Narrativa

Ponerse en el lugar del otro: la lección más difícil

Manuel Fernández Labrada reseña 'En sueños de otros', de Estefanía González, libro de casi un centenar de minirrelatos «de admirable unidad y solvencia», que «comparten un mismo cuidado por la forma, la exploración de sentimientos sutiles, la fina observación y los matices». Ofrecemos, también, una amplia selección de relatos.

/ una reseña de Manuel Fernández Labrada /

Aseguraba Terencio, en un dicho ya proverbial, que «nada de lo humano le resultaba ajeno». Entendida la frase como un precepto ético, podría deducirse que nada debería resultarnos tan sencillo como empatizar con nuestros semejantes. Sin embargo, una de nuestras grandes carencias radica precisamente en la dificultad que experimentamos para ponernos en el lugar del otro. Y es que el camino hacia la empatía exige acometer una delicada operación: la de intentar comprender el mundo desde un punto de vista ajeno, muchas veces contrario al de nuestros propios intereses. Un gran paso que solo podremos dar individualmente y con esfuerzo. Recuerdo a este respecto un famoso relato de Hesse, El agüista, donde el autor narraba su experiencia con un ruidoso vecino de habitación que no le dejaba ni dormir ni trabajar; una incómoda situación que solo pudo vencer mediante un ejercicio de imaginación que le permitió identificarse emocionalmente con el molesto compañero de balneario. Es una anécdota quizás trivial, pero ilustrativa de lo mucho que puede ayudarnos la empatía en la convivencia con nuestros semejantes. En el caso particular del escritor, esta facultad empática puede resultar especialmente valiosa. Aunque no toda la literatura camina por una senda realista, la empatía ha sido el necesario don de muchos autores que han pretendido dar un testimonio profundo de la sociedad y de sus gentes. ¿Cómo imaginarnos a Balzac, si no es entregado a la ambiciosa tarea de ponerse en el lugar de cada uno de sus infinitos personajes? La mirada comprensiva no es sino una mirada compartida. Decía Freud que «amar al projimo como a ti mismo» es una empresa no solo imposible, sino también radicalmente injusta. Pero quizás sí podamos, al menos, intentar ponernos en su lugar. O mejor aún, compartir sus sueños.

Esta es, quizás, una de las metas que se ha propuesto alcanzar Estefanía González con su nuevo libro, En sueños de otros, que en estos días ve la luz publicado por la editorial Tres Hermanas. Amparada en el valor simbólico de aquellos componentes básicos que los filósofos presocráticos distinguieron en la materia (Aire, Tierra, Agua y Fuego), la escritora asturiana traza una división cuatripartita en su libro: una figurada manera de confesarnos su voluntad de extender la mirada a una amplia variedad de experiencias humanas, de lograr una ubicuidad que le permita ponerse en la piel de un abigarrado conjunto de seres. Autora de dos poemarios anteriores, Hierba de noche (2012) y Raíz encendida (2014), Estefanía González nos ofrece ahora sus primeros trabajos de narrativa, reunidos en un libro de admirable unidad y solvencia. Y es que no hay tanta diferencia, a fin de cuentas, entre poema y prosa breve; al menos cuando comparten un mismo cuidado por la forma, la exploración de sentimientos sutiles, la fina observación y los matices: cualidades todas que informan ese casi centenar de minificciones que recoge En sueños de otros. Un libro que, sin traicionar su coherencia, reúne textos de muy diversa índole, servidos por una notable capacidad fabuladora, necesaria para dar vida al extenso muestrario humano que puebla sus páginas. Algunos textos nos parecerán muy cercanos al poema. Es el caso de Corro o Tarzán, donde predominan el juego verbal o la sugerencia. Otros, por el contrario, son plenamente narrativos, dando entrada incluso al diálogo y a un tono más coloquial. No faltan tampoco las ficciones enigmáticas o de carácter experimental (En el taller de lectura). Todas las historias, sin embargo, coinciden en un mismo punto, en tener como mejor capital a sus personajes, a los que Estefanía González define muy hábilmente, sirviéndose solo de unos pocos trazos, sin comprometer el equilibrio de unos textos escritos con la vocación de no extenderse más allá de lo preciso.

