Últimas flores para Laura

Vivir: dos antítesis

«Negligencia o sabiduría, nadie entre nosotros los longevos me negará que, cumplidos los cincuenta, es más factible vivir entre fantasmas». Un artículo de Agustín Vidaller.

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Negligencia o sabiduría, nadie entre nosotros los longevos me negará que, cumplidos los cincuenta, es más factible vivir entre fantasmas. Contra los altivos pronósticos de toda juventud que se tenga por algo, treinta años de reflexión y envejecimiento pueden paliar las constantes de nuestra agónica condición. De ahí que el intento, absolutamente desaprensivo e insospechado, de reordenar mi misoginia sea algo que no haya intentado en 2021 sumido en las mismas condiciones de 1991. Ciertos presupuestos han resultado familiares: el predecible platonismo, el carácter inconveniente del asunto, la patología de una timidez incapacitante; el tartamudeo, en fin, de una naturaleza predispuesta a un sentimentalismo novelesco, corta de espontaneidades excesivas o efusiones dignas de celebración. Un decisivo decremento de la pulsión o la nueva abundancia de hábitos compensatorios, por lo demás, han sido los sumandos cuya novedad ha aliviado esta vez un desengaño por lo demás absolutamente previsto, casi deliberado.

Hablo post mortem, como todo hombre que ha hecho de la sublimación un reducto. De ahí que recuerde mis veintitantos años sin benignidad alguna. Tal es la fecha de una vaga, compulsiva aproximación al universo de Byron y su biografía demente, no asequible a un poeta, sino a un lord. No, los románticos pudientes no tenían en mucho las economías emocionales de sus lacayos. Lo suyo era un lábil ultimátum puesto a la sensación, a veces ni siquiera dignificado por una muerte precoz. Otros, por fortuna, han sido mis faros en los últimos tiempos.

Todo nuestro saber no debería pasar de ser un síntoma. Nadie ha vivido según ha leído; lo saben bien los hombres de acción y su dramática ausencia de imago. Quiero decir que tarde o temprano nos limitamos a una erudición que, lejos de metamorfosearnos, se limite a aportar una justificación personal. Esa y no otra ha sido mi tozudez durante la última primavera. Louis Aragon o Cendrars han resultado ser de alguna manera experiencias tangentes: de ahí que no esté por completo dispuesto a recordarlos dentro de cien años. Otros dos autores, en cambio, han pasado a formar parte intimísima de mi antibiografía, esa antología de tedios y melancolías que en el mejor de los casos vengo teniendo por vida. El primero de ellos pasa por ser, desde hace siglo y medio, apóstol del pesimismo a ultranza en una era cuyo accidente nos ha dado lo mejor y lo peor sin que, las más de las veces, hayamos sido capaces de distinguir lo uno de lo otro. Respecto al segundo, ajeno a celebridades obtenidas a base de ponerse la pistola en la sien, se trata por el contrario de cierto fauno, quién sabe si demiurgo, ocupado vocacionalmente de todo ese cuasirreligioso dédalo, más o menos intelectual, que viene siendo la versión contemporánea de la sanación moral. El prudente respeto al canon occidental —a fin de cuentas nunca se sabe— me aproximó a Arthur Schopenhauer tras de largas dilaciones. Una larga amistad cuyo influjo no encuentro el deber de justificar acabó por acostumbrarme a Javier Lacruz.

