Escenario

Geografía y cinefilia: una defensa del cine inglés de fantasmas

«Hay una determinación en cierto cine británico de permanecer pegado al lugar preciso donde se rueda una escena que en mi opinión constituye su logro máximo». Un artículo de Hugo Romero.

/ por Hugo Romero /

En algún lugar Truffaut dijo que la expresión cine inglés era un oxímoron, una contradicción en los términos. Y analizando las respuestas de las distintas cinematografías nacionales a la segunda guerra mundial, Godard sostiene en su magistral Historie(s) du cinema que «Inglaterra hizo lo que siempre ha hecho: nada». Para quienes aceptamos cobijarnos bajo el paraguas ahora un tanto desprestigiado de la cinefilia, el cahierismo ha sido muchas cosas; entre ellas, sin duda, una fábrica de prejuicios. Y es que, por más que les pese a Godard y Truffaut, el cine inglés existe. El descubrimiento gozoso de la excepcionalidad de ciertas corrientes del cine británico ha sido uno de los hechos esenciales de mi vida cinéfila. Más allá del cine de guión y actorazos, de las recreaciones minuciosas de época, del teatro rigurosamente filmado, Inglaterra y en ocasiones también las otras naciones del Reino Unido han sabido producir un cine único cuya discreta potencia subversiva voy a tratar de desentrañar aquí a partir de uno de mis ejemplos favoritos.

Hace poco en su blog, el crítico argentino Roger Koza respondía a la misma cita y el mismo prejuicio de Truffaut afirmando que muchos de los cineastas ingleses «han sido los mejores retratistas de la clase trabajadora».1 Ken Loach, Bill Douglas, Terence Davies, Mike Leigh, Alan Clark o Andrea Arnold han filmado, en efecto, como nadie la vida de la clase obrera en el país con el sistema de clases más rígido de Europa. Es posible que, para muchos, cine británico sea sinónimo de mansiones en el campo, cacerías de zorros y tacitas de porcelana. Pero muchos otros identificamos antes el cine del Reino Unido con los bloques de viviendas sociales y los suburbios de las grandes ciudades industriales de Manchester, Birmingham y Glasgow.

Sin embargo, no es —o no es solo— ese talento para filmar a la clase obrera y a los desclasados lo que ha hecho que del cine inglés surjan muchas de mis películas y escenas de películas preferidas. Tiene más que ver con la voluntad y la habilidad de mantenerse fiel al acontecimiento filmado, al lugar preciso y al entramado concreto de cuerpos que constituyen una escena. Por supuesto, esto es algo que está en la esencia misma del cine desde sus orígenes: desde que los hermanos Lumière filmaran a los obreros dejando su fábrica al acabar la jornada laboral o la barca que zarpa del puerto de La Ciotat una mañana de temporal. Hay una determinación en cierto cine británico de permanecer pegado al lugar preciso donde se rueda una escena que en mi opinión constituye su logro máximo. Es posible que naciese como reacción a la teatralidad genérica del cine más habitual en el país. Nunca simplemente Interior. Noche, sino esta precisa habitación en esta noche concreta. Nunca Una playa. Amanecer, sino la arena de una playa a las afuera de Waxham en esta mañana fría y soleada de finales de octubre. Hay una centralidad de lo que aparentemente debería ser el fondo. Geografía, geología y arquitectura —y esa combinación de ellas que es a menudo la arqueología— se convierten en disciplinas esenciales para la puesta en escena. No es casualidad que haya sido en el Reino Unido donde haya cristalizado el concepto —como tantos conceptos exitosos ahora sobreutilizado— de psicogeografía.2

Podría argumentarse, por ejemplo, que nadie ha captado la experiencia única de moverse por el entramado de callejones y canales de Venecia (ni siquiera Visconti; mucho menos Minghella) como Nicolas Roeg en Don’t look now.3 O que el castro de la Edad de Hierro conocido como Maiden Castle, situado en el condado de Dorset, no es solo el escenario en el que ocurre la escena más memorable de Far from the madding crowd (John Schlesinger, 1968), sino su razón misma de ser, el espacio concreto del que procede su potencia (potencia histórica y geológica que la película transforma en sexual).