Estefanía González

El primer apartado del libro, Aire, recoge un puñado de relatos en los que parece bullir un anhelo de liberación: la necesidad de abandonar un ambiente viciado para respirar un aire nuevo y mejor. Así lo manifiestan esas relaciones tóxicas que tan bien retrata la autora. Es la urgencia impostergable de apartarse de una tiranía o de una manipulación: un ansia que expresan, a veces con gran crudeza, quienes la padecen, y que se extiende incluso hasta el deseo de borrar los recuerdos (El señor Marcus, Nunca significa). Esta aspiración, que se sublima en ocasiones mediante la fantasía (como la que derrocha la protagonista de La soledad sonora), se manifiesta aún con mayor plasticidad a través de la experiencia onírica. Encontraremos así sueños enigmáticos, casi surrealistas, de gran belleza poética (Noches rabiosas, Eclipse), de tan difícil interpretación como muchos de los que nos asaltan en nuestra experiencia cotidiana. En otros el significado es más transparente. Tal sucede en El aparcamiento, donde la cuarta planta subterránea de un centro comercial se convierte en la puerta de entrada a un mundo nuevo. Y claro está, también queda la posibilidad de soñar (imaginar) despierto: una habilidad siempre atribuida con cierto desdén a los soñadores, pero que puede convertirse en una envidiable (y divertida) manera de sustraernos a una realidad aburrida y alienante (Cotidianeidad). Además de los sueños y las fantasías, muchos de los relatos que integran este primer apartado (y el libro en general) recogen escenas observadas en la calle, cuya resolución nos provoca a veces inquietantes meditaciones (Un viento épico). Incluso en los gestos compulsivos de alguien que busca infructuosamente algo (Bolso), puede el espectador atento descubrir la señal de una de esas carencias afectivas que aniquilan el alma.

Aunque las cuatro partes en que Estefanía González divide su obra no son, en modo alguno, compartimentos estancos, las experiencias oníricas disminuyen en el segundo apartado, donde predominan los textos con un mayor peso de realidad. El componente más terrenal de nuestra humanidad, el que representa el peso de la materia que nos oprime, parece ser la divisa de un variado plantel de figuras dolientes, necesitadas de cariño, marginadas… Seres con los estigmas de la derrota impresos en su rostro y en sus actitudes. Traumas de infancia (Vergüenza), el sadismo de las relaciones de dominancia (El nuevo), las insufribles presiones familiares (En paz); mujeres que necesitan escapar de un ambiente opresivo (Solito, piscina, ronroneo), ancianos desvalidos (Va y sonríe), niños indefensos, exdrogadictos, enfermos, mendigos… En ocasiones, las escenas se ven suavizadas por un leve humorismo o un inesperado rasgo de humanidad (La ecuatoriana, Mi sol). Y no son únicamente los desfavorecidos quienes protagonizan estas páginas, también son las parejas cerradas en su egoísmo (Rendirse), los autosatisfechos, los amigos de aferrarse a una vida cómoda y sin complicaciones. Entonces la maldad se manifiesta en una visión incapaz de empatizar con el sufrimiento y la miseria, y que en vez de aguardar a comprender juzga con repugnancia. Los relatos parecen así escritos desde la ironía (Perrillos), como invitándonos a compartir una mirada que nos espanta.

Mediada la lectura, nos adentramos en un nuevo conjunto de relatos donde el elemento acuático constituye un sutil leitmotiv que hilvana los diferentes textos, aunque sin comprometer su fondo. Leemos unas historias que abarcan desde las aguas que nos acunan en el crucial momento de nuestro nacimiento (Fluidos) hasta las que deberemos cruzar en el último día (Festines en sombra). Porque toda la experiencia humana se resume en ese elemento móvil y vivificante, símbolo de una inestimable flexibilidad de espíritu, cuya falta nos condena a convertirnos en piedra insensible. Al igual que en páginas anteriores, también ahora el mundo infantil cobra un gran protagonismo. Para quien desea ahondar en la condición humana, el niño es una fuente privilegiada de aproximación: un cristal transparente que nos permite observar muchas veces lo que el adulto oculta. Así lo vimos en ese estupendo relato de la primera parte del libro, Juegos, donde la crueldad infantil era solo un reflejo anticipado. Ahora, desde una perspectiva más amable (Música, maestro), los niños representan como nadie la saludable y reconfortante fluidez acuática. ¿Hay algo más dinámico y dúctil que un niño? El agua también simboliza, finalmente, ese catalizador que tanto precisamos para reconducir nuestra atormentada humanidad a una situación de equilibrio (Sonido del otoño, Un gesto inútil). Quizás por ello las lágrimas muchas veces nos curan.

