Poéticas

Egipcíaco

Carlos Alcorta reseña 'Egipcíaco', de Martín López-Vega, un libro que da voz a los demonios familiares del poeta, y que los domestica.

/ una reseña de Carlos Alcorta /

Cuatro años han pasado desde que Martín López-Vega (Póo de Llanes, 1975) enviara a imprenta su último libro de poemas, Gótico cantábrico, si exceptuamos la publicación de su obra completa en el libro El uso del radar en mar abierto: poesía 1992-2019 (2019), hasta este Egipcíaco, libro con el que guarda innumerables similitudes, aunque la más significativa, o la que menos desapercibida pasa, tiene que ver, no con la recuperación de la infancia como espacio mítico (López-Vega raramente incurre en la exaltación de esa época de modo general), sino con el anclaje vital a quienes hicieron posible que, vista desde el presente, pueda rememorarla sin afectación y sin resentimiento, aunque hubiera motivos para ello. Los acontecimientos que marcaron el devenir de aquellos años son analizados ahora, y en algunos momentos de Gótico cantábrico, con la asepsia propia de quien ha dado carpetazo, probablemente en un intento —conseguido, a mi parecer— de desembarazarse de lastres incómodos.

Martín López-Vega, fotografiado por Yolanda Castaño

López-Vega nomadea y peregrina incesantemente. Son numerosos los poemas que tienen como escenario ciudades y regiones foráneas, acaso porque ha adoptado el cosmopolitismo como gorma de vida: «Soy de todas las ciudades/ de las que puedo dibujar un mapa de memoria,/ de todos los idiomas/ en los que sé pedir café y amor y olvido,/ de todos los países/ cuya frontera puedo cruzar/ sin que me pregunten si rezo o a quién rezo/ ni que pienso de la identidad y el capital». Pero, pese a ese vagabundeo casi permanente, y aunque la relación con el terruño sigue siendo intensísima (para comprobarlo, no hay más que leer poemas como «Ivierno mandadero», escrito en con el lenguaje que utilizaban sus abuelos cántabros, o el magnífico y emotivo «Un episodio personal»), la distancia, tanto temporal como espacial, le permite cierta ecuanimidad emocional y facilita observar el pasado desde una perspectiva más amplia, no cegada por los sentidos. Ese nomadismo al que he hecho mención se hace visible también en la herencia literaria de López-Vega, abierta a múltiples tradiciones, no circunscrita, como es habitual, a las de rango más potente. Me atrevo a afirmar que es el poeta de nuestro entorno más ambicioso y más expansivo en ese aspecto. Siempre está en disposición de descubrir, y de descubrirnos, nuevos poetas, y de ofrecernos versiones de su obra. Gracias a esas versiones, accedemos a poemas que, de otro modo, nos sería prácticamente imposible leer.

Pero vayamos a Egipcíaco, un libro extenso y diverso en su unidad, fiel a su modo de entender el acto poético, muy apegado a lo testimonial y a lo biográfico, en el que da prioridad al decir, pasando el cómo decirlo a segundo plano, lo que no es óbice para que sus poemas mantengan la tensión rítmica necesaria para que el verso, pese a las repetidas licencias, se familiarice con nuestro oído. La influencia de otras tradiciones distintas de la nuestra tiene mucho que ver con esa libertad expresiva de Martín López-Vega, a quien no le asusta tomar riesgos, experimentar o innovar si con ello consigue su objetivo. 

Si nos fijamos en cómo empieza el libro, con el poema «Otro ensayo del día logrado», da la sensación de que para el poeta ha llegado el momento de hacer balance, de separar el grano de la paja. La experiencia vital ya es lo suficientemente vasta como para poder extraer algunas conclusiones: «A partir de los cuarenta,/ no habrá día logrado que no pase por sobreponerse./ En su caso, en su ahora, ¿cómo se sobrepondrá/ a que ella ya no esté? ¿Cómo alcanzar/ el día logrado si ni un día pasará en que no piense/ en su sonrisa…?». Sobreponerse al dolor, al desengaño, a la ausencia, a los envites de la vida, esa es la mejor enseñanza que nos regalan los años y parece que los cuarenta marcan un antes y un después: «—lo que parece la felicidad a partir de los cuarenta:/ no sentir dolores, no pensar demasiado,/ abandonarse sin más—». Saber disfrutar de las cosas sencillas, cotidianas, que contribuyen a mejorar la existencia, las cosas que hacen feliz al hombre común tiene, sin duda, su mérito, pero el acatamiento provoca docilidad, inacción y contra ello se subleva el poeta, que reclama poner en práctica la libertad de elección, no vivir «siempre amilanado» por el remordimiento o por la fe. Ecos del Salinas de la trilogía amorosa encontramos en alguno de los poemas, como en «Si quisieras» (recuerda el «Si me llamaras, sí; si me llamaras»).

