Entrevistas

Edgar Straehle: «El peligro de toda tradición, también de la revolucionaria, es caer en el tradicionalismo»

Pablo Batalla conversa con el autor de 'Memoria de la revolución', un libro sobre las paradojas temporales de las grandes insurrecciones y el complejo engarce histórico de la idea de revolución y la de tradición.

/ una entrevista de Pablo Batalla Cueto /

¿De qué modo se engarzan pasado, presente y futuro en los acontecimientos revolucionarios? He aquí la pregunta que se hace el historiador barcelonés Edgar Straehle en Memoria de la revolución, un libro que convoca nombres como los de Hannah Arendt, Ernst Bloch, Walter Benjamin o, por supuesto, Karl Marx y Friedrich Engels para desentrañar las paradojas temporales que caracterizan a las grandes insurrecciones y el equívoco engarce de tradición y revolución. En esta conversación, desentraña algunas de las claves de esta obra que espera una actualización y ampliación.

Edgar, en Memoria de la revolución escribes sobre la aparente paradoja de que las grandes revoluciones son menos un momento de anhelo de futuro que uno preñado y permeado de pasado; de un pasado áureo del que los revolucionarios se sienten recuperadores. Marx ya escribía sobre esto en el famoso inicio de El 18 brumario de Luis Bonaparte, aquello de la tragedia y la farsa, y Tocqueville había hecho antes una reflexión muy parecida, que citas.

Yo no hablaría de una asimetría entre el pasado y el futuro. Mi propósito es más bien mostrar cómo los movimientos revolucionarios se han acompañado sin cesar de discursos, tradiciones alternativas y memorias sobre el pasado que le han ayudado a reflexionar o mejorar su capacidad movilizadora. Por tanto, he querido analizar cómo ese pasado también tenía un potencial de futuro. En este sentido, me interesaba recorrer la cuestión de la tradición revolucionaria como problema. ¿Puede realmente una tradición ser revolucionaria? ¿Hasta qué punto las dos palabras, tradición y revolución, se contradicen? En mi opinión, no hay tanto contradicción como una tensión que puede ser enriquecedora. La cuestión reside en que esa tradición puede seguir siendo revolucionaria en la medida en que se evite que sean el presente y el futuro los que se subordinen al pasado y no al revés. Por eso, el libro analiza episodios como la Revolución francesa, la rusa o Mayo del 68, en los que se muestra que era tan importante mantener viva esa tradición revolucionaria como actualizarla, reactivarla e incluso revolucionarla. El problema que denuncia Marx al principio de su libro El 18 de Brumario de Luis Bonaparte tiene que ver con la incapacidad de los revolucionarios de 1848 de superar un mimetismo vacío que, al mismo tiempo que en público homenajeaba a los grandes protagonistas y retóricas de la Revolución francesa, en la práctica no paró de traicionarlos.

Marx aludía a esa costumbre de la revolución de «convocar en su auxilio fantasmas del pasado» de forma peyorativa, burlesca. Tú defiendes que «la resurrección de los muertos no debe ser entendida como una parodia del pasado, sino como una glorificación de las luchas del presente y como una fantasiosa exageración de la misión trazada. El pasado invocado servía para dotar de un simbolismo, de una poesía, de una pasión y de una heroicidad a unos acontecimientos que de por sí no los tenían. Así se servían de la tradición para sobredimensionar algo en sí mismo mucho menos relevante». Citas a Virginia Woolf: «El presente, cuando cuenta con el apoyo del pasado, es mil veces más profundo que el presente cuando nos apremia tan de cerca que no se puede sentir nada más».