Mudando al elemento más contrario, el libro recoge en sus últimas páginas una constelación de textos relativos a la experiencia amorosa: ese fuego sutil del que ya nos hablaba Safo. Es el difícil diálogo entre los sexos, muchas veces insatisfactorio, casi siempre cercano al conflicto. Unos relatos en los que caben todas esas dolorosas pulsiones del eros: esa ineludible danza (Se levantó) que los dioses nos obligan a bailar en beneficio de la perpetuación de la especie (y quizás también de su particular diversión). Un baile que en ocasiones nos obliga a emparejarnos ―grotesto guiñol― con quien menos nos conviene. Presentándose como una coherente continuación de todo lo anterior, estos relatos finales dan vida a una variada casuística amorosa, que comprende mucho de cuanto media entre el difícil debut de una adolescente (Un día marcado) y la amarga despedida de una mujer adulta (La bahía). Son los amores que nos dejan desprotegidos, los tópicos y lugares comunes que los corrompen, los egoísmos que los toman como pretexto; los fuegos que arden demasiado y los que apenas prenden. Quizás también, el humo y las cenizas.


Selección de relatos

Mi sol

Voy con prisa. Veo un coche parado en la calle bajo los plátanos de la acera derecha, ocupando medio carril, y creo que no voy a poder pasar. Otra de esas personas incomprensibles a las que no importa molestar a todos los que vengan detrás. Sale el conductor del coche. Tiene unos sesenta años bastante grotescos, colorados, de nariz de fresa, años sin resuello para subir una cuesta, años cubalibre en mano, cigarro en mano y voz pastosa aplastada por la carne, años   malhumorados; o quizá sean las líneas de su cara abotargada que el sol de medio día ilumina cubista desde lo alto. Siento ira porque no se inmuta cuando freno para intentar pasar muy despacio, exagerando la dificultad. Como si yo no existiera. Como si nada existiera. De pronto le ocurre, no sé, una descomposición, algo de montañas agitadas por dinosaurio fósil que se remueve o eructa, una conmoción que no sé interpretar, y estira los brazos ante él hacia lo que sea que hay al otro lado de la calle, a mi izquierda.

Miro y veo un niño como de un año o dos en brazos de su padre. El padre está serio, harto, diría, pero el niño tiende los brazos hacia el hombre, que ahora tiene la mirada más llena de amor que he visto en meses, un sol suave que surgiera de pronto a iluminar el infierno.

—¡Mi sol! —dice—. ¡Mi sol del mundo!

La ecuatoriana

La ecuatoriana estaba en la cola de la panadería. A su lado había un viejo muy alto con la cesta en la mano. Le colgaban los pantalones de tergal como si no tuviera piernas ni culo. Tenía gafas de pasta y camisa de rayas, y la piel de la calva, fina como papel, presentaba heridas amarillentas. Tenía un bastón, también, colgado del mismo brazo del que colgaba la cesta amarilla del súper. La ecuatoriana se pidió para sí misma un bollo suizo relleno de jamón y queso. Luego una barra de cuarto. Miró al viejo y dijo:

—Voy a coger otra para mañana. Él asintió con la cabeza.

—Ahora por aquí. —Y se dirigieron a la pescadería. Resulta que otro viejo más iba en la comitiva de la ecuatoriana. Un viejo parecido al otro pero más gracioso, con un sombrero blanco de tela y un bigotito blanco de cepillo. Este no llevaba nada, pero no parecía sentirse incómodo. Solo la seguía, al lado del otro.

—¿Usted no tiene que ir a comer a su casa? —dijo ella al segundo viejo.

—Todavía no —rezongó él, terco.

—No hay sueldo que pague esto —dijo la chica, malhumorada. Cuando salieron, ella siempre delante y los dos viejos detrás, dijo:

—Y ahora, ¿no se va a ir a su casa?

