse el liderazgo y siete se disponen a obedecer, mientras que el último sólo piensa en largarse. Hace cien años que en las mejores universidades occidentales proliferan meritorios asiáticos. No es extraño por tanto que yo emprendiese viaje hacia el Este sólo para encontrarme con uno de los teoremas de la sociología postmertoniana, por boca de un pastún cuyo hombro reumático estaba deformado con el retroceso de su anticuado Lee Enfield. La conversación tuvo lugar antes de que los dos consumiésemos nuestras pipas. De otro modo yo no recordaría aquella cicatriz en la mejilla que, según el viejo patán, era consecuencia de la vida, no de la guerra. Sí, el afgano había vivido lo bastante como para cerciorar ciertos axiomas de la ingeniería social, después de abandonar Harvard mucho atrás y seguir los caminos de Allah en la yihad contra los soviéticos. De ahí que, al despertar a la resaca del opio, yo hiciese mía esa intuición sobre la política humana, según la cual se sucede el teatro de prohombres, posthombres; antihombres.
De la teoría, a decir verdad, sólo me sorprendió lo pretendidamente exacto de su matemática. Ya sabemos todos algo sobre la humana costumbre de otorgar la supremacía al más destacado de los hideputas presentes. Tampoco es necesariamente nociva: históricamente, al macho alfa se le han podido atribuir múltiples y enojosos entuertos —léase los mil troyanos de bien aniquilados por Aquiles, el agarrotamiento de Atahualpa por los españoles, la castración de Sima Qian a manos del emperador Han— pero también es verdad que alguien tiene que mancharse las manos para plantar el arroz, y la frase no es mía. La democracia al cien por cien no deja de ser un asomo distópico, así que habrá de haber alguien cuya voluntad —a pesar de lo peligroso de esta última palabra— nos empuje a través de una arriesgada secuencia de ensayo y error. Aquiles finalmente toma la primera de esas troyas cuya caída ha enriquecido a Occidente durante tres mil años, Pizarro hace posible a Vargas Llosa, Sima Qian de repente entiende que sólo un eunuco puede componer la crónica del millón de caracteres. Oso decir que la ley del más fuerte es a la historia lo que los combustibles fósiles son a la automoción: algo peligroso pero insustituible hasta la fecha.
Esto en cuanto al prohombre, sea emperador o cacique. Respecto al posthombre, le queda por hacer a éste, en el mejor de los casos, cierto número de genuflexiones de las que muy transitoriamente se olvidará cada vez que su hartazgo le extravíe, momento en el cual una revolución más promoverá un mero turno entre viejas y nuevas aristocracias. Los mismos perros, con distintos collares, no tardarán en predicarle otra vez sobre las bondades de seguir siendo un hombre medio. Son estos sermones el alef de toda civilización. Dejando a un lado credos menos exitosos y perdurables, me atrevo a contar hasta seis grandes religiones asiáticas cuya razón de ser es aliviar las penas del hombre común, desviando a éste de lo que sería un comprensible espíritu de subversión. Hacia un noventa por ciento del ejercicio intelectual heredado de nuestros más elevados espíritus tiene que ver con la deliberada prevención contra lo que los chinos llaman miedo al caos. Lo cierto es que quizá hubiese sido mejor no ir más allá de tales parábolas llegadas del Oriente, prescindiendo así de ciertas contribuciones europeas de espíritu engañosamente agnóstico. Al definir cándidamente la religión como opio del pueblo, Karl Marx no podía prever hasta qué punto estaba ofreciendo al mundo uno de los más poderosos narcóticos de la historia, cuya simultaneidad con aquel otro producto del nazismo ha prohijado nuestros más excitantes, desconsoladores tratados de historia, sin que el definitivo Tucídides acabe de columbrarse en el horizonte de nuestra bibliografía. Cuando nos dicen que todo consiste en rezar y apretar los dientes puede uno echarse a temblar, pero cuando encima nos aseguran que Dios ha muerto, no todos estamos preparados para pegarnos un tiro a tiempo.
