Fetichismo del pasado

Alberto Aguilera publica 'Paisajes benjaminianos', una actualización de una serie de temas de Walter Benjamin para adaptarlos a la situación presente, de la que ofrecemos acá un extracto.

/ por Antonio Aguilera /

«En un pueblo de esa Girona que fue el centro de la mística judía en el siglo XIV, la falsa tumba de Benjamin, con su nombre y sin sus restos, al lado del impresionante monumento en Portbou, fuera del cementerio, aparece como una alegoría inquietante que da una pista sobre cómo esa persona y obra han sido utilizados, y no precisamente para comprender su pensamiento». Paisajes benjaminianos, un libro de reciente publicación por Ediciones del Subsuelo, actualiza una serie de temas de Walter Benjamin para adaptarlos a la situación presente. Lo que sigue es un extracto; dos subcapítulos del libro:

Fetichismo del pasado

También el tiempo se puede fetichizar. El tiempo es justamente la clave del fetichismo, en cuanto que el trabajo muerto que se levanta sobre los trabajadores está hecho de tiempo de trabajo, en cuanto las cosas producidas, los artefactos, son vida humana condensada. El fetichismo del tiempo es el núcleo del historicismo y de la idea de progreso, también del eterno retorno, pues el ser aparece como tiempo puro. Benjamin conecta el fetichismo con el tiempo y con la historia, encuentra huellas en las cosas (aura), huellas de lo humano en las cosas en la última formulación del problemático concepto de aura. Esas huellas se borran en el cierre del bello diseño (estetización del objeto), en el brillo que ciega en la técnica (erotización del objeto), en el aislamiento del detalle que no lo comprende como parte de lo que lo excede (fragmentación de la consciencia). La simple apariencia oculta un fondo terrible: lo efímero de las fuerzas humanas, la fragilidad de la carne humana. Se trata de algo semejante a lo que escondía la naturaleza tras la apariencia de eternidad y de repetición desvelada por Benjamin en el Barroco. La metrópolis convertida en naturaleza, la historia natural de los objetos oculta el tiempo histórico. El eterno retorno se conecta con la técnica más de lo que quisiera una actitud atécnica, nace de una técnica convertida en motor social cuando se aísla artificiosamente, brota de una naturalización del dominio técnico, o bien de una sublimación del biologismo de una técnica concebida como nuevos órganos humanos en clave de voluntad de voluntad, puro deseo sin objeto alguno, fetichización extrema del tiempo puro. Frente al lamento por la pérdida de las huellas, los objetos sin huellas se liberan para las masas, contra los objetos aristocráticos, pero también se vacía peligrosamente el recuerdo de lo humano. En ese contexto, el eterno retorno se transforma en progreso, regresión en progreso continuo, y este lleva a la regresión de lo siempre igual, al mito mismo, pero ya no como argucia del fértil en astucias, sino en la época de su industrialización. Benjamin establece la posibilidad de una cultura postaurática que salvaría la huella de lo humano mediante su recuerdo, apertura a la reconciliación. Ataca al fetichismo por medio de su radicalización: desauratización de la misma pérdida del aura. El tiempo sin ser muestra lo oculto en la idea de ser, incluso tachado. La fetichización del fetiche muestra la vaciedad de todo fetiche como mecanismo de igualación y vaciedad.

