/ una reseña de José Luis Gómez Toré /
Guillermo de Poitiers, el primer trovador conocido, en uno de sus poemas se propone escribir sobre absolutamente nada. Como un eco, en Exilio de Saint-John Perse leemos: «Como de codiciar el área más yerma para unir a las sirtes del exilio un gran poema nacido de la nada, un gran poema de la nada hecho…» (p. 253). Más de ochocientos años separan a uno y otro poeta, pero en ambos aparece la sospecha de que el centro de todo poema es una ausencia, de que la palabra que convoca presencias delata, al mismo tiempo, su falta, un hambre de ser. Y quizá no sea casualidad que un escritor francés muerto pocos años antes del nacimiento del autor de Anábasis, nada menos que Gustave Flaubert, se plantease escribir un libro sobre nada (el resultado fue, por cierto, la historia de una tal Madame Bovary).
No trato, en absoluto, de mostrar afinidades, ni mucho menos influencias, entre Flaubert y Perse, pero sí llama la atención ese afán por cartografiar el mundo, por nombrar a los seres y a las cosas, que puede tomar direcciones estéticas muy diversas. Y es precisamente esa pasión por nombrar la que atraviesa toda la obra de Perse, obra que el lector de habla hispana puede leer ahora, por primera vez, recogida en un solo volumen en la traducción de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre, quienes captan con maestría ese acento tan peculiar de esta escritura, tan personal en su aparente impersonalidad, tan moderna en su tono fingidamente arcaico, en su fértil juego con el exotismo y con lo mítico (Perse es uno de los pocos poetas contemporáneos que puede exclamar «¡Oh!» sin resultar ridículo o falsamente sublime). Y aunque aquí tampoco se trata de establecer filiaciones, lo cierto es que la propia poesía de Mestre tiene más de un rasgo común con el autor francés, como es su gusto por el período amplio, por borrar los límites entre verso y prosa en un torrente de palabras que se despliegan en múltiples direcciones y capas (que revelan, a su vez, un ritmo que rompe el tiempo lineal, cerca tal vez de esa multiplicidad de los tiempos que intuyó en su día María Zambrano).
Es conocida la anécdota (que recoge aquí la introducción) del viaje marítimo que lleva al joven poeta en ciernes desde su tierra natal, las Antillas francesas, a la metrópoli, así como el accidente que precipita las cajas de la biblioteca familiar al océano, donde serán rescatadas como una maloliente pasta de celulosa. Como si en ese hecho azaroso se escondiese ya la imperiosa necesidad de decir, de decirse, de escapar de las páginas del libro y de la propia literatura. En efecto, en Perse hay un constante salir de sí, el desbordarse de una realidad que no conoce límites geográficos y temporales y donde los mínimos acontecimientos tienen el sabor de la épica, pues cada oficio, cada labor humana, merece ser cantada en el gran friso de la historia. Resulta inevitable referirse a cierto impulso épico de una poesía que no quiere limitarse a ser el espejo de un yo. Con todo, se trata, como acaba de sugerirse, de una épica que no hace diferencias entre lo aparentemente trivial y lo grandioso, entre lo grande y lo pequeño, lo que no es, en el fondo, sino el signo indeleble de la lírica. Ese oscilar constante entre lo que podríamos llamar el polo lírico y el polo épico es solidario de la oscilación entre naturaleza e historia, entre la marcha hacia adelante que es también huida (en esa ambigüedad de la Anábasis que aparece ya en Jenofonte) y el eterno retorno de lo vivo, entre verso y prosa que se vuelven una sola pasión indistinguible por acoger el mundo en toda su amplitud.