Mi sensación es que esas primeras páginas de El 18 de Brumario de Marx se han tendido a leer de manera exagerada, en parte por culpa del mismo Marx. Él denuncia, y con matices, una situación concreta en un momento de decepción como fue la dura resaca de las revoluciones de 1848. Por eso, contrapongo dos Marx, el de El 18 Brumario con el de La Guerra civil en Francia, escrito más de veinte años más tarde y donde analiza desde una perspectiva distinta el episodio de la Comuna de París, y eso pese a que no apeló menos a la Revolución francesa que los revolucionarios de 1848. El problema, pienso, no se hallaba tanto en la tradición revolucionaria como en qué se hacía desde ella. Con sus errores, la Comuna habría sido una admirable descendiente de la Revolución francesa por saber continuar la herencia revolucionaria y al mismo tiempo ir más allá de ella. Por eso, la retrata como un punto de partida y un referente para la historia del futuro. En este sentido, Marx habría podido suscribir la frase que comentas de Virginia Woolf, pero no de manera incondicional: lo determinante es qué tipo de relación se establece con ese pasado y no perder nunca de vista ni el presente ni el futuro.

Es precioso el apunte que haces sobre la etimología, en inglés, de la palabra remember: la memoria ayuda a integrarnos y recordarnos como miembros, members, de una agrupación.

Sí, es un tema que me encanta y, aunque sea más una proximidad terminológica que una conexión real, aporta una imagen clara de una de las facetas más importantes de la memoria. Todo proyecto, movimiento o lucha no depende solo del presente, sino también de compartir o reivindicar un pasado que por eso mismo es recordado. Y ese pasado importa porque proporciona un relato histórico alternativo al hegemónico, atestigua la relevancia de las luchas defendidas y las legitima al evidenciar la continuidad y reiteración de un cúmulo de injusticias u opresiones padecidas, aunque también puede servir como un espacio de aprendizaje, de descubrimiento, de transformación y/o de identificación. El pasado tiene muchos usos posibles, y por eso sigue bien vivo en el presente.

Comentas también, apoyándote en Bloch y otros, el sustrato religioso que caracteriza a las revoluciones. Bloch, en concreto, escribía por ejemplo que incluso «en la realización bolchevique del marxismo retorna de modo inconfundible el fenotipo del anabaptismo radical, con ribetes taboritas, comunistas y joquinianos y librando la eterna batalla de dios; trayendo consigo por último el mito todavía encubierto, secreto, de la finalidad, de la cual, sin embargo, es constantemente preludio y correctivo el milenarismo».

Este es un tema muy complejo tanto ahora como en su momento. No olvidemos que las relaciones entre el comunismo y la religión fueron muy problemáticas a lo largo de la historia. Sin embargo, también se debe recordar que eso no impidió que, releídos en una clave revolucionaria, desde el comunismo se reivindicara a su vez a muchos personajes históricos de la historia de la religión. El caso de Müntzer y la guerra campesina alemana, sobre la cual escribieron figuras tan importantes como Engels, Kautsky o Ernst Bloch, es muy conocido, pero hay muchos más. Incluso Rosa Luxemburg se detuvo a releer el cristianismo primitivo, aunque fuera para recalcar que los socialistas eran sus auténticos herederos. De hecho, llegó a escribir que los apóstoles habían sido ardientes comunistas. Continuamente se ha planteado la necesidad de apelar a símbolos de otras tradiciones, e incorporarlos en la propia desde una relectura revolucionaria, con el propósito de expandir y hacer arraigar con más fuerza el propio mensaje revolucionario.

Walter Benjamin

Desentrañas la complejidad de otra cosa que tendemos a entender de una manera muy simple: la tradición. La creemos continuidad, pero ya decía Benjamin que su basamento es más bien el discontinuum.

Frente a la imagen de la continuidad desde la que se quiere presentar la tradición hegemónica y digamos tradicional, la revolucionaria se ha tendido a caracterizar por estar compuesta de numerosos saltos, tanto a nivel temporal como geográfico. De ahí que los franceses invocaran tanto una Antigüedad grecorromana tan distante en muchos sentidos o que la Revolución rusa declarara continuar (y superar) la tradición de la Revolución francesa y de la Comuna de París. Naturalmente, se intentó tejer una especie de interrumpido hilo de continuidad que enlazara con esas otras épocas o geografías, pero al mismo tiempo esos saltos eran plenamente visibles y nos ayudan a mostrar otros rostros posibles de cómo puede funcionar la tradición, en este caso una mayormente contrahegemónica y transnacional. Aquí el diálogo con Walter Benjamin es crucial. 