Pero por qué no poner en todo esto un poco de orden. ¿No encuentran acaso ustedes urgente la aparición del dramatis personae? He estado a fin de cuentas prendado de alguien. En toda su simplicidad argumental, una historia de amor requiere de dos personas, sofisticación argumental posterior a la creación de los mundos. No hay pues literatura anterior al romance entre Adán y Eva. Alors, cherchons la femme! Lo cierto es que la niña, como las religiones, como los microprocesadores, vino de Oriente. Diríase que sin el pretexto de tal exotismo mi incipiente andropausia no habría sabido de apasionamientos. Ojos que miraban todo con el mismo sentido de la maravilla que yo al mirar en ellos desempolvaron los resortes de mi corazón. Como no podía ser de otra manera, nada en este mundo se comparó a ella. No al menos durante diez semanas. Abruptamente, esto es lo único que estoy dispuesto a decir. Todo, a fin de cuentas, se reduce al efecto, casi lisérgico, de fuertes descargas de dopamina: ese endorfinismo que de repente te permite sentir la ropa sobre la piel, esa distimia súbita según cuyo cómputo cualquier minuto es tanto el primero como el último, esa disforia armado de la cual te sientes dispuesto a invadir el Asia. Tales los incentivos puestos por la Naturaleza a un varón dispuesto a reproducirse. Lo sospechoso de mi novedosa locuacidad me puso sobre aviso. En contra de la publicidad y de los libros de autoayuda, nadie es joven por segunda vez. De ahí que buscase una respuesta, no tanto en la vida como en la Biblioteca.

No es desconcertante que, a la hora de acercarme a teoría alguna de las emociones, me dejase llevar adicionalmente por una de estas. Una amistad de treinta años no puede ser la peor de las influencias. Es por eso que El juego espontáneo, título cuya explicitud promete certeramente inteligencias y pedagogías, acomodase en mí ese gusto que por bien escaso tiempo le tuve a la existencia como extroversión. Le incumbe en vida a este Lacruz mío la misión de no exclusivizar a los molinos como objeto de nuestra certidumbre, allí donde la visión de gigantes tome la forma de creatividad o sosiego. No es este un mal punto de partida a la hora de argumentar en pro de una salud paritaria, que incluya a quijotes y sanchopanzas en la stultifera navis que todos —la cordura como tara— vamos llenando poco a poco. Consta de cuatrocientas páginas el entusiasmo de un autor que, pese a sus sesenta y cinco años, ha preferido la audacia frente a la resignación. Henri Bergson, Nietzsche o el consabido Freud son los residentes de un ecosistema cuyo motor inmóvil lleva por nombre Donald Winnicot, siquiatra británico escasamente vulgarizado a pesar de destellos como éste: cuán poco somos, si solo estamos cuerdos. Se nos incita por lo tanto a un juego caracterizado por la ausencia de perdedores y la secreción natural de los euforizantes cerebrales que hacen vivible este cosmos. Infancia perpetua o maduración sin claudicaciones, Arthur Cravan es circunstancialmente propuesto como uno de los arquetipos posibles, con sus sucesivas deserciones camino de una vida polimorfa (boxeador, poeta…) y con su final abierto en el Golfo de Méjico. Para alivio de inmensas minorías, puede decirse que cada uno de los hombres es una copiosa república en la cual, por mor de la simpatía planetaria, no se pone el Sol y donde las constituciones no están orientadas a la erección de zigurats. En medio de tanta pose, de tanta pornografía, asistimos por fin a una rica restauración del placer como una de las grandes cosas.

Confieso que el libro no es exactamente eso, y sin embargo me dejaría matar por lo que digo. Toda lectura que valga la pena consta de una distorsión en la que se implican discernimiento y predisposición. Durante tres o cuatro días de abril, mes propicio para subjetividades, desgrané El juego con el corazón en los dientes, álgidamente embargado todavía por mi afectividad al tiempo que andamiando ésta. Personalmente, desaconsejo leer a cien pálpitos por minuto. Se corre el riesgo de no superar los exámenes que la vida va poniendo a los filósofos del tres al cuarto. Uno de estos días me reencontraré con el zaragozano en cuestión y de nuestra plática podré extraer la evidencia de mis errores de apreciación. Yo entonces objetaré que el libro, más que al magín de su creador, pertenece ya a la historia de mi aparato cardiovascular.