Ese movimiento constante va a encontrar en el mar una imagen privilegiada, ante la cual se sitúa el cantor, prendido no menos de la vocación de iluminar que la de nombrar: «Y mi prerrogativa sobre los mares es la de soñar para vosotros este sueño de lo real… Me han llamado el Oscuro pero yo habitaba el resplandor […] Me han llamado el Oscuro y mi tema era la mar» (p. 559), un pasaje que nos recuerda inevitablemente esta afirmación sobre la poesía que puede leerse en el discurso de recepción del premio Nobel (que en este volumen se recoge en apéndice): «La oscuridad que se le reprocha no proviene de su propia naturaleza, que es la de esclarecer, sino de la noche misma que explora y tiene el deber de explorar: la del alma propiamente dicha y la del misterio donde se sumerge el ser humano. Su elocuencia siempre ha puesto en entredicho lo oscuro, y esa palabra no es menos exigente que la de la ciencia» (p. 882). Ese oficio de luz, y no de tinieblas, se convierte en una apasionada relación con el mundo y con la lengua, que no apaga siquiera la vejez: «Vejez, mentíais: camino de ascuas y no de cenizas» (p. 771).
La odisea de lo humano cantada por Perse lleva, sin embargo, como en el referente homérico, el signo de la errancia, de lo extranjero. La mirada del poeta es la de un viajero que ve, en el movimiento del mar y de las dunas del desierto, pero también de las masas humanas, el incesante cambio de lo real, la imposibilidad de permanecer en un lugar. «Nada hay aquí de inerte ni de pasivo» (p. 819), escribe Perse en Pájaros, libro nacido en diálogo con la pintura de Braque, pero en absoluto mera écfrasis de la obra pictórica. En esa condición errante alcanza una notable centralidad el exilio, vivido en carne propia por el autor y que, más allá de lo biográfico, se convierte en espejo de la condición humana. Se escribe también para quebrar los espejismos de lo idéntico, los pedestales que sostienen a los dioses, para atravesar fronteras y discursos (el poeta también como nómada del lenguaje). De ahí que, en el ya citado discurso del Nobel, se pueda concluir: «Y es suficiente, para el poeta, el ser la mala conciencia de su tiempo» (p. 883).
La poesía se muestra así también como un arte de la memoria, pero de una memoria que ve a la vez el pasado y el porvenir: un recordar que no es tal vez otra cosa que, en palabras de Machado, «el don preclaro de evocar los sueños». La voz que habla en el poema no se acuerda del día anterior, sino del venidero: «Y siempre, oh memoria, nos precederás, en todas las nuevas tierras donde aún no hemos vivido» (p. 475). Gesta al fin del lenguaje, que permite recorrer la vasta extensión de la geografía y de la historia, y que amplía a su vez esos espacios y tiempos por los que vaga la imaginación, que recrea lo real y lo re-crea, invención y a la vez descubrimiento.
Para festejar una infancia
I
¡Palmeras…!
En aquel entonces te bañaban en el agua de hojas verdes; y el agua todavía era de un soleado verdor; y las sirvientas de tu madre, relucientes muchachas, agitaban sus cálidas piernas junto a ti que tiritabas…
(Hablo de una elevada condición, en el pasado, entre faldas, en el reino de giratorias claridades).
¡Palmeras! ¡y la dulzura
de una senectud de raíces…! La tierra
entonces deseó ser más inconmovible, y más profundo el cielo, allí donde árboles enormes, hastiados de un oscuro designio, establecían un inextricable pacto…
(He tenido en estima ese sueño: una segura estancia entre el entusiasmo del velamen).
Y las altas
raíces arqueadas celebraban
la senda de rutas prodigiosas, la invención de bóvedas y de naves,
y entonces la luz, en más puras proezas fecunda, inauguraba el blanco reino al que quizás conduje un cuerpo sin sombra…
(Hablo de una elevada condición, antaño, entre los hombres y sus hijas, y que mascaban ese tipo de hoja).
Por entonces, los hombres tenían
un decir más serio, las mujeres brazos más demorosos;
después de alimentarse como nosotros de raíces, se ennoblecían con taciturnas cabezas de ganado;
y más dilatados en lo más oscuro se abrían los párpados…
(Yo tuve ese sueño, sin reliquias nos ha consumido).
II
Y las sirvientas de mi madre, mozas relucientes… Y nuestros fabulosos párpados… ¡Oh
claridades! ¡oh favores!
Al nombrar cualquier cosa, yo recitaba su grandeza, convocando cualquier criatura, que era hermosa y buena.