El fetichismo del pasado convierte la memoria en algo mortífero, tanto como en el fetichismo del futuro lo hace una inteligencia sin memoria. Para que aflore el recuerdo, el futuro del pasado no cumplido, se necesita de la fuerza adecuada, de memoria y de inteligencia, de una atención a lo presente. Recordar no es algo que pertenezca al pasado, sino que es un acto bien lleno de vida presente. Eso es lo primero que olvidan los particularismos que invocan un pasado siempre idéntico, en la pretendida normalización de lo que no es idéntico, precisamente en el ahora. El recuerdo mítico invoca en la hora de lo ya cumplido algo pasado que ya ha dejado de estar oprimido. Se usa la memoria histórica, incluso de lo maltratado ya pasado, para aplastar lo presente maltratado, en una identificación con los vencedores de la historia. Bajo la apariencia de una memoria histórica de lo no cumplido emerge la voracidad de un presente que aplasta, que encorseta lo vivo. Los intereses económicos y políticos que han adquirido fuerza inventan un pasado mítico. Benjamin apela a una relación entre lo oprimido presente y lo no cumplido pasado en vistas a un futuro distinto, no al recuerdo de los vencedores. Del fetichismo económico y del erótico hay que pasar a la comprensión del fetichismo del pasado, el que parece otorgar una vida al margen de quien deja que aflore el recuerdo, de la situación en la que se recuerda. Proust no se engaña en esto: la rememoración es una acción presente, tiene que ver con quien se esfuerza en una construcción desde lo caótico apoyada en algo sensible. Es justamente la fuerza presente, sea basándose en ilusiones del futuro configuradas por ciertas líneas de fuga —generalmente vinculadas a relaciones de dominio—, sea en promesas de un pasado no cumplido —aparentes líneas muertas, vencidas—, lo que da vida, no el tiempo puro, no el ser. Proust ha entendido la estructura de esa relación con el pasado, pero respecto a una clase social antes dominante, justo en su decadencia. Benjamin la traspasa a otra clase social. No se trata entonces solamente de la salvación de un sentido que peligra, desde una filosofía mítica del lenguaje como llegó a creer Habermas en su crítica de 1972 a Benjamin, también Benjamin se abre a un sentido generado por el movimiento obrero, por los marginados, por algo bárbaro, por algo presente que conecta con el pasado masacrado y recibe justamente de ahí su fuerza, si tiene alguna. La fuerza del futuro anticipable, aparentemente inevitable, cae de parte de los que poseen los medios adecuados, de una fuerza presente, de un pasado victorioso, del cortejo de los vencedores, incluso cuando invocan afrentas históricas, al precio de que los productos independizados finalmente dominen a sus productores, vencedores y vencidos, en una primacía de las cosas que muestra el nervio de ese futuro: la voluntad de lo inorgánico (de los sistemas). Por eso, tal futuro se muestra como mortífero y nada tiene que ver con la felicidad, pese a que otorgue goce. No es un azar que precisamente sean robots u ordenadores los que en películas de éxito adquieran poderes sobre lo humano. Las cosas parecen recoger la vitalidad de quienes se han entregado.

A ello se opone otra perspectiva que trata de recoger la posible fuerza del pasado oprimido desde lo sufriente. Se trata de un sufrimiento que remite a un sufrimiento pasado, que lo niega, que no lo ve justificado ni siquiera como reparador. Ese sufrimiento se desvela por obra de un saber orientado a lo realmente vivo. La teoría otorga el sentido que falta a los desesperados, de ahí la importancia no sólo de una historiografía vertida a lo concreto al modo de Ginzburg, sino de un concepto de historia filosóficamente adecuado. La fuerza del pasado oprimido depende de la fuerza del presente oprimido; esta recoge sentido en aquella. Pero no hay que confundir el recuerdo, para ello hay que distinguir ciertos tipos de memoria al relacionarlos con el presente, con el futuro que invocan. Nada tiene que ver la invocación de un pasado oprimido desde lo sufriente, que invoca otro futuro, con la apelación al pasado del que como opresor se legitima desde la posición de la víctima pasada que ya no es. Los vencedores son quienes en un momento histórico dejaron de ser vencidos. Benjamin recuerda que en ese momento conectan con todos los vencedores, en el carro de la cultura, en un recuerdo que permite el olvido de la barbarie. De la barbarie que vuelven a cometer como vencedores en cada presente. Si cierto olvido persigue al sujeto como un castigo es porque está en él y no en el pasado, porque lo tiene ante sí y no se atreve a verlo. Por eso mismo, la fuerza del presente puede incrementarse con la del pasado, por eso la crueldad del presente puede acrecentarse con la invocación de la sufrida por los vencedores cuando eran víctimas. No sólo como un mero aprender de los errores cometidos para no volver a ellos, sino porque el sentido viene de allí, porque arrastra una larga cadena. La seriedad del presente se apoya en surcos en el tiempo, en lugares agrandados proustianamente. Y, sin embargo, la muerte, que pertenece al pasado sólo como tiempo, es futuro, nunca presente, nunca pasado. El futuro se muestra en la continuidad como tejido de muerte, y todo lo que tiende a ese futuro tiene rasgos mortíferos; el presente los tiene de vida lastimosa y el pasado no cumplido reclama sentido.