Quizá las versiones más avanzadas de nuestra tercera clasificación hayan madurado históricamente un tanto más —bien que impulsivamente— frente a este último dilema. Ya en otro sitio he dicho —vaticinio, no prédica— que algún día sacrificaremos a nuestros siquiatras en el mismo altar bajo el que yacen muchos de nuestros eclesiásticos. Mientras llega esa hora, sin embargo, no tendremos otro remedio que seguir escuchándolos cuando hablan y hablan sobre el carácter universal de las temporadas en el infierno. Lo fugaz o no de éstas determinará si el sujeto que las padece merece la etiqueta o sambenito de paciente, con todas las consecuencias de irrentabilidad económica, abaratamiento de la personalidad, dependencia y, sí, el riesgo real del disparate último. Pongamos que se trata tan álgido personaje de alguien cuyo principal objetivo es la evitación, perdida su batalla personal contra el archimacho de turno. Marchita, quiero decir, su aspiración a todo aquello por lo que se suele vivir y matar: dineros, honra, amistad, capacidad de influencia. Realización, poder: la tiranía de lo sexual traducida en sus humanas sublimaciones. He ahí que el paria huye, temiendo incluso por su vida ante las demostraciones del buco victorioso. Es el camino del exilio, ya sea allende las fronteras o entre cuatro paredes. Pues hay prófugos que simplemente se escabullen en el despiste de su propio sepulcro, desde el cual algo de neurolepsia y una edición en inglés de los cuentos de Borges les bastan para recorrer la noche del Mundo. Suyos son los anchos cotos de la pereza, el pensamiento lateral y el arte por el arte, parasitismos de penitenciaría que ningún mal hacen, pues todo está atado y bien atado. Abocados a una ascética que luego dicen haber escogido, estos desterrados de acá o de acullá evidencian o no su probidad según el blanco de sus ojos: cuando hablan de un ojo amarillento, ictérico (jaundiced eye) los ingleses se refieren a un individuo rencoroso. A veces se produce el milagro: personalmente, no encuentro mayor ejemplo moral que un perdedor sin resentimientos. Es posible que seamos nosotros y nuestra circunstancia. Un héroe es él mismo por encima de su peripecia.
Pero se hace difícil hablar de héroes al acercarse al fenómeno del auténtico untermensch. El siglo XIX prohijó los más candentes debates sobre la desigualdad. Ésta es preconizada por el superhombre en pro de no sé qué machismo, el cual podría argumentarse mejor mediante una publicidad de perfume para caballero; mientras tanto el socialismo científico la combate con argumentos que artificiosamente intentan poner al día el recurrente fenómeno del milenarismo. Si Nietzsche y Marx hubiesen sido hombres honorables, el debate se hubiese visto quizá enriquecido con ciertas concesiones a la caballerosidad y a la simplificación mas, poetastro el uno, ratón de biblioteca el otro —hijos ambos de una época en la que Caín ha venido armándose de los medios y las proporciones de la revolución industrial— los dos postergaron el duelo a muerte, dejando que fuesen millones de buenos hijos quienes lo consumasen, tiempo más tarde, en jardines cuya improbable amenidad consistió en jugar a ser escorpión —su coraza, su aguijón—. Fueron esas batallas promovidas por gentes que según sus propias palabras defendían unas siglas o una raza. Nada se dijo de los descastados: dos mil años de Jesús para que todo quede en un interés de clase.
Es por tanto la de este último peldaño del lumpenproletariat una contienda diferente. Ninguna sangre se derramará que no sea la suya. No habrá generales, banderas, signos que orienten a la horda, la cual no existe, pues ya antes de la refriega se ha entendido bien lo conveniente de cierta dispersión, e incluso invisibilidad. Hay vida y antivida. El subhombre vive a cuatro metros bajo tierra. Para definir esta especie de muerte sin morir, yo hablaría no de un prolongado sufrimiento, sino de una penosa incapacidad tanto para éste como para el gozo. Alguien que padece es un enfermo convencional; alguien que disfruta moderadamente es un pequeño sabio y por tanto un individuo funcional. Quien ignora ambos estados sin saberse difunto está condenado a la catatonia y su único color —no el negro, sino el blanco—. En realidad es posible que uno siga hablando. En un mundo de palabras, nada cura tanto como ser escuchado. No ser nadie en el ágora, en consecuencia, es un vértigo del que se hace difícil volver.