—No hay nadie —dijo él, desafiante, mirando al suelo.

—¿Cómo que no hay nadie?

—No. Como con vosotros.

—¿Otra vez?

—Sí. No hay nadie en mi casa.

—¿Usted qué dice, Jaime? —preguntó la chica, gritando al oído del viejo número uno.

—Bueno —dijo este, encogiéndose de hombros. Miró un segundo al viejo número dos—. Vale, anda.

—Ay, dios mío… Tengo que hablar yo con su hija, Adolfo, esto no puede ser. ¡Estoy harta! ¡Completamente harta!

La chica llevaba vaqueros y sandalias con plataforma. Era baja y no tenía caderas. Tenía la piel morena y luminosa, la nariz un poco aguileña, los ojos enormes y rasgados y esa boca un poco cruel, con el labio superior ligeramente elevado. Una leve sombra sobre el labio…

—Además, ¡no tengo comida! ¿Qué le doy? ¿Otra tortilla francesa? ¡Se le va a quedar cara de tortilla francesa!

—Sí. Sí, una tortilla francesa. Que me gustan mucho —decía el otro, mirando al suelo. Daba la impresión de que la dentadura se le salía con facilidad. Daba la impresión de estar también de mal humor.

La chica tropezó con el bordillo de la acera y se retorció un tobillo. Toda la compra rodó por los suelos. Naranjas, manzanas, las dos barras de cuarto y las rajas de merluza que acababa de comprar. Y el suizo. La gente que venía en frente y la que venía detrás se arremolinó alrededor de ellos tres. La chica se apoyaba en un coche con una mano y se acariciaba el tobillo retorcido con la otra. Alguien pisó el bollo. Se desesperó y casi se pone a llorar. Se puso a recoger todo, pero el tobillo le dolía mucho. Los dos viejos apenas si se habían   movido.

Intentaban dar a las naranjas con sus bastones temblorosos para que no se alejaran demasiado. El viejo número dos tenía más estilo y acercó una manzana hacia sus pies.

—¿No pueden hacer algo?

Una naranja se metió bajo un coche.

—¡A la mierda! ¡Estoy harta de ustedes dos! ¡No me pagan por cuidar a dos viejos sino a uno! ¡Y así no puedo vivir, con ustedes dos pegados a mi culo todo el santo día!

Estaba muy enfadada, y esta vez era en serio. Cuando terminó de recoger todo, soltando maldiciones por su boca normalmente silenciosa y dulce, echó a andar muy rápido y los dejó atrás, como dos perritos recién nacidos y casi ciegos.

Ellos se miraban sin decir nada. Miraban al suelo y se volvían a mirar.

—Vaya, hombre —dijo el viejo número uno—. Es todo culpa tuya…

—¡Yo no hice nada! Yo venía detrás.

—Pero está enfadada por tu culpa.

—¡Mentira! ¡Eso es mentira! ¡Conmigo está mejor que contigo, qué sabrás tú!

—¡Es mía!

—¡Mi hija le va a ofrecer más dinero que la tuya!

—¡Vete a la mierda! ¡Búscate una para ti! ¡Es mía!

—¡Eso ya lo veremos!

La piel sucia

Marta está desesperada porque su marido se la pega. Para mí está claro, aunque ella actúa como si no lo supiera. Se indigna con él, grita, llora conmigo mientras pelo patatas o mientras plancho, y tengo que abrazarla y acariciarle la nuca, pero jamás dirá:

—Mi marido me la pega.

Como si fuera lo más horrible del mundo. Dice que su marido está ausente, que trabaja demasiado, que ya no es como antes, que está deprimido, pero nunca se acerca siquiera a lo que está claro para mí, que tiene no una sino cincuenta amantes. Se pasa el día viajando. Ella también, pero a pesar de su cuerpo, la pobre no liga demasiado. Bueno, sí liga, pero rollos, poco respeto.

Estoy en una terraza de la calle Grande. Visto un vestido viejo de Marta. Es un vestido verde y escotado, y parezco una fruta. Estoy sorprendida de lo increíblemente guapa que soy, no puedo dejar de mirarme. Como todos. Siento sus cabezas entrechocando sobre mis caderas mientras camino. Me gusta sentirlas.