¡Oh mis mayores
flores voraces, entre la hoja encarnada, devorando mis más bellos
insectos verdes! Los ramos en el jardín olían al cementerio familiar. Y la más pequeña de las hermanas había muerto: yo había tenido, qué grato aroma, su ataúd de caoba entre los espejos de tres alcobas. No era preciso matar de una pedrada al colibrí… Pero la tierra se curvaba en nuestros juegos como lo hace la sirvienta,
aquella que tiene derecho a una silla cuando uno se encuentra
en casa.
… Fervores vegetales, ¡oh claridades! ¡oh favores!…
¡Y luego esos moscones, esa laya de moscas que, en el mirador del jardín, eran como si la luz estuviera cantando!
… Rememoro la sal, recuerdo la sal que la nodriza asiática hubo de enjugar en la comisura de mis ojos.
El hechicero negro sentenciaba en la cocina: «El mundo es como una piragua que, tras dar vuelta y volcar, ya no sabe si el viento desearía reír o llorar…».
Y enseguida mis ojos se esforzaban en describir
un mundo en equilibrio entre las aguas brillantes, reconocían el liso mástil de los fustes, la gavia bajo las hojas, las botavaras y las vergas, los obenques de bejuco,
donde, inalcanzables, las flores
culminaban en un cotorreo de papagayos.
III
… Luego esos moscones, esa laya de moscas, y el mirador del jardín… Llaman. Iré… Hablo desde el aprecio.
–Salvo la infancia, ¿qué había en aquel entonces que ya no existe?
¡Llanuras! ¡Ribazos! ¡Allí
todo estaba en calma! Y no había más que reinos y confines de luz tenue. Y la sombra y la claridad estaban entonces más cerca de ser lo mismo… Yo hablo de cuanto estimo… En los linderos el fruto
podía caer
sin que la dicha se pudriese en la comisura de nuestros labios.
Y los hombres removían mayor oscuridad con un más serio decir, las mujeres mayor ensoñación entre más demorosos regazos.
… ¡Se desarrollan mis miembros, y siento su peso, fortalecidos por la edad! Ya no conoceré ningún otro lugar de trapiches y de cañaveras que, para ensueño de los críos, estuviera entre corrientes y cantarinas aguas así repartido… A la diestra
se almacenaba el café, a la izquierda la mandioca
(¡oh lonas que se pliegan! ¡oh halagadores motivos!).
Y por ahí estaban los caballos bien marcados, los mulos de pelo ralo, y por allá los bueyes;
aquí las fustas, y allí el chillido del pájaro Annao – y aquí también la laceración de las cañas en el molino.
¡Y una nube
violeta y amarilla, color de hicaco, si de súbito se detenía a coronar el volcán de oro,
llamaba por sus nombres, desde el fondo de los bohíos,
a las sirvientas!
–Salvo la infancia, ¿qué había en aquel entonces que ya no existe?
IV
¡Y todo no eran más que reinos y confines de luz tenue! Y subía el hato, las vacas olían a sirope de caña… Crecen mis miembros
y me pesan, ¡fortalecidos por la edad! Recuerdo el llanto
de un día demasiado hermoso con espanto, ¡con excesivo pavor!… al cielo blanco, ¡oh silencio!, que ardió como una febril mirada… Estoy llorando, cómo yo
lloro, en la palma de suaves manos ancianas…
¡Oh! es un puro sollozo, que no desea ser consolado, ¡oh!, no es más que eso, y que ya conforta mi frente igual que una gran estrella matutina.
… ¡Qué bella era tu madre, estaba pálida
cuando tan alta y fatigada, inclinándose,
ajustaba tu tosco sombrero de paja o de sol, tocada la cabeza con una doble hoja de filodendro,
y cuando, al desentrañar un ensueño consagrado a las sombras, el brillo de las muselinas
inundaba tu sueño!
… Mi niñera era mestiza y olía a ricino; siempre miré las perlas que de un brillante sudor tenía en la frente, en torno a sus ojos – y tan tibia, su boca tenía el sabor de las pomarrosas, en el río, antes del mediodía.
