Arte

«Non finito»: cuando el arte rinde homenaje a la imperfección, al fragmento o al fracaso

Angélica Tanarro reseña la muestra 'Non finito', en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, con piezas como la 'Construcción de la Torre de Babel' de Brueghel el Joven o el Torso de Bellvedere.

reseña de Angélica Tanarro · imágenes de Javier Muñoz y Paz Pastor

Entre la foto del taller de Giacometti, con las paredes repletas de apuntes y bocetos sobre el muro, y el facsímil del manuscrito de El Aleph de Borges el Museo Nacional de Escultura de Valladolid abre algo más que una exposición temporal dedicada al Non finito a la obra de arte inacabada: abre una trama en torno a la idea de perfección, el desgaste, el fracaso, el alejamiento de los objetivos o la pincelada abierta. Cada fase de esta nueva tentativa por acercar al público —a los distintos públicos y sus distintas sensibilidades— una idea del arte y sus concreciones se compondría de varias subtramas, por usar una terminología contemporánea. Una prueba más del empeño por demostrar que el valor de un centro de arte de estas características está más allá del esmero con que cuide, muestre, conserve y contextualice sus, en este caso incalculables, tesoros sino para hacerlos llegar de una manera pedagógica al espectador y en ese trayecto aportar una nueva visión sobre el canon, sobre la idea de perfección o el efecto del tiempo, no solo en lo material de la obra sino en la mente del espectador que la contempla, la asume como propia o la deja en el espacio indefinido de la incomprensión.

Obras de Duchamp, Berruguete y Gursky conviven en la exposición.

Un recorrido por las salas dispuestas a la manera de los gabinetes de maravillas del Renacimiento nos anima, casi nos obliga, a plantear como un juego, y a la manera de la búsqueda de Tatarkiewicz en su Historia de seis ideas, nuevas variedades y categorías a la belleza en las que además de la gracia o la perfección se incluyeran conceptos como la espontaneidad, la rebeldía e incluso la renuncia…

Pero digámoslo ya: Non finito reúne en el Palacio de Villena, sede de las muestras temporales del Museo, en torno a 90 obras procedentes de colecciones públicas y privadas tan destacadas como el British Museum, el Museo del Prado o el Reina Sofía, pasando por las colecciones Abelló, La Caixa o el Archivo Lafuente. Un buen número de los grandes museos nacionales está representado, y las piezas prestadas tienen un recorrido cronológico que abarca de la antigüedad a la contemporaneidad más literal. Así, podemos extasiarnos ante la capacidad expresiva de una cabeza masculina procedente de la antigua Arabia del Sur (hoy Yemen) fechada entre los siglos III al II antes de Cristo o indagar en el concepto de vacío tal como lo concebía Oteiza en una de sus famosas cajas de acero. O reírnos de las tribulaciones de Buster Keaton ante la imposible construcción de su casa prefabricada o agradecer a Miguel Ángel que considerara digno de permanecer en la historia de nuestra civilización el Torso de Bellvedere, al que el tiempo y la destrucción dejaron sin cabeza, sin brazos ni piernas pero que es, por su fuerza formal y su simbólica belleza, un icono de Occidente, y cuya copia es también un icono de esta exposición, pues su pervivencia es la prueba de su argumentación.

El Torso de Bellvedere junto a San Vicente de Ceferino Enríquez de la Serna.

Si leemos esta exposición por capítulos, empezaremos por El encanto de los comienzos. Es el tiempo del boceto, ese momento impagable de la idea que empieza a materializarse, pero no es aún más que una vibración controlada, una pelea con la inspiración. Aquí, una cabeza de Baltasar Lobo nos anuncia que no siempre ese pálpito de la creatividad en proceso llega a lo que entendemos como obra acabada. El non finito tiene en esta sala tintes dramáticos, si contemplamos el retrato que Sorolla no pudo terminar pues un ataque interrumpió el trabajo y su vida, o lúdicos si nos fijamos en las plantillas móviles con las que Pablo Gargallo ensayaba movimientos para su Bailarina.

Construcción de la Torre de Babel de Peter Brueghel el Joven, junto a una maqueta de la torre.