En todo caso, la tradición es un camino, y hay otra traición a la tradición en petrificarla, como hace cierto tradicionalismo. Se trata, no de hacer lo que hicieron nuestros antepasados, sino lo que ellos hubieran hecho en nuestro lugar.

En efecto, el peligro de toda tradición, también de la revolucionaria, es caer en el tradicionalismo. Incluso en una suerte de revolución conservadora. Por eso, pienso que hay que ser muy cautos con todo elogio de la tradición y mi intención es más investigarla y mostrar cómo se ha desarrollado en el pasado. En mi opinión, se trata de un potencial que, como probablemente sucede con cualquier cosa, también puede ser utilizado de una manera negativa o, paradójicamente, antirrevolucionaria.

Guerra de los campesinos, de Constantin Meunier (1875)

Los protagonistas de la revolución campesina de 1525 —recuerda Bloch— exclamaron lo siguiente tras el desastre de Frankenhausen: «Vencidos regresamos a casa, ¡nuestros nietos se batirán mejor que nosotros!».

Exacto. Un aspecto interesante del muchas veces optimista Ernst Bloch es que su interés por la tradición revolucionaria pasada le llevó a una esperanza transformadora de cara al futuro. Justamente al observar cómo en el pasado había habido una tradición de luchas transformadoras es como en su opinión podían adquirir sentido las luchas del presente, incluso en aquellos momentos de pesimismo. No se podía olvidar que el futuro se construye desde un presente que, aun derrotado, debía ofrecer un legado de luchas que sirviera de ejemplo a las siguientes generaciones. Por eso, al final del libro rescato el otro sentido de la palabra derrota, no como fracaso, sino como un derrotero que prolonga esa tradición de luchas e invita a esas nuevas generaciones a formar parte de ella, continuarla y perfeccionarla.

Son interesantes los pasajes en los que aludes a cómo la revolución y su memoria pueden volverse problemáticas para el régimen que emerge de ellas. Hablas de los intentos, en el Estados Unidos del tiempo de la caza de brujas, de presentar la Revolución norteamericana como una paradójica no-revolución. O de la Tercera República francesa recuperando La Marsellesa como himno oficial e instaurando la fiesta del 14 de julio después de reprimir duramente la Comuna de París y, en cierto modo, para contrarrestar la apropiación por la Comuna de la memoria de 1789. Hannah Arendt afirmará que «no hay nada que amenace de modo más peligroso e intenso las adquisiciones de la revolución que el espíritu que les ha dado vida».

Naturalmente, se puede querer domesticar la herencia revolucionaria. Eso fue muy visible en los países que mencionas, pues tanto en Estados Unidos como en Francia, a partir de la Tercera República, la revolución fue recordada y conmemorada como acontecimiento fundacional. En muchos casos, por eso, la reacción fue la de querer resignificar y apropiarse del legado de esa revolución. En los Estados Unidos ya proliferó al poco tiempo una interpretación conservadora de lo ocurrido y, más tarde, incluso los esclavistas Estados confederados recurrieron descaradamente a la Declaración de Independencia para justificar su secesión. Por ello, a Hannah Arendt le preocupaba no solo qué sucedió con las revoluciones del pasado, sino cómo se cultivó su herencia. Ella ha sido muy criticada, y no pocas veces con razón, por elogiar en exceso la Revolución americana y criticar la francesa, pero lo que le preocupaba realmente es que el impulso político de la primera se había perdido rápidamente pese a su supuesto éxito. Por así decir, y desde su perspectiva, la Revolución Americana había sido un fracaso quizá no tanto en la historia como en la memoria. De ahí que su reivindicación de la Revolución Americana sea a la vez un intento de repolitizar y revolucionar esa memoria perdida; de reactivarla.

Es preciosa una cita que haces de Daniel Bensaïd y Henri Weber, comentando cómo los revolucionarios de las sucesivas revoluciones francesas montaban barricadas con fines menos funcionales que estéticos. La barricada podía estrictamente no servir para nada, pero existía la convicción de que había que montarlas; de que la barricada es el símbolo de la revolución; de que solo con barricadas es algo una verdadera revolución.