En uno de los ensayos de su volumen Mil mesetas, Deleuze y Guattari recuperan un concepto del filósofo medieval británico Duns Scoto: haecceitas. Aunque algunos manuales traducen esta palabra latina por «esencia», sería más correcto proponer algo así como «estidad», es decir, la determinación irreductible, la obstinación incluso, que hace de una cosa esta cosa en particular. Es tentador decir que la haecceitas es lo que constituye la tarea misma del cine tal y como lo entendieron los hermanos Lumière. Esa determinación de los acontecimientos y los cuerpos individuales a no dejarse reducir a ejemplos ni permitir que los generalicen en conceptos.

En el ensayo de Deleuze y Guattari la haecceitas es siempre un entramado inmanente, algo que «solo se define por una longitud y una latitud: es decir, el conjunto de los elementos materiales que le pertenecen bajo tales relaciones de movimiento y de reposo, de velocidad y de lentitud». En el entramado no hay mero fondo o escenario, sino que, como en el haï-ku japonés, la individuación por haecceitas «debe implicar indicadores como otras tantas líneas flotantes que constituyen un individuo complejo».

Varias de mis películas británicas favoritas parecen ejercicios perfectos de esta fidelidad a la individuación. En A portrait of Ga, la directora escocesa Margaret Tait construye un retrato de su madre a partir de la yuxtaposición de tomas discontinuas cuyo nexo son las texturas y colores del tweed y del paisaje de las islas Orcadas.4 Elephant, de Alan Clarke, no es más que una sucesión de travellings rodados con steadycam. Cada uno de ellos nos muestra un asesinato cometido en el contexto del conflicto de Irlanda del Norte. Sin diálogos ni explicaciones de ningún tipo, queda a las relaciones entre los cuerpos implicados en cada escena, su entorno y el movimiento continuo de la cámara la responsabilidad de darle vida a la excepcionalidad de cada crimen y hacer efectivo lo monstruoso de su suma.

Sin embargo, he empezado estas líneas pensando en una de mis películas inglesas favoritas de todos los tiempos: Whistle and I’ll come to you, la adaptación que Jonathan Miller hiciese en 1968 del cuento casi homónimo de M. R. James. Acostumbro a verla casi cada año, en estas noches entre octubre y noviembre en las que solemos recuperar nuestras historias de fantasmas preferidas.

Montague Rhodes James (1862-1936) fue un académico británico especializado en literatura bíblica y Edad Media inglesa. Fue rector del King’s College de Cambridge y de Eton, el colegio más exclusivo del Reino Unido. En la ciudad de Cambridge se le recuerda también por sus años al frente del Fitzwilliam Museum, cuyas colecciones le deben no pocas adquisiciones. Sin embargo, James ha pasado a la historia sobre todo como escritor de popularísimos cuentos de fantasmas que han sabido mantenerse siempre en catálogo hasta nuestros días y que han sido adaptados a la pantalla de televisión a menudo.

«Oh, whistle, and I’ll come to you, my lad» es uno de los más logrados y famosos de sus cuentos. En él, un profesor universitario visita una localidad de la costa de la Anglia Oriental durante sus vacaciones. El hallazgo de un silbato de bronce en un cementerio templario atraerá sobre él una antigua maldición. Aparte de una lectura deliciosa, el relato de James es el molde a partir del que después se han escrito centenares de obras del mismo género.

La adaptación televisiva de Jonathan Miller, por su parte, es una pieza extraordinariamente original. No es raro que en su momento despertara las iras de los puristas del género, que no solo no aprobaron la simplificación del título, sino que sobre todo se sintieron defraudados por la posibilidad de que en el telefilm no haya fantasma alguno ni maldición, sino tan solo el desmoronamiento de la salud mental de un intelectual excéntrico. No se puede olvidar que M. R. James era, además de un historiador notable, un anglicano conservador, ni que Jonathan Miller fue uno de los ateos más notorios del Reino Unido.

Miller ha cambiado además la personalidad del protagonista: si el académico del relato era un trasunto del escritor —erudito, pero sociable—, el profesor Parkin de la película es un individuo algo antipático y asocial, que le habla y le canturrea constamente al cuello de su camisa y que parece ignorar tanto al personal como al resto de los huéspedes del hotelito donde está pasando sus vacaciones. Michael Hordern ofrece aquí la interpretación más memorable de su carrera.

Lo llamativo, sin embargo, es cómo, durante la mayor parte de sus cuarenta minutos, el telefilm evita todos y cada uno de los tropos del cine de terror y de fantasmas. No oímos truenos de tormenta al caer la noche ni puertas y suelos que chirrían. Las luces del hotel funcionan perfectamente y entre su personal, nada inquietante, no encontramos tullidos ni chalados. La dirección artística y el trabajo de cámara son extremadamente funcionales y hasta impersonales (la película se estrenó en el segundo canal de la BBC como parte del programa Omnibus, dedicado a documentales culturales, y parece que fue su equipo técnico el que se encargó de la realización). La ausencia de banda sonora contribuye al estilo invisible de esta primera parte de Whistle and I’ll come to you.