… Sin embargo, de la amarillenta abuela
y que tan bien sabía aliviar la picadura de los mosquitos,
yo diría que está preciosa, cuando lleva medias blancas, y se acerca, a través de la persiana, la sabia flor de fuego hacia sus dilatados párpados
de marfil.
… Y yo no supe de todas Sus voces, no conocí a todas las mujeres, ni a todos los hombres que servían en la gran casona
de madera; pero durante mucho tiempo recordaré
los silentes semblantes, con aspecto de papaya y de aburrimiento, que permanecían tras nuestras sillas como astros muertos.
V
… ¡Oh, motivos tengo para el elogio!
Mi frente bajo las manos amarillas,
frente mía, ¿te acuerdas de los sudores nocturnos?
¿de la banal medianoche febril y del saborcillo a cisterna?
¿y las flores del alba azul para el baile sobre las calas de la mañana,
y el instante del mediodía más sonoro que un zancudo, y las flechas arrojadas por la colorida mar…?
¡Oh, tengo motivos! ¡Oh, motivos tengo para la alabanza!
Había en el muelle altos navíos de música. Había promontorios de palo de campeche; frutos del bosque que estallaban… Pero ¿qué se hizo de los altos navíos musicales que estaban en el muelle?
¡Palmeras…! En aquel tiempo
una mar más ingenua y frecuentada por invisibles partidas,
en estratos como un cielo por encima de los vergeles,
se colmaba de áureos frutos, de violáceos peces y de pájaros.
Entonces, agradables fragancias se abrían paso hacia más venturosas cimas,
propagaban ese soplo de otra edad,
y por el mero artificio del árbol de la canela en el jardín de mi padre – ¡por arte de birlibirloque!
glorioso de caparazones y de carey un turbulento mundo deliraba.
(… ¡Oh motivos tengo para el elogio! ¡Oh generosa fábula, oh mesa de la abundancia!).
VI
¡Palmeras!
¡y en la crujiente vivienda tantas saetas de amor!
… Las voces eran una luminosa algarabía a sotavento… la chalupa de mi padre, aplicada, solía traer eminentes personajes blancos: tal vez eran, en realidad, Ángeles despeinados; o acaso saludables hombres, vestidos con preciosas telas y que usaban cascos de saúco (como mi padre, que fue noble y decente).
… Porque en la madrugada, sobre los pálidos campos del Agua desnuda, a lo largo del Oeste, yo he visto caminar a los Príncipes y a sus Yernos, hombres de alto rango, todos trajeados y en silencio, doblando sus rodillas, porque la mar antes del mediodía es un Domingo donde el sueño se personificó en un Dios.
Y las teas, al mediodía, se avivaban durante mis fugas.
Y creo que las Arcas, las Salas de ébano y de hojalata se encendieron cada noche con la ensoñación de los volcanes,
a la hora en que se unían nuestras manos ante el ídolo engalanado.
¡Palmeras! ¡y la dulzura
de una senectud de raíces…! Los vientos alisios, las torcazas y la gata cimarrona
penetraban el amargo follaje donde, en la crudeza de una noche aromada por el Diluvio,
las lunas rosadas y verdes pendían como los mangos.
•
… Sin embargo los Tíos hablaban en voz queda con mi madre. Habían atado su caballo a la puerta. Y la Casa perduraba, bajo los árboles de plumas.
1907

Saint-John Perse
Galaxia Gutenberg, 2021
896 páginas
33 €

José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es poeta, dramaturgo y ensayista. Su obra crítica y ensayística está integrada por varios títulos, entre los que destacan La mirada elegíaca: el espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines (2002), Pedro Salinas (2009), El roble de Goethe en Buchenwald (2015), Extramuros (2018) y María Zambrano: el centro oscuro de la llama (2020). Ha publicado los poemarios Se oyen pájaros (2003), He heredado la noche (2003), Fragmentos de un cantar de gesta (2007), Claroscuro del bosque (2011, en colaboración con la artista Marta Azparren), Un corte que no sangra (2015), Hotel Europa (2017) y la antología Llamarse nadie (2019).
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