No me gustaría generalizar en esta cuestión tan compleja, pero es importante destacar que los aspectos simbólicos de la política no son meramente secundarios ni solamente estéticos. La tradición proporciona un amplio abanico de ideas, recuerdos, símbolos, canciones… pero también un repertorio de acciones o estrategias que puede ser continuado por las futuras generaciones. Por ello, se debe recordar que lo simbólico tiene un papel político nada desdeñable y que muchas veces ha sido menospreciado. Las barricadas podían haber dejado de ser efectivas desde una perspectiva militar, algo que ya había denunciado Engels setenta años antes, pero podían conectar con otros tipos de poder que también son importantes. De hecho, en una sociedad democrática un buen número de luchas políticas se llevan a cabo desde campañas simbólicas que a menudo no son poco poderosas y que tienen capacidad transformadora.

Atravesamos, en el presente, un momento de fuerte saturación de pasado, de obsesión con el pasado. Andreas Huyssen escribe que «el mundo se está musealizando y todos nosotros desempeñamos algún papel en este proceso». ¿Cuáles son tus sensaciones sobre este proceso, sobre esta característica de nuestro tiempo?

Una pregunta que recorre el libro tiene que ver con esa cuestión. Vivimos en un momento en que parece haber una obsesión con el pasado y que, además, conecta con la actual crisis de futuro; esa sensación de impotencia o desilusión actual a la hora de transformar radicalmente el presente y de encaminarnos hacia un porvenir esperanzador. De ahí la propagación del llamado síndrome Tina (There Is No Alternative). Ahora bien, la pregunta que también me planteo es que esa crisis de futuro coincide, sea casualidad o no, con la de la tradición revolucionaria. No sé hasta qué punto hay una conexión entre ambas crisis, pero es importante recordar que esta tradición revolucionaria era justamente aquel pasado que se caracterizaba por tener la capacidad de proponer y abrir nuevos horizontes de futuro sustancialmente distintos.

El pasado que satura nuestra era es, por otro lado, un pasado frecuentemente mixtificado, mediatizado por intereses que lo tergiversan. Mencionas un ejemplo paradigmático: que con el fin de propiciar la afluencia de visitantes franceses, los organizadores de una recreación de la batalla de Waterloo en la ciudad de Brighton permitieron en 1983 que los franceses se llevaran la victoria en uno de los días del enfrentamiento recreado.

Así es. Uno de los problemas contemporáneos es que la obsesión por el pasado no es por el pasado real sino uno transformado y manipulado desde el presente, a veces de manera grotesca. Puede ser por razones económicas, como en el cine y con no pocos espectáculos pretendidamente históricos, pero también ocurre sin cesar en la política. De ahí el constante conflicto actual entre la historia y la memoria. Uno de los problemas que tenemos es el de hasta qué punto podemos desarrollar un discurso histórico a nivel político que no esté al dictado del presente. Y eso es clave porque, desde Heródoto y Tucídides, la disciplina histórica fue una herramienta crítica y desmitificadora que debería ayudarnos a pensar mejor, no a justificar o reforzar nuestros posicionamientos políticos desde la instrumentalizada autoridad de la historia. Por eso, y por mucho que pudiera simpatizar con algún acontecimiento que comento, también quería añadir notas críticas con el fin de no sacralizarlo y, con ello, traicionarlo. Para que la herencia pueda seguir estando viva, debe ser crítica.

Otra anécdota maravillosa. Se cuenta que, después de que la Revolución de Octubre hubiera aguantado más de 72 días y con ello hubiera superado la duración de la Comuna, Lenin salió a danzar en medio de la nieve y festejar tamaña gesta frente al Palacio de Invierno.

Para mí es también una anécdota muy interesante que forma parte de la tradición revolucionaria y que se non è vera è ben trovata. En medio de una situación muy difícil y con un poder recién conseguido y muy frágil, el dirigente ruso habría salido a festejar que la Revolución rusa se convertía a partir de ese momento en la nueva revolución de referencia. Hay que pensar que las victorias en la memoria también son muy importantes y que, entre otras cosas, son una manera de declarar el valor de lo realizado en el presente. Lo que con ello habría hecho Lenin es testimoniar una vez más la importancia de la tradición revolucionaria. Hay que tener en cuenta también que a lo largo de todo 1917 no había parado de acordarse en sus escritos de la Comuna de París para reflexionar acerca de la revolución que tenía delante de sus ojos.

