Últimas flores para Laura

Condes, dunas, un amor inadecuado y el mar que desapareció

Hubo dos condes Almasy. Los dos eran húngaros, poseían un castillo entre manadas de caballos alazanes y sabían volar, pero su pasión más poderosa era la del desierto. Un artículo de Agustín Vidaller.

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Que yo sepa, hubo dos condes Almasy. Uno de ellos poseyó cierta fama de excéntrico, venció su misoginia para amar a la mujer equivocada y, tras perder su rostro y su nombre, todos le llamaban el Paciente Inglés. El otro era más asequible, no tan apuesto ni dado a fantasías románticas. Los dos eran húngaros, poseían un castillo entre manadas de caballos alazanes y sabían volar, pero su pasión más poderosa era la del desierto. Hacia 1930 surcaban los mares de dunas y los de rocas en compañía de hombres que creían que todo el mundo era así. Atravesando tormentas de arena y el riesgo de la sed, cuadricularon durante años el sur de Libia hasta convencerse de que eran simples apátridas que buscaban quimeras en medio de la nada. El oasis perdido de Zerzura, la Gruta de los Nadadores, el milagro del agua del que todo brota al copular con la tierra.

A veces acampaban junto a grupos de beduinos y les oían dar palmas y ejecutar la flauta doble y la lira alrededor de una hoguera junto a la que un muchacho danzaba hasta eyacular. Eran gentes que no se asustaban al oír cantar las dunas por la noche, que daban veinte nombres a la arena y que loaban a Dios al encontrar una aguada. Solamente cuando la naturaleza demuestra ser su dueña el hombre se arrodilla ante ella. Miles de años atrás hombres de tez oscura habían pescado allí y habían adorado al cocodrilo. En cavernas recónditas habían pintado con las manos figuras desnudas arrojándose a los ríos. Eran los tiempos del mar interior.

Todo ello lo sabían ya el uno y el otro Almasy antes de pisar África. Los libros les habían hablado del poder de la arena. De vez en cuando extendían sus mapas mas allá de África y observaban los contornos del Gobi, con sus vientos glaciales y sus huesos de dinosaurio; el Taklamakán, que solamente arriesgados buscadores de tesoros solían cruzar sobre camellos bactrianos; el Atacama, donde no habita siquiera el escorpión; el Mojave, adonde los estudios de Hollywood iban a rodar películas sobre la Legión Extranjera.

También el hombre había sucumbido en ocasiones. Según Heródoto, una nación había formado en batalla declarándole la guerra a un viento que la sepultó. Bajo el influjo de la luna llena, los exploradores soñaron haber encontrado la desaparecida expedición que el rey persa Cambises había enviado más allá del Oráculo de Amón. Finalmente cumplieron muchos de sus anhelos. El Almasy más irreal y romántico compartió el hallazgo de los Nadadores con Catherine, el otro Almasy lo hizo con la historia.

Luego la guerra —que Catherine, víctima de los celos, no llegó a ver— diversificó sus destinos. En una villa toscana dañada por los bombardeos, el Paciente Inglés rogó a una enfermera canadiense que le suministrase una sobredosis de morfina. El conde Ladislausz Almasy sucumbió a un accidente aéreo tras haber colaborado con los alemanes en el Sahara. Volvieron a la tierra, sin olvidar que esta volverá al agua, y el agua a la arena.

Dedicado a todos los planes hidrológicos: los pasados, los presentes y los por venir.

Adenda: el Conde Almasy existió realmente y fue un notable explorador del Sahara Oriental, si bien el título que se arrogaba nunca le fue reconocido oficialmente. Nadie sabe porqué Michael Ondaatje se inspiró en él para escribir El Paciente Inglés, que dio origen luego a la película. Ya se sabe que a Heródoto se le puede leer ahora relajada, mas no irreverentemente. Las dunas cantan de verdad por las noches.


Agustín Vidaller (Pomar de Cinca [Aragón], 1967) es escritor, autor, hasta la fecha, de tres libros publicados por Trea: Costas perfumadas (2005), Oasis: una odisea negra (2017) y el libro de relatos Exotique (2020).

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