Los cuarenta son, como he dicho, el momento de volver la vista atrás y de preguntarse, ya sin tantas filosofías, cómo hubiera sido la vida de ser él de otra forma, de ser otro: «Qué diferente hubiera sido tu vida/ si hubiera tenido otro carácter,/ si simplemente hubiera tenido la energía/ de llevar sus ideas a cabo». Quien ha llegado a no temer plantearse sus contradicciones en la escritura es alguien que asume que el fracaso no es esterilizador, sino todo lo contrario: un aliciente para continuar con más ahínco, si cabe: «solo es fracaso si no has aprendido nada,/ o: solo descubrirás quién eres/ cuando te libres de quien crees que eres». Son también los cuarenta cuando comienzan a manifestarse, como vemos, los conflictos de identidad en toda su crudeza. 

Todo el libro fluye por esta corriente principal, pero a ella van a desembocar numerosos afluentes. Uno de ellos, torrencial en ocasiones, es el de la búsqueda de la felicidad, rebajada ya a unos niveles accesibles: «Llegó a la conclusión/ igualmente provisional/ de que ser feliz/ importa ser capaz de atravesar el dolor,/ ser uno entero en la soledad». Nada de entelequias propias de la juventud, aunque en un libro tan extenso como este, hay lugar para reivindicar el peso de la infancia y, también, para romper las cadenas con ella. Lo posible y lo imposible (la falsa paternidad, por ejemplo, o la estremecedora carta al padre («Ahora que has muerto/ tal vez pueda de una vez renunciar a tu herencia,/ dejar de querer irme siempre de mí») conviven en estos poemas discursivos, llenos de detalles que facilitan el desarrollo del pensamiento, pero en los que percibimos siempre un halo de misterio, de alucinación, como en el poema «Los gatos de Niembru o bien visita de la hija inexistente», porque tal vez «se trate de vivir una vida sin idea/ que  sea apenas el acontecimiento de la vida», o en «Un museo». En cualquier caso, queda claro que estamos ante un libro capital en la trayectoria del autor, no en cuanto se refiere a la libertad formal (no muy distinta de sus anteriores libros), pero sí en la intensidad con la que ha ahondado en el dolor de vivir, en cómo ha dado voz a sus demonios familiares y en cómo, gracias a la poesía, ha conseguido domesticarlos.


Selección de poemas

Un motor vital

Usi a un viver malandà.
Francesco Giusti

Mecido por el rumor del aire acondicionado
camina sobre la moqueta del apartamento
sin prestar atención a las láminas de las paredes,
abstractas o aborígenes, como fragmentos de muros
esculpidos por el tiempo y colgados aquí
porque hay quien piensa, está de moda, que es acogedor
rodearse de cierta apariencia de intemperie;
y atraviesa el salón impersonal hasta llegar a la ventana.
Busca familiaridad: el rascacielos que recuerda al Citicorp,
la antena de la televisión donde a esta hora
habrá gente cenando de forma giratoria.
Da un trago de agua y se acuesta.
Antes de dormir piensa en el taxista bosnio
que le explicó que si el café es tan bueno aquí
es gracias al empeño de un tío suyo
porque antes, antes la ciudad era aburridísima.

Ya por la mañana repara en que es extraña
la sensación de confort, de ligereza,
mientras camina por calles y galerías
asombrándose de pequeñas diferencias
en aves callejeras y rostros
―lo que parece la felicidad a partir de los cuarenta:
no sentir dolores, no pensar demasiado,
abandonarse a ser sin más― mientras todos
aquellos a quienes quiere duermen su noche
en el otro lado exacto del planeta:
duermen su invierno mientras él
camina por un verano amable,
que hace todo por ser su amigo.

Y piensa en que, por qué no, la vida sería posible aquí,
tranquila y con la novedad que se soporta
después de los cuarenta: libros nuevos mezclados
con otros familiares, las ostras magníficas de la cena
de anoche, frente a la bahía, o la otra noche,
en Woolloomooloo, mejores aún, aunque tal vez
sea sólo la certeza de no ir a volver jamás, así que
¿por qué no localizar aquí la felicidad posible,
a salvo de la cotidianidad y de lo presuntamente realizable?

