/ una reseña de Manuel Fernández Labrada /
En el famoso filme de Orson Welles Ciudadano Kane, los últimos pensamientos del protagonista retrocedían a un episodio de su infancia en apariencia insignificante, resumido en una palabra misteriosa que provocaba el desconcierto de sus biógrafos. Solo el espectador de la película descubría, al final, el significado del enigma; esto es, que una vida llena de sucesos y triunfos puede quedar eclipsada por el recuerdo de un simple juguete: Rosebud. No cabe duda de que también los escritores, cuando llega el momento de hacer balance, vuelven con frecuencia su mirada a la infancia. Las experiencias más anodinas, incluso las más dolorosas, olvidadas durante mucho tiempo, regresan revestidas de una nueva luz. Se impone, quizás, la necesidad de hacer las paces con uno mismo, como también con los demás. Descubrimos entonces que la infancia, ya perdida en el pasado, era el tesoro más preciado de todos, y deseamos salvarla mientras aún quede tiempo… Mucho de esto hay, me parece, en este encantador relato, August (2011), compuesto por Christa Wolf en el último año de su vida. Una narración muy breve que tiene como referente dolorosas experiencias de exilio y de enfermedad. Unos hechos de enorme dramatismo que se rememoran bajo una mirada melancólica, aunque también comprensiva. Reconforta comprobar que la escritora, tras una larga vida a la que no le faltaron ni amarguras ni desengaños, es capaz de ofrecernos todavía un texto tan bello y optimista, donde los valores humanos brillan por contraste y se asume una sabia reconciliación con el propio destino.
Ahora que se cumplen, además, sesenta años de la construcción del Muro de Berlín (iniciado el 13 de agosto de 1961), no es mal momento para volver la mirada y reencontrarnos con aquellos escritores que, por diversas razones —casuales en su mayoría—, se quedaron al otro lado. Es el caso de Christa Wolf (1929-2011), una de las figuras literarias más significativas de la República Democrática Alemana. Nacida en la Prusia oriental, en los territorios alemanes que a partir de 1945 pasaron a ser de soberanía polaca, Christa Wolf se vio obligada a emprender, coincidiendo con los últimos compases de la segunda guerra mundial, un duro y peligroso exilio hacia occidente. Refugiada con su familia en Kalkhorst, a orillas del mar Báltico, dentro de las fronteras de la que luego sería la RDA, la novelista vivirá también la penosa experiencia de verse internada en un sanatorio para tuberculosos habilitado en el castillo de Kalkhorst, el mismo en el que se desarrollan las experiencias del niño August. Aunque las principales obras de Wolf fueron publicadas en nuestro país hace ya tiempo, una nueva editorial de peregrino nombre, Las Migas También Son Pan, nos ofrece ahora una atractiva edición de este emocionante testamento de la escritora alemana. Un relato tan breve que correría el riesgo de pasar desapercibido, si no lo salvara la belleza deslumbrante de su prosa, el interés autobiográfico de los sucesos narrados y la pura emoción que atesoran sus apenas treinta páginas.
Convencida defensora del marxismo, Christa Wolf militó durante muchos años en el partido socialista alemán (SED), aunque con el paso del tiempo dejó traslucir un cierto distanciamiento ideológico. Así se testimonia en su libro Noticias sobre Christa T (1968), una obra que provocó, por su individualismo confeso, una gran sorpresa y malestar en el régimen que gobernaba su país. En su novela Lo que queda (publicada en 1990, aunque escrita, al parecer, en 1976), no solo desvelaba (a destiempo, según sus detractores) algunas de las miserias de la ya extinta Alemania del Este, sino que también confesaba haber colaborado, como informante, con la mismísima Stasi. Por otro lado, el hecho de que Christa Wolf expresara su oposición a la reunificación de Alemania (una postura compartida con Günter Grass) puede parecernos, desde nuestra perspectiva actual, un error de bulto (¿adónde iríamos ahora, pobrecitos de nosotros, con tan solo media locomotora?). Pero ella tenía sus razones; unas razones que todavía seguían bien vivas en 1996, cuando publica su novela Medea: una revisión del mito griego donde la provinciana hija del rey de la Cólquide hace un pobre papel en la sofisticada corte de Corinto; un trasunto de la situación de los alemanes del Este en la nueva nación unificada. Todo este caminar a contracorriente, como era de esperar, ensombreció un tanto su figura, siempre compleja y bastante polémica, lo que no le impidió merecer importantes galardones (entre ellos, el doctorado honoris causa por la Complutense de Madrid), como tampoco el ser considerada una artista literaria de primera magnitud.
Christa Wolf escribió este emotivo relato, August, con la intención de ofrecérselo como regalo a su marido, Gerhard Wolf, con ocasión de su sexagésimo año de matrimonio. Resumía en él uno de sus más amargos —y a la vez más preciados— recuerdos de infancia. Una memoria que se iniciaba con un tren de refugiados bombardeado y un pequeño huérfano que tan solo sabe su fecha de cumpleaños. Aunque la historia se narra desde la perspectiva del niño que da nombre a la novela, August, el personaje con mayor peso es el de la adolescente Lilo, alter ego de la novelista, que inspira un amor platónico en el joven huérfano, tan necesitado de protección. Lilo es una figura femenina poseedora de una sorprendente madurez, generosa y nada posesiva en sus afectos, dotada de un seguro instinto ético (así se manifiesta en su desaprobación de la macabra valentía de Harry). No podemos olvidar que Christa Wolf fue una escritora muy comprometida con la lucha feminista, como se aprecia en esa extensa galería de mujeres fuertes que protagonizan casi en exclusiva todos sus escritos, y a la que habría que añadir esta adolescente tan desprendida y valiente que es Lilo.