Él está hipnotizado por mí,  concentrado  en  mí.  Ya me ha mordido alguna vez. Pero ahora yo no le importo. Es el vestido, el vértigo que le produce ver qué sencillo sería vivir de otra manera. Levanta un brazo con seguridad, llama a la camarera y pide un café, muy serio. Mantiene la mirada en la camarera unos segundos a la espera del menor signo de sorpresa, pero no se produce. La camarera parece cansada y ni se fija en los clientes, aunque a veces toquen el acordeón entre las mismas mesas en las que ahora se sientan. Los ojos de él son rasgados. Es muy velludo, muy moreno y carnal. Tiene la piel sucia, como un niño que por más que se frota no es capaz de eliminar la tierra incrustada en las heridas. Solo con mirarme me hace gemir.

Veo pasar a Marta, casi desnuda. Nos cuidamos de que ella no nos vea. No quiero que me vea con él. No está desnuda, pero se viste para parecerlo. Con gusto, nada de esos rechinantes tops fucsia. Lo malo es la cara de ganso. Anda por casa desnuda mientras yo hago las camas, barro, etc., etc., etc. Tiene cara de ganso, pero un cuerpo que diría que es perfecto, al menos para mi gusto. Dan ganas de tocarlo. Se pasa el día desnuda, creo que porque sabe lo de su cuerpo. Es feísima, tiene cara de noble rancia de la edad media o algo así.

Eso ayer. Y hoy…

Esta mañana cuando entré a hacer la cama, cuando entré en esa habitación blanca con vistas al mar y al cielo nublado, él estaba allí, despatarrado, de terciopelo, con una mano debajo de la nuca. Me miró.

—Así son las cosas —dijo—. Ya era hora de que me tocara un poco —dijo—. Ahora eres mi criada.

Lancé la escoba contra la ventana y rompí el cristal. Ella vino corriendo y yo fingí que me desmayaba.

—¡Pobre, se ha asustado al verte! Ayúdame a levantarla, pobrecita —dijo ella, la muy puta.

El señor Marcus

¡Es tan sencillo! Desde que conozco al señor Marcus comprendo mejor por qué tengo que mantenerme dura en ocasiones y por qué en otras ocasiones puedo permitirme deshacerme, como, por ejemplo, en el otoño o en los jardines románticos. Pero jamás en la ciudad, o en presencia de extraños que no sean capaces de compartir mi sentido del humor. El señor Marcus sí supo ver en mí.

Entonces yo estaba llena de angustia por no saber aceptar mi odio. Tenía aquellas pesadillas terribles y creía que era una malvada, que había en mí un ser depravado esperando la primera oportunidad para salir. Él supo. Me acompañó a casa de Émile y esperó mientras yo le decía lo que le tenía que decir.

—Émile. No me gusta el olor a medicinas y orines que hay en tu casa.

—Eres tan dulce.

—Émile. No te debo nada por un favor que me hiciste sin que te lo solicitara. Perjudicaste a otros para hacerme un regalo que no pedí.

—Pero tú eres demasiado dulce…

—Émile. Cada noche sueño que acabo contigo a hachazos, así que es mejor que no vuelva por aquí.

—Oh, mi pequeña, tú eres tan dulce… no puedes decirme esas cosas. Tú aceptaste mi anillo. Yo he hecho mucho por ti.

—Émile. No acepté tu anillo, solo me diste pena. Tómalo.

—Vienes protegida, pequeña. Eres tan dulce… ¿es ese hombre el que te ha convencido?

—Émile. Eres un gusano.

—¡Yo te he dado todo! ¡No eras nada! ¡Una basura!

Vino hacia mí con su boca babeante. Estaba aterrorizado, porque ahora tendría que dormir solo y sus enemigos vendrían a vengarse, no habiendo allí nadie que lo defendiera. La noche era caliente, ya había pasado el invierno de dolor.

Cuando salí de aquel lugar me sentí tan feliz que no sabía qué hacer. Salté y me subí a los árboles, desde donde saludé al señor Marcus mientras decía que a ver si sabía dónde había un monito que lo quería. Yo lo llamé siempre señor Marcus. Él protestaba, pero ni una sola vez dejé de llamarlo así. ¡Amor! Esa noche nos amamos. En un cuarto vacío hicimos nuestras cosas. Él me lamió y también yo lo lamí a él. El señor Marcus siempre se insulta. Habla de sí mismo como «pedazo de mierda». Fantástico. No tiene nada de eso. Nada. Él es bueno y dulce. Dice que algún día va a escribir algo, no obstante, que pueda depositar con brusquedad sobre una mesa.