Futuro del pasado

No se crea sentido a placer o por el mero hecho de disponer de innumerables objetos o situaciones, de modo técnico, industrialmente. El tedio puede llenarse mediante la industria del entretenimiento, apelando a impulsos básicos, a patrones más o menos establecidos culturalmente, pero se desgastan rápidamente, como si los engañados no se engañasen tan claramente. Lo semejante al sentido en el artificio industrial deja finalmente a la vista la vaciedad del tiempo puro, como el juego de azar. Para Benjamin, el precio es la aparición de la angustia, el infierno de la repetición sin fin. El sentido sólo lo otorga una vida plena o las briznas de plenitud, de esperanza transmitida o recordada, las ruinas en las que se adivina una esperanza. Por eso no es que Benjamin apele a una filosofía del lenguaje más o menos mística, para asegurarse de un sentido que viene del mito y que sólo pueda cuidarse, como creyó Habermas; simplemente, el sentido no se crea a voluntad, ni siquiera en espacios públicos donde fuera posible el entendimiento, un habla sin cortapisas. Ni siquiera una humanidad liberada podría crearlo a su antojo, lo que cuestiona todo paraíso. Depende tanto de la historia natural, de la misma naturaleza, como de lo social, en una articulación que no está disponible, como no están disponibles el tiempo ni la vida, pese a la velocidad y a la ingeniería genética. ¿Habrá que verlo como un regalo, como algo que se nos da sin pedirlo? Sin embargo, hasta las herencias han de merecerse, se han de conseguir. El lenguaje —con su carga indisponible como lengua materna—, las cosas —con su propia historia—, las cicatrices, lo marginado adquieren un papel decisivo en esa herencia. Sólo quien es capaz de leer y descifrar, de entender el diario legado por generaciones pasadas en las huellas de lo vivido y querido, de lo frustrado y no cumplido, puede hacerse con el sentido dormido. Lo que traza una señal en el tiempo, lo que deja huella, marca camino, indica una dirección. No se hace camino al andar, antes se necesita de un pasado que permita dar un primer paso. No habla el lenguaje, unos hablantes han de identificarse con él antes de poder decir algo con sentido, son otros los que como cicatrices brotan en las palabras.

Oara un concepto de historia que protege un sentido no cumplido, el futuro pesa mucho menos que el pasado en el presente, entre otras cosas porque en el pasado ve el sentido y en el futuro la reiteración de lo destructivo que ha vencido sobre los oprimidos, sobre todas las promesas de felicidad desplegadas, algo mortífero. Los muertos dejan varios legados, uno está ya en marcha en la historia con rasgos de naturaleza, el otro legado se puede adquirir con odio y voluntad de sacrificio. Benjamin se horroriza del pasado que pesa en el futuro, por eso apela a cierto futuro del pasado. Si no todos los pasados son promesa de felicidad, los diversos futuros dependen del pasado activo en el presente, de lo que los enlaza con una larga cadena y despliega el sentido. ¿Primacía de cosas o de personas? ¿Continuación del progreso en la catástrofe por aceleración del tiempo del infierno o freno de emergencia que encuentra el paraíso posible a la vuelta de la esquina, aquí y ahora, desde la frugalidad que evita las falsas ilusiones del País de Jauja (ya sólo perceptible en el hipermercado)? Encontrar sentido es conectar líneas que enlazan un pasado con la encrucijada presente. Ni es mera cronología ni evolución, es un relámpago que ilumina posibilidades actuales. El pasado arranca su carga desde la insatisfacción presente, algo ciega, eleva la mirada teórica hasta una constelación pasada que pudo ser de otra manera y la desplaza hacia el porvenir. Del presente frustrado hacia el pasado no cumplido y susceptible de cumplimiento, hacia el futuro pasado que contrasta con el futuro de este presente. Porque el futuro no cuenta sino como resultado de la carga. La carga que envía el pasado no cumplido es la promesa de felicidad como ruptura de la continuidad que la ha negado sistemáticamente. Al futuro del presente, Benjamin opone el futuro no cumplido del pasado en vistas a otorgar la fuerza de lo mostrado como pasado del futuro al que se apunta desde un presente oprimido. En la fuerza de la imagen dialéctica se configura una constelación entre pasado y futuro desde el presente. La prohibición de escrutar el futuro se compensa con la conmemoración [tesis XVIII].

