Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (31)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago su desconfianza hacia las casas impecables, el encanto invernal de cruzar el parque bajo el frío nocturno o una ventaja de las mascarillas.

textos de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Desconfío de las casas impecables, esas que no tienen muescas y desollones en el parqué ni cercos indelebles de vasos en las mesas. En cambio, amo esas otras en que las huellas de lo vivido salen a recibir a los visitantes. Uno no puede habitar en su casa como si estuviese en un museo; él mismo se acabaría convirtiendo en parte de la decoración inerte. El orden a toda costa y la impugnación de las imperfecciones anuncian siempre la intransigencia. René Char lo decía así: «Un hombre sin defectos es una montaña sin grietas. No me interesa».


Qué sensación la de los relojeros de estar siempre en paz con el tiempo; ellos, cuyo oficio consiste en corregir su alboroto. Son hombres que apenas se inmutan, como si estuvieran más allá de las insípidas urgencias de los humanos. Meten cada día las manos en las entrañas de los relojes y allí negocian con algo que los demás desconocemos y que les permite seguir viviendo en calma, sin la apretura común para llenar las horas con el serrín de nuestros asuntos. Deberíamos hacerles más caso a los relojeros. Su sangre detenida y caldosa cuando miran; su corazón absorto, como el de los poetas y el de los animales cavilosos.

Ante mí, en plena calle y a ras de suelo, un guijarro en el que alguien ha querido dejar un mensaje que sale indemne de pisadas y de lluvias, al menos hasta ahora. Contra el vértigo público que domina la ciudad deshaciéndola y rehaciéndola de continuo, aún resiste esta acusación indeleble: «No es lo que eres; es lo que dejas de ser».


Ha empezado ya el itinerario de las glándulas negras. «Edad, edad, tus venenosos líquidos».

Encanto invernal de cruzar el parque bajo el frío nocturno. Como lenguas abatidas, aún penden hojas amarillas de algunos castaños. La luz de las farolas irradia sobre ellas, les da una apariencia espectral de irrealidad que convierte mi paseo en un viaje en el que la congoja del frío es también parte de la hermosura glacial de la noche.


Retransmiten la ronda de la muerte en África. «Apaga la televisión, que ya bastantes problemas tenemos como para que además nos pongan esto». Alguien lo dice en el bar en voz suficientemente alta pero no se le hace caso; y es él quien tiene que irse hacia un desentendimiento obsceno. Pero hay esa otra actitud similar: la de quien, tras contemplar imágenes de criaturas famélicas (esos ojos como botones asustados, esos tábanos pegados a las mejillas como imperdibles del asco), hace caso del reclamo y envía cuanto antes un donativo de socorro; pero, en verdad, no pretende tanto que se termine con la miseria como que no vuelvan a pasar ante él esas escenas lacerantes que tanto descomponen el compás llevadero de su vida. Son dos versiones de lo mismo. La insoportable perturbación de la injusticia, que nos concierne con su mordisco a deshora.


Después de casi un año, ya está arreglado el reloj de pared del salón. Es un bello reloj holandés que mi tío Tomás se preocupó de regalar a cada uno de sus sobrinos. Hemos pagado mucho por la reparación de la avería pero ahí está de nuevo, con sus alegorías mitológicas —un Atlas sujetando a duras penas la bola del mundo—, sus ángeles trompeteros y con las fases de la luna, ahora inflada como una hogaza sonriente de cartón. Dan las horas otra vez y ya es como si la casa tuviera más alma. Es la pequeña e incontestable soberanía de las cosas.

Día de lluvia en el norte. En la cafetería, una mujer hermosa ríe con soltura como para acoger en su rostro todo lo bueno que cabe en la vida. El hombre que la mira de frente parece sorprendido de tanta facilidad para convertir en regocijo cualquier cosa; se le oye decir: «Qué fuerza la del secador de las manos de este baño; fíjate que solamente las acerqué y me ha cortado las uñas». Y ella vuelve a poner la vida entera en su risa, como para desmentir un poco el bronce antiguo de la mañana lluviosa. Y lo consigue, consigue iluminarlo todo sin suponerlo. Porque tiene la gracia de ignorarse.


Si alguna vez te asiste una idea que parece investida de certeza, procuras esperar un tiempo antes de formularla. ¿A qué? A darte la oportunidad de disentir de ti mismo antes de exponerla a los demás.


Correrías tintineantes y aturulladas por el pasillo de la casa. Un niño va decidido hacia el amanecer del día de Navidad, y por todo equipaje lleva consigo la despreocupación y el olor a dulzura de los recién despertados. Pequeño Álex: no termines nunca de atravesar ese pasillo infinito, el pasillo de la longitud de la infancia.


En uno de los buzones del domicilio hay tres nombres. La identidad del tercero —Freddy, se llama, y le siguen sus dos previsibles apellidos familiares— es en realidad la del perro. Hay algo que no hemos entendido bien en esta pasión social por procurarnos un animal que dé otro sentido a nuestra vida. Se los integra sin reservas en el libro de familia pero no se les exime de la castración. Los campesinos de Miguel Torga lo hacían mejor: amaban a los animales, siempre tuvieron para con ellos esa conducta que los hacía distintos de los humanos y mucho más respetables que estos, sin dejar de ser animales.

Hay un momento en el atardecer de los domingos en que la luz, una luz ilegal que se ha colado de rondón, presenta un resplandor fallido del color de los huesos sucios. Es solo un momento, y quien lo percibe sabe que está siendo invitado a huir de algo: un recuerdo que hace daño, el aleteo de un remordimiento, un cromo mal pegado en el álbum de su vida.


Dentro de los viejos hay un armario donde vive, encerrado y bien vivo, un niño que espera. Siempre que se le llama, salta a los labios.


Otra ventaja de las mascarillas: poder bostezar con toda la boca en un acto público sin que nadie lo advierta. Qué degustación de libertad canalla mientras se sigue mirando con aparente atención al estrado, donde alguien manotea suponiendo que uno le está prestando atención con los ojos como platos… vacíos.


En esa calle turbia y húmeda de la ciudad, de pronto la alegría de la tienda de las especias. Encima de los sacos abiertos de legumbres, botes con nombres fascinantes: cayena de ojo de pájaro, cúrcuma molida, nuez moscada en grano… ¿Quién puede regentar un negocio así sin amar las menudencias de la vida?

Piedra, hojas, burro. Los tres reinos naturales se reúnen en uno solo como para mostrar una irónica conjunción simbólica. Todos estamos hechos de esa melaza oscura que nos aproxima más de lo que suponemos a cuanto nos rodea.

Tic-tac, tic-tac. Termina el año. Estar en paz con uno mismo: al fin y al cabo, esa es la última aspiración cuando se pasa revista a los actos de la vida y se va aceptando que el fondo de un ser humano es siempre eso: un amasijo de fidelidades y contradicciones.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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