Por la mañana, después de ver el aburrido museo
de arte moderno ―salvó apenas un vídeo de Joan Ross,
«Colonial Grab», en el que una emperifollada dama colonial
juega a las máquinas recreativas para lograr acceder
a un paisaje nativo que cultiva en unos jarrones
que acaban por romperse destrozando el conjunto―,
buen café, bosnio o no, deliciosa
tarta de higo y pistacho en la terraza.
Enfrente, una chica trabaja con su ordenador
con las piernas abiertas dejando ver, bajo la minifalda azul,
las bragas rojas; la danza luego de su novio,
no muy elaborada, para demostrar propiedad.

A mediodía, con una cerveza William’s mientras
en las piscinas naturales los niños se bañan y las jóvenes
doradas como doradas son las jóvenes en todas partes
pero más allí, en la pacífica playa de Coogee,
piensa que un motor vital no es algo que uno lleve instalado
como una pieza montada de serie, sino más bien
algo que va corriendo delante nuestro, a cierta distancia,
como un objetivo lebruno. Recorre un trecho del paseo
junto a la costa, ausculta a quienes encuentra como queriendo
adivinar de un vistazo si ellos son felices o no,
como si la felicidad estuviera sujeta a estadísticas geográficas
o fuera posible a granel en un lugar concreto.
El pensamiento asociativo nunca le permite estar
donde realmente está, de modo que acaba en su aldea,
de niño, como si la playa se hubiera plegado espacio-
temporalmente sobre la de su niñez. Debe de ser
el olor a salitre, piensa.

Y tal vez sea sólo
que siempre se ha sentido en las antípodas de la vida.

Mi abuela: poesía completa

La poesía de mi abuela
atravesó una primera fase
paisajista. Recitaba:
Al entrar en San Vicente
lo primero que se ve
el
tejáu de la Quiquina
con las tejas al revés
.

Tenía buen oído popular
para el octosílabo
y un ojo para el detalle
de ultraísta cracoviano.

Como todo poeta nacional
pasó la fase de exaltación patriótica.
De esa época data su letra
para el himno de Cantabria:
¡Santander! Qué bello es
la tierruca montañés…

El uso del neutro de materia bable
y el hecho de que lo cantara
con la música del pericote llanisco
denuncian que a lo mejor le importaban,
pero no entendía mucho de fronteras.

Su obra evolucionó
¾cosas de la edad o signo de los tiempos,
tendrán que dilucidarlo los estudiosos¾
hacia el existencialismo
a la vez que sucumbía
a la moda del haiku.
Dice su último poema conocido:
¡Ay, Dios mío!
De todos padre
y mío, tío.

Yo, entenderán, prefiero su última etapa.
Pese al lejano parentesco con la divinidad
lo último que quiso hacer
fue ir a visitar el santuario
de la Virgen de la Bien Aparecida,
uniendo en su último viaje
las grandes claves de su obra:
paisaje, patria y teología.
Yo le regalé una imagen de la virgen
que tuvo en la mesita de su cama
hasta su muerte.

He sido, lo reconozco, un mal discípulo:
poco de la poesía de mi abuela
ha tenido continuidad en la mía.
Pero aquella virgen que le regalé
va ahora conmigo allá donde viva,
y cuando la casa está en silencio
susurra secretos del mundo
que sin entender su lengua arcaica
traduzco en poemas
para cuando mi abuela vuelva.

Recital en el manicomio

A Maurizio Mattiuzza

Uno de los internos del psiquiátrico
está escribiendo la Divina Comedia:
por la mañana lee unos versos
que rumia durante todo el día
hasta que por la noche
escribe su propia versión.

Los poemas de Luigina Palumbo
dicen que sólo sonríe si lo hace Renata
y se alegra cuando llega
el tiempo del panetone.

Mientras leemos
otro interno toca una trompeta de juguete.
Sus poemas hablan
de Turquía y el telediario.

Y los míos
—yo soy el más loco de todos—
de encontrar la felicidad
y perderla.


Egipcíaco
Martín López-Vega
Visor, 2021
96 páginas
11,40 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como ClarínArte y ParteTuriaParaíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel PuenteMarcelo FuentesRafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.

1 comment on “Egipcíaco

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