Narrado en tercera persona, el relato se desarrolla en dos órdenes temporales diferentes, de importancia y extensión desiguales, pero cuidadosamente entrelazados y correspondientes a un mismo personaje, August. De un lado, el individuo ya adulto: un viudo melancólico y solitario que evoca los sucesos de su infancia mientras conduce un autobús de turistas en un viaje de Praga a Berlín. Un trabajador a punto de jubilarse que completa sus evocaciones de niñez con el recuerdo de su desaparecida mujer, Trude, a la vez que da testimonio indirecto del modesto medio social en que vive. De otro lado, el niño huérfano internado en el sanatorio para tuberculosos del castillo de Kalkhorst, que nos ofrece una desgarradora pintura de los otros niños que comparten su mismo destino. Ese aire malsano que respirábamos en el célebre balneario de Thomas Mann lo encontramos también aquí, en este tétrico Castillo de las polillas, acrecentado por las grandes penurias que sufren sus habitantes. Aunque en el relato también se recogen las semblanzas de personajes adultos (médicos, enfermeras, pacientes mayores, etcétera), los verdaderos protagonistas son los niños y adolescentes internados, cada uno de ellos con su particular historia dolorosa, sufriendo en soledad las heridas que la guerra de sus mayores les ha dejado como único legado. La novelista consigue plasmar un emocionante contraste entre aquellos niños piadosamente ignorantes de su situación, la mayoría, y aquellos otros que se han visto obligados a asumir un rol de adulto. Es el caso de la ya citada Lilo, que colabora en el cuidado de los enfermos mientras sufre la pesada carga de saber quiénes van a morir.
Pero la narración no se remite tan solo al destino de un puñado de vidas individuales, los niños y adultos que pueblan este vetusto sanatorio emplazado en un lugar inapropiado y malsano —como se señala repetidas veces—, donde esperan un triste desenlace atendidos por un personal escaso, padeciendo grandes penurias de alimentos y calefacción. La mirada de la novelista va mucho más allá. En el relato del bombardeo que sufre el tren de refugiados en que viaja August, así como en otras alusiones que encontramos en el discurso del personaje adulto, no es difícil descubrir un comentario oblicuo a esas olvidadas tragedias que sufrieron muchos alemanes inocentes durante la contienda, silenciadas por los vencedores y extirpadas de su memoria por las propias víctimas en una suerte de piadosa amnesia colectiva. Pocos alemanes se han atrevido a hablar de ello. Es el caso, entre otros muchos, del hundimiento por un submarino soviético del barco de refugiados Wilhelm Gustloff (1945), un drama denunciado por Günter Grass en su novela A paso de cangrejo; o los devastadores bombardeos de las ciudades alemanas (Dresde, Colonia, Hamburgo) por la aviación aliada, con millones de víctimas civiles, tal como aparece reflejado en esa estremecedora indagación antibelicista de W. G. Sebald: Sobre la historia natural de la destrucción.
No es posible terminar la reseña sin referirnos al excelente epílogo que acompaña a esta bella edición de August, escrito por el traductor, Marcos Román Prieto, profesor de la Universidad de Sevilla y especialista en la figura de Christa Wolf. Marcos Román no solo nos facilita todas las claves necesarias para comprender el denso texto de Wolf, sino que también nos aporta interesantes datos biográficos de la autora, como también un completo panorama de las circunstancias históricas en que se ambienta el relato. Es el caso del drama humano que supuso el desplazamiento, en pleno invierno, de los más de diez millones de emigrados que —al igual que la novelista— corrieron a refugiarse a la otra orilla del Óder durante los últimos meses de la contienda. Completa su texto el traductor con un útil mapa de las fronteras entre Alemania y Polonia. También con algunas fotografías antiguas del castillo de Kalkhorst: añejas imágenes que contribuyen a incrementar el hechizo que nos provoca este estremecedor relato.
Extracto del libro
«Tampoco sabía si el bombardeo sobre el tren que transportaba a los refugiados tuvo lugar antes o después de cruzar el gran río, ese al que llamaban Óder, pues estaba durmiendo cuando sucedió. Cuando comenzó el estallido y la gente se puso a gritar, fue una mujer desconocida, y no su madre, la que lo agarró del brazo y lo sacó del tren. Después, él se lanzó sobre la nieve detrás del terraplén y permaneció tumbado hasta que el ruido cesó, y el maquinista gritó a todos los que aún vivían que debían subir inmediatamente. August no volvió a ver nunca más ni a su madre ni a esa mujer desconocida. Sí, allí quedaron personas esparcidas por el campo que no subieron a aquel tren, que continuó enseguida el viaje».
(Traducción de Marcos Román Prieto)

Christa Wolf
Las Migas También Son Pan, 2021
56 páginas
11,90 €

IMAGEN DE PORTADA: Castillo de Kalkhorst

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: El refugio (2014), La mano de nieve (2015) y Ciervos en África (Trea, 2018). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).
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