Más unívoca —por taxativa, por gratuita— es esa otra delictiva prédica en cuya lectura incurrí poco después, una vez que determinadas conclusiones cristalizasen contrariando mi volición, a la cual en ningún momento di mucho crédito, más allá de una efímera vacación en medio de una generalizada atonía. Los alemanes son capaces de atentar gravemente contra el consenso cuando se sienten airados. Lo peor de todo es que aún así se les siga leyendo. Tan solo unas semanas antes y yo hubiera juzgado el mensaje un tanto prematuro, como un averno que se abre bajo nuestros pies antes de tiempo. Tan sólo con que el calor se hubiese retrasado un poco más (recomiendo a Don Juan no amar nunca en verano) y mi apasionamiento habría seguido siéndole tolerable a mi difícil sensibilidad, turbado como estaba por mi enésima ensoñación de náufrago. Todo, pues, a su tiempo. Como todos los hombres, ignoro la fecha de mi óbito. Como todos los introspectivos, sé cuándo dio comienzo mi vejez o su símil, su anticipo. Hacia mediados de junio abrí las páginas de Aforismos sobre el arte de vivir en la cómoda edición de Alianza. Lo demás es una cáustica historia de la incivilidad en la alta cultura.

Para todo individuo en flor, para todo amante exitoso, Schopenhauer es un insulto a la vida. Para aquel que, en cambio, ve cómo se desdice su pasajero heroísmo de viejo verde, el germano es una de las formas más inconfesables del sentido común. De nuevo el lector como actor, cada disparo a quemarropa del filósofo supuso para mí la incrédula conmoción de ver cómo mis premeditaciones se ajustaban a las suyas, hijas todas de parejas senectudes y decepciones. Un transcurso de ciento setenta años no impedía mi simbiosis con un hijo de la primera revolución industrial, todo a costa de inscribirme, como él, en la lista de los insatisfechos profesionales. Lo único bueno de aceptar el escepticismo es el principal de los síntomas: la vida te ha concedido doblar el medio siglo. Atrás queda el miedo a definirse. Más lejos aún está el error como obligación. Ahora, en cualquier caso, equivocarse no implica atreverse, de lo cual es fácil deducir una determinada economía de las consecuencias. Indolora la ausencia del chiste, ahora también yo soy culpable de hallar lo que pasa por felicidad —dígase paz de espíritu— sin traspasar los umbrales de mi mismidad, más allá de condicionantes externos los cuales desplacen hacia fuera los factores de autocontrol. De ahí la progresiva furtividad en las calles, el ensimismamiento en los hechos de mi habitáculo y el cuidado de estas imaginerías. Dichosos aquellos a quienes no inquietó el confinamiento de 2020. El principal problema humano, como dijo la Ilustración, reside en la incapacidad para quedarse entre las cuatro paredes de siempre.

Pero agotada la voluntad de un raro lector tanto como la mía, alguien tendrá que haber que dirima el reto, por lo demás un tanto aparente, entre el dinamismo y la quietud, la ludicidad y la independencia, el aprendizaje de la vida o el de la muerte; entre la euforia, en fin, del trabajo y el amor, y la eutimia del eremitismo y la creación. Mi inevitable parecer de arriero es que Lacruz obra para quien no haya renunciado todavía al poder educativo de la adrenalina, y Schopenhauer para quien pueda costearse una torre de marfil. Quizá en un mundo correcto —quién quiere uno perfecto— ambos polos de la teoría serían aceptables como escisión dialogante de una esquizofrenia que no nos afectase en exceso, a través de triunfos y de evidencias, hormonas y resoluciones. Quiero decir que el tiempo nos cambia, no nos sana, de ahí que busquemos, sin perder en ello la cordura, las equivocaciones más apropiadas a nuestra capacidad de errar. Lo demás sólo Dios lo sabe (y es Compasivo, Misericordioso).

Eso, por fin, es todo.


Agustín Vidaller (Pomar de Cinca [Aragón], 1967) es escritor, autor, hasta la fecha, de tres libros publicados por Trea: Costas perfumadas (2005), Oasis: una odisea negra (2017) y el libro de relatos Exotique (2020).

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