La vida no importa tanto como la biografía. No es extraño que, a la postre, la mayoría de estos catatónicos de la emoción no atenten definitivamente contra la ilógica de su existir. Tal obra está, las más de las veces, al otro lado de su capacidad para decidir. Carecen en definitiva de voluntad, ese fatídico artefacto gracias al cual el carácter fuerte cincela su estela hasta asemejarla a una obra de arte, a costa de los individuos amorfos. Morir deliberadamente a los treinta y tres años es sabio, siempre y cuando se haya conquistado previamente la inmortalidad. No, querer el mundo no es perder el alma a juicio de quienes saben mirar a los ojos.
El atleta puede perder batallas. El contrahecho pierde directamente guerras. Todo consiste pues en una manera razonable de administrar la derrota. Lo de menos es que nazca una nueva ética: el cristianismo habla a aquellos esclavos que no quieren dejar de serlo. La verdadera urgencia es la fundación de una estética, o sea, la capacidad de inspirar envidia. Siempre habrá quien sepa apreciar el hecho de triunfar en el fracaso. De otra forma no se entiende la evemerización de Van Gogh. Se trata de una retirada hacia los límites de lo imaginado, de lo inteligible. Pero nada de eso es posible sin un regreso a la gama cromática, un mirarse en el espejo y verse de nuevo.
Para ello, decididamente, hay que invertir los términos. Siempre habrá una justificación para injuriar a la belleza; de ahí que, si no en un lugar en otro, toda deformidad suela ser celebrada por gentes de otro parecer: las caderas excesivas que tanto dicen a un árabe, el fantásticamente obeso harén hallado por Speke en el reino de Buganda, el tercer sexo de los berdaches o los hijras, los pies atrofiados de las mujeres Qing, las infinitas maneras de deformar el labio, el cuello o el cráneo… Afrodita es ambigua, ¿por qué no lo iba a ser el resto de nuestro Olimpo? Ciertamente nunca nos ha abandonado la risa disoluta de Dioniso.
El nuevo artilugio se hace llamar intención paradójica. Viktor Frankl lo introduce en un título que en absoluto pretende conducir a la curación, sino a la perseverancia. De la premisa aparente o chiste extractaremos lo siguiente: un sujeto x vive obsesionado por el temor a un suceso y, aparentemente inevitable; para conjurar éste, x debe imaginar un mundo en el que y sea fervorosamente deseable. De ahí que, siguiendo una lógica hija de la paradoja que todos hemos constatado alguna vez, y no suceda en absoluto. La evidente similitud de tal técnica con la chabacana ley de Murphy me obliga a ilustrar el fenómeno con la concreción de aquel ejemplo en que y se identifica con el insomnio que aqueja a x: para que éste se vea libre de aquél, su única posibilidad será el hallazgo de las hipotéticas gratificaciones de una vigilia interminable, improbabilidad quizás asequible a los kamikazes del soñar despierto, los ladrones de cuerpos y los intemperantes de ciertas lisergias. A estos aprendices de brujo habrá de asimilarse nuestro paciente para introducir en su velar un aspecto placentero o atenuante que reduzca su ansiedad y lo induzca al sueño, tanto más probable cuanto menos lo busque. La inevitable sospecha de que todo se reduzca a un extravagante disparate —agravada por el carácter deliberadamente profano de toda mi disquisición— quedará matizada si añado que Frankl era un superviviente de Auschwitz, en donde, más que aprender a dormir, se inoculó del sentido del insomnio. Por lo demás, que nadie me diga que El hombre en busca de sentido es un libro de autoayuda. Está ausente en él la falacia de una superación llamando a la puerta. Quizá quienes lo leen estén desesperados, pero se trata en cualquier caso de un tipo especial de desahuciado. Me refiero a alguien que se sabe definitivamente perdedor en todo juego de suma cero, alguien que ha hecho de la catástrofe su propio estilo sin caer en la autocompasión. Ha olvidado este individuo el cómo pero conoce el porqué. Sabe que el peor enemigo del condenado no es más que la esperanza. Lo malo no es el Infierno en sí, sino la creencia de que hay algo más allá de él. No hay Valhalla para los analfabetos de la autoaserción. Anhelemos pues el Tántalo. Todo consiste en un acomodo, en una súbita valoración de ciertas ventajas: en la medida en que no somos santos, hemos conquistado el derecho a ver el Mundo con una puplila levemente enrojecida. ¿No es ése el origen de la divagación romántica? En realidad, x se lo debe todo a y.