El señor Marcus me llevó al circo y en un momento me escapé y me subí al trapecio. Todo el mundo se reía y al final recibí un aplauso. El señor Marcus se asustó, pero luego se sintió muy feliz.

Eclipse

Compró una navaja de hueso. Caminó hasta salir de la ciudad y luego subió a un monte. Pronto sería el eclipse. Buscó una rama, recta, de avellano. Le costó mucho cortarla. Después se sentó mirando la sucesión de sierras y montes que se extendían ante ella y empezó a pelar la rama. Su interior aparecía blanquecino y tierno, y lo acercó a la nariz para recordar cuando era pequeña, cuando pelaba palos con su padre, cuando estaba su padre. Sacó las gafas de sol para mirar arriba cuando el eclipse tuvo lugar. Durante un segundo perfecto todo se mantuvo inmóvil, a punto de morir. Tomó la rama desnuda y la clavó en el sol, aquella especie de ojo que, al fin, había sido cegado. La movió para causar mucho dolor.

Corro

Veo desde la terraza en la loma verdísima del parque un grupo de niños y adultos que se alejan cogidos de las manos. Manitas de niño en manos de adulto en un corro de risas nerviosas que se desplaza, adentro, afuera, arriba, abajo, y los niños tienen que correr más porque sus piernas son más cortas, pero con las risas no pueden y los adultos los levantan en volandas y los arrastran, cada vez más rápido, como un carrusel borracho porque los niños están borrachos de risa y velocidad, sus piernas arrastradas hacia atrás por la inercia, el pelo de sus cabezas arrastrado hacia atrás, sus mejillas temblorosas como las de los atletas en cámara lenta, los niños ya no pueden reír, dejan de reír y se callan, todo es velocidad, viento en la cara, tampoco los adultos ríen ya, ni siquiera oyen a los adultos ni ven el suelo bajo sus pies o la ciudad alrededor, no ven nada, solo giran y giran en el corro y el viento no los deja llorar.

Perrillos

Me paso las tardes en el puerto. Es tan divertido. Solo tienes que enseñarles una moneda y arrojarla al aire para que se lancen al agua como castores y la saquen entre los dientes. Tienen los cuerpos morenos y fibrosos de pasarse la vida haciendo lo mismo y tiemblan como flanes. Sonríen sorbiéndose los mocos. Aquí se vive como Dios. A veces hago como que la tiro, la moneda, y saltan y no la encuentran, y discuten por si arrojé algo o no, pero no tienen más remedio que intentarlo una y otra vez. Se pelean por ver quién salta el primero, me encanta. Mi favorito es el más pequeño, que tendrá siete u ocho años y parece un mono. A veces viene y se me agarra de la mano, para que me lo lleve. Cada vez que voy de vacaciones, y hace cinco años que repito sitio, me paso las tardes haciendo el juego de la moneda. Ya me conocen todos. A veces invito a alguno a un bocadillo y, te lo juro, comen con un ansia que da gusto. Es lo que más me gusta. Me parto de risa. Los muy granujas. Perrillos.

Ser bueno

El campeón del mundo de cálculo matemático, detenido por la entrevistadora a la salida del concurso, dijo, mirando a cámara, no a ella. A cámara, no a ella. Era rubio y apretaba la mandíbula. Con fijeza. A la cámara:

—Dicen que es suficiente con practicar un poco cada día para ser bueno en algo. Es mentira. Para ser realmente bueno en algo hay que casi volverse loco.

Hubo un silencio. Como si se detuviera el tiempo. El campeón distendió la mandíbula, frunció las cejas y se le encharcó un ojo.

—Hay que renunciar a todo. Y volvió a morder fuerte.


En sueños de otros
Estefanía González
Tres Hermanas, 2021
184 páginas
16 €

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: El refugio (2014), La mano de nieve (2015) y Ciervos en África (Trea, 2018). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).

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