En el segundo gabinete, el dedicado a las Abreviaturas, nos encontramos con un Greco no dispuesto a asumir sin más las técnicas ortodoxas de sus predecesores en cuanto a la perfección formal para pasar en el tercero a reflexionar sobre la imaginación desbordada, sobre el esfuerzo no controlado: Babel como el símbolo del desastre. El óleo de Brueghel el Joven sobre la construcción de la bíblica torre tiene su correlato posterior en catedrales nunca completadas (Valladolid, la Sagrada Familia de Barcelona) o el proyecto nunca llevado a cabo por Chillida en la montaña canaria de Tindaya. Esa poética del fracaso que, de alguna manera, subyace en toda la exposición tiene aquí en este gabinete múltiples ejemplos que demuestran que a veces la potencia de la idea encierra la impotencia de su realización, como si de una obsolescencia programada se tratara. Quizá lo supo Schwitters mientras construía su Merzbau de Hannover; su habitación acumulativa que extendió sobre ocho espacios y varios pisos, fotografiada en esta muestra como un ejemplo de las relaciones entre el dadá y esa idea de lo jamás resuelto.

Boceto al óleo de Jean Ranc y plantillas para la Gran Bailarina de Gargallo.

El cuarto gabinete tiene como eje central un texto clásico: Las metamorfosis de Ovidio y su influencia en artistas de todas las épocas sin excluir el siglo XX, como demuestra una sugerente fotografía de Dora Maar protagonizada por el misterio de la caracola, tema recurrente en el arte, o el estudio en 30 imágenes del movimiento del humo de Étienne-Jules Marey que, en torno a 1900, construyó un puzle fotográfico en el que el todo es más que la suma de las partes.

A veces la historia se cuenta hacia atrás y el quinto gabinete lo demuestra. Es aquí donde reina el Torso de Bellvedere pero también la figura yacente, sin rostro ya, de la Dama de Mogrovejo. El tiempo erosiona, pero a veces conserva como imaginó Fellini en su película Roma, de la que se proyecta un fragmento. El fuego o la carcoma también hacen su parte y los contemporáneos imaginan desapariciones parciales en las grandes obras clásicas como Ballester y su serie Espacios ocultos.

La otra cara de lo inacabado, el infinito, es el capítulo final de este relato. La fotografía del cielo de Sugimoto y su aparente quietud es a su manera un trampantojo como lo es, a la suya, la banda de Möbius interpretada por Max Bill. El Aleph tiene la ortografía de Borges y el apunte infinito, la de Walser. Entre los cielos abiertos de un paisaje de Ruisdael y la fotografía de Gursky del Hong Kong Shanghai Bank de 1994 hay toda una lección sobre el paso del tiempo y sus efectos sobre la civilización.

Dama de Mogrovejo y, al fondo, fotografía digital de Ballester.

Resumen y fragmento, la muestra Non finito, comisariada de manera brillante por María Bolaños en colaboración con la Fundación La Caixa, encierra en sí misma su propia metáfora: son innumerables los caminos que plantea en torno a la historia del arte y sus múltiples lecturas. Es una historia con final abierto.


Angélica Tanarro es periodista y escritora, licenciada en ciencias de la información por la Universidad Complutense de Madrid y doctora en periodismo por la de Valladolid, en cuyas aulas ejerció la docencia. Es especialista en información cultural. Ejerce la crítica de arte, literatura y cine. Ha sido jefa de Cultura en El Norte de Castilla y coordinadora de su suplemento literario, La Sombra del Ciprés. Es autora de los libros de poesía Serán distancia y Memoria del límite. Participa en jurados de premios relacionados con la literatura y las artes plásticas, como las becas de creación artística de la Fundación Castilla y León, a cuyo comité asesor pertenece. Coordina para la Fundación Miguel Delibes el ciclo Cronistas del siglo XXI, en el que se dan cita periodistas y escritores de reconocida trayectoria. Imparte conferencias y seminarios en cursos como el que organiza la Cátedra de Cine de Valladolid y es habitual de citas literarias como el Hay Festival, en Segovia.

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