La cosa cambia con el primer paseo por la playa y las dunas del protagonista. Miller no rodó en Felixstowe, el pueblo del relato, sino en Dunwich, en el condado de Suffolk, y en las playas de las afueras de Waxham, en Norfolk. Desde la primera escena del paseo, la película se transforma. El realismo costumbrista y un tanto convencional de las escenas de la llegada al hotel, la primera cena y el desayuno desaparece ante la potencia semiabstracta del paisaje de las playas de la Inglaterra sudoriental. En un texto sobre la región en el que también comenta la película, el escritor Mark Fisher afirma haber llegado a Suffolk buscando localizaciones para otro proyecto. «Pero el paisaje exigía que nos enfrentásemos a él en sus propios términos», escribe Fisher. Al equipo de Whistle and I’ll come to you parece haberle ocurrido lo mismo. A partir de entonces, las playas desnudas y ventosas y las dunas se convierten en coprotagonistas de la historia. Como ha escrito el músico Brian Eno en las notas a su disco On Land, inspirado por el mismo territorio, «el paisaje ha dejado de ser el telón de fondo delante del cual ocurren otras cosas; al contrario, todo lo que ocurre es parte del paisaje. Ya no hay una distinción nítida entre fondo y primera línea».5 No resulta un exceso interpretativo señalar con Fisher la correspondencia entre la erosión de la costa en un pueblo como Dunwich, que el mar lleva casi mil años tragándose, y el colapso mental del profesor Parkin. No se trata de que una simbolice la otra, sino de tejer ambas en un mismo entramado. De nuevo la correlación entre geología, arqueología y psicología.

Las décadas que siguieron vieron la consolidación de un cine inglés decidido a tratar la geografía como materia cinematográfica y a suprimir la distancia entre relato y paseo. Patrick Keiller y Andrew Kötting —con y sin Iain Sinclair— han producido sus mejores ejemplos. Por otra parte, el auge (ya no tan) reciente de conceptos como psicogeografía y hauntology han vuelto a poner de moda los clásicos del folk horror. En el trabajo de genealogía de estas corrientes del cine británico no encontramos tan solo la historia de una anomalía gloriosa, de un ejemplo más de espléndido aislamiento, sino una vía propia que mantiene la fidelidad al acontecimiento fundacional del cine, el tozudo registro de lo concreto de la cámara de los Lumière.


1 Koza lo escribe en «Lazos de familia». Debo agradecerle el post, cuya lectura está en el origen de este texto.

2 Nick Papadimitriou, uno de los personajes asociados al concepto, prefiere en una de las conversaciones con Iain Sinclair y Will Self que forman el documental The London Perambulator el término topografía profunda, y a mí me parece utilísimo para pensar lo que trato de explicar aquí.

3 Tal vez se le acerquen los mejores momentos de The comfort of strangers (1990), dirigida por Paul Schrader y con guión de Harold Pinter a partir de la novela homónima de Ian MacEwan. Sin duda, hay algo similar también en Chi l’ha visto morire (1972), un giallo notable de Aldo Lado. Ambas están influidas de forma explícita por el clásico de Roeg.

4 La película, de apenas cinco minutos, puede verse en este enlace del archivo audiovisual de la Biblioteca Nacional de Escocia.

5 La cita aparece también en el ensayo de Mark Fisher. Se trata del tercer capítulo de la segunda parte de su libro The weird and the eerie.

IMAGEN DE PORTADA: Una escena de A portrait of Ga


Hugo Romero (Madrid, 1972) estudió filosofía en la Universidad de Navarra y la Universidad Complutense. Desde finales de los años noventa, ha traducido regularmente para editoriales como Akal, Gustavo Gili y Acuarela. En diversas revistas académicas y literarias ha publicado poemas y reseñas literarias y musicales. Tras varios años dedicado a la enseñanza, decidió hacer del cruce de fronteras, el cambio de idiomas y la itinerancia de datos un medio para ganarse la vida y ha trabajado como guía de viajes. Actualmente vive a caballo entre Chinchón y Palermo.

2 comments on “Geografía y cinefilia: una defensa del cine inglés de fantasmas

  1. Espléndida peliculita. Gracias por la pista

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