De ahí que yo esté en deuda con P. La encontré una noche en un muelle de Brest, entre la bruma. Yo le di treinta monedas. A cambio ella, que era todo cuanto un hombre puede desear, me guió hasta una habitación sobre cuyo lecho, entre ambos, interpuso una navaja abierta. «De muchos hombres —me dijo— he aprendido lo que es el dolor. De ti espero algo diferente. A fin de cuentas tú eres algo menos, o algo más». Yo cerré los ojos y los volví a abrir. De repente veía una gran mantis al otro lado del cuchillo. Lentamente, huí. Desde entonces vengo evitando a un cincuenta por ciento de la humanidad. Es una cuestión de principios. Simplemente dejo que otros se jueguen la vida por cinco segundos inusuales. Yo me contento rememorando la belleza de P., antes de transmutarse. Mi satisfacción es la de quien sabe que no se ha manchado en el desigual, sangriento negocio del apareamiento. Algunas noches de estío el remordimiento me invade. Entonces renuncio al sueño y albricio una metáfora más en la que mirarme.
Se trata de un bello infortunio.
De deserciones como la mía consta la historia de nuestras subcastas. Desde el origen de los tiempos, somos muchos los que hemos desobedecido —cobardía, pereza o ética— a nuestra carga genética, esa que nos incitaba a ganarnos un lugar al Sol. Simplemente hemos preferido ser una aristocracia distinta, fundada en la mortificación de las aspiraciones, en la sublimación en suma. Somos legión. De nuestra conspiración, absolutamente involuntaria, se sabrá en el futuro, después de que en las aulas de primaria se extienda la actualmente esporádica, fatal declaración de principios: «de mayor yo quiero ser poeta». Ese día el concepto de España —es decir, su liga de fútbol— temblará. Nos aguarda una generación de bucólicos sin entrañas, nada amigos de la competitividad física en que sus padres cifraron con todo el cariño sus posibilidades de éxito. El mundo resultante será un punto medio entre la bohemia generalizada y el misticismo de masas. Hambrunas, pestes. Siete mil millones de torres de marfil practicarán hasta su extinción un fofo belicismo orientado a la batalla floral y la rendición por hambre. Éste y no otro, Mr. Fukuyama, será el fin de la historia.
Tal hipotético fracaso del darwinismo social nos traerá insalvables contradicciones. No hay simbiosis más enternecedora que la del caballero y su bardo: el riesgo del primero configura la materia del segundo, en una asociación de intereses que pone punto a la polémica entre la mano que sostiene la pluma y la mano que ara. La épica, una de las mayores necesidades del hombre antropocénico, se hace siempre a cuatro manos. La gloria nos aguarda pues a la vuelta de la esquina, en forma de romance castellano. A los ajenos de tal mester les digo esto: que todo condicionamiento deja de serlo si se hace del mismo una elección. En un mundo de cojos será bello caer, mordiendo el polvo.
[EN PORTADA: Manos orantes, de Peter Paul Rubens (c. 1600)]
Agustín Vidaller (Pomar de Cinca [Aragón], 1967) es escritor, autor, hasta la fecha, de tres libros publicados por Trea: Costas perfumadas (2005), Oasis: una odisea negra (2017) y el libro de relatos Exotique (2020).
¡Estupendo! Leyendo tu texto he recordado el bello relato de Melville: El fracaso feliz.
Gracias, Manuel. Tú siempre tan erudito.