En la Edad Media, citas que comentaba Keith Thomas, un inventor no era visto como una persona que hubiera imaginado una respuesta novedosa y desconocida para las generaciones anteriores, sino alguien que había encontrado o recuperado algo que se había perdido. Hay autores que nos advierten sobre la nueva Edad Media a la que estaríamos regresando en nuestro tiempo. ¿Crees que ese es uno de los rasgos de ese regreso? ¿Hemos comenzado a entender la revolución como un ready made, como algo encontrado en el vertedero de la historia pasada y reciclado, en lugar de como una creación completamente nueva?

A mí me cuesta hablar de la reedición contemporánea de una nueva Edad Media, porque esa consideración tan negativa de esa época es en parte un mito exagerado. Sin embargo, en cierto modo esa visión medieval de la invención la hallamos todavía en el presente, y también en la izquierda. En muchas ocasiones se plantea el problema de hasta qué punto hay novedad o no en la historia. En cambio, lo que me interesa explicar es cómo en muchos casos la tradición, especial mas no solamente la revolucionaria, es una novedad enmascarada, donde lo que en realidad hallamos es un juego de continuidades y discontinuidades. Pensemos por ejemplo en el papel de Marx en la tradición de izquierdas como referencia ineludible, pero también cómo cada generación lo ha releído y reinterpretado de nuevo. Marx siempre estaba ahí, incluso para ser criticado o rectificado, aunque sin cesar se recuperaban o redescubrían nuevos aspectos de su pensamiento que habían pasado desapercibidos o se habían omitido. Sin duda, ha habido una tradición intelectual desde Marx, y lo que se observa es la pluralidad de interpretaciones que desde ahí ha habido y cómo de diversos modos reactivaban el pasado y lo conectaban con el presente.

Me pareció también curioso el apunte que haces sobre el olvido de la revolución corsa, en 1752, que redacta la que se considera a veces primera constitución democrática moderna.

Este es un hecho que me sorprende muchísimo. Aunque hay algún texto meritorio, se ha hecho muy poca investigación sobre la Revolución corsa y, hasta donde sé, todavía falta una monografía específica de referencia sobre ella. Mis indagaciones se han tenido que basar más en textos y documentos del siglo XVIII que en la investigación contemporánea. Y eso pese a que su influjo sobre la Revolución americana o la francesa son innegables, a la popularidad que tuvo en su época en figuras como Voltaire, Rousseau o Federico el Grande o que en la República corsa se redactó, como dices, la a veces considerada como la primera constitución democrática moderna. Un aspecto que se menciona en el libro es la asimetría de la tradición revolucionaria, habitualmente centrada en países como Francia y que ha tendido a despreciar las revoluciones no europeas. Sin embargo, el caso corso es interesante, porque es una revolución europea muy olvidada.

Citas al Reinhart Koselleck que dice que «puede que la historia —a corto plazo— sea hecha por los vencedores, pero los avances en el conocimiento de la historia —a largo plazo— se deben a los vencidos». ¿Lo crees así?

Hay un doble aspecto a tener en cuenta en esta frase. Primero, si realmente la historia la hacen los vencedores o no. Mi respuesta sería que ciertamente muchas veces no, aunque convendría matizarlo y eso naturalmente depende del contexto de la época. Por ejemplo, los documentos o los recuerdos que conservamos de los vencidos antes de la imprenta suelen ser bastante escasos, y eso reduce mucho las posibilidades de escribir una historia desde su perspectiva. De hecho, a menudo esa historia se debe deducir desde los documentos de los vencedores. Seguramente Koselleck pensaba más en la edad contemporánea, y ahí sí que, aunque haya importantes excepciones, podemos decir que su afirmación se ajusta más a la verdad. También porque muchos de los grupos vencidos han buscado en la historia una especie de consuelo y compensación por la derrota sufrida y eso permitió la existencia de tradiciones subversivas que continuamente cultivaban esa relación con la memoria y que, por cierto, de paso han ayudado a la transformación de la sociedad.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).

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