Las objeciones a esta relación con el pasado que no invoca ni el apocalipsis ni la llegada de un dios, otro más, en pasiva espera, remiten al cierre del presente, a la inevitabilidad de la lógica evolutiva de sistemas; el pasado aparece como irreversible, ya que no fue posible otra alternativa, ya que la evolución social darwiniana es cuasideterminista; la actualización sería imposible, pese a las abundantes falacias metafóricas de los que piensan sin olvidar las imágenes. Para tal objeción, el sentido se crearía a cada instante y no vendría del pasado, porque lo no cumplido del pasado sería mera nada, sueño al revés. El trabajo muerto estaría bien muerto. La objeción principal se concreta en que sólo cuentan los sistemas, para nada el mundo de la vida, lo social, lo sufriente, que en el mejor de los casos es mero subsistema (al modo como la familia parece un apéndice de la economía y del Estado), entretenimiento dominical. Una vez que la lógica de los sistemas parece haberse impuesto a la lógica de la vida social ya sólo parecen quedar restos de la vida social en cuanto parte de la lógica de los sistemas, de una dinámica histórica. Sin embargo, la debilidad de lo inevitable puede mostrarse en pequeños indicios. Esas huellas ya no son mera melancolía de un escritor helenístico que escribe para la posteridad en medio del hundimiento de su mundo. Acaso lo fueron en el helenismo en cuanto que la falta de globalización no les otorgaba una relación centrípeta, tal vez lo siguieron siendo en los años sesenta en cuanto que lo que explotó como crítica cultural pudo reducirse a mero ensueño de una generación. La mundialización transforma de modo radical el paisaje, otorga una fuerza peculiar a lo particular, a lo radicalmente individual. Benjamin muestra un potencial cultural decisivo justamente en la segunda modernidad (Beck), en la globalización, porque supo otorgar fuerza a lo individual en la perspectiva de lo universal. Puede no aceptarse lo sistémico que integra el consenso, ni la melancolía, porque se apela a las huellas de lo no cumplido que hacen presente el malestar social, que muestran la vivificación en recursos presentes y en la vida presente. La fetichización del tiempo se combate con una radicalización que saca a la luz lo que hay en el tiempo y lo que se maltrata, con una atención a lo concreto que resiste su conversión en valor mercantil, en capital, en particularismo. El coleccionista, cuando da un valor de afición a sus objetos, los libera de la condena fetichista mercantil, los libera de su ser meras mercancías, incluso de su utilidad. Al destrozar los relojes se hace presente lo que miden, el flujo de una vida que se esfuma. La radicalización de un tiempo en aceleración continua no está ya en una nueva aceleración, sino en la detención. Aunque sólo fuera para que lo que llena el tiempo vacío simplemente tuviera peso para mostrarse en toda su sensualidad, como ha visto Poe. ¿Comienzo de la historia justo cuando algunos han hablado de su final?


Paisajes benjaminianos
Antonio Aguilera
Subsuelo, 2021
364 páginas
19 €

Antonio Aguilera Pedrosa ha impartido durante años clases de filosofía en la Universidad de Barcelona, en las facultades de Filosofía, Filología, Bellas Artes y Pedagogía. Es autor de un ensayo sobre antropología filosófica (Hombre y cultura, Trotta, 1995), así como de numerosos textos de estética, crítica fotográfica, filosofía en general y de la historia, filosofía francesa y lacanismo. Destaca su trabajo sobre la Escuela de Fráncfort, con relevantes textos de interpretación de las filosofías de Benjamin, Adorno, Horkheimer, Honneth y otros. Ha publicado introducciones a las ediciones españolas de obras de Adorno, Benjamin, Horkheimer y Gehlen.

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