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Los adolescentes y la astrología

«La llamada 'generación Z' está adoptando las ideas astrológicas a un ritmo francamente sorprendente», constata Edu Collin en el inicio de una disertación sobre las razones de ese éxito, hallando entre ellas el adagio hegeliano de que toda victoria (en este caso, la derrota del antiguo yugo eclesial) lleva la simiente de su propia destrucción.

/ por Edu Nauram /

Es tradición que cada generación tenga su baremo particular sobre qué es lo que constituye la izquierda y la derecha, lo contestatario y lo conformista, la necedad y el camino dorado. También es tradición que, cuando la generación joven madura, se sienta traicionada al constatar que los nuevos jóvenes no persiguen exactamente el mismo camino de rebeldía y emancipación que ellos y ellas tomaron, sino que lo distorsionan con decisiones estratégicas y posiciones ideológicas que desde atrás se ven como incoherentes, desesperadas o simplemente estúpidas. Vamos a hablar de una ocasión tal.

La llamada generación Z está adoptando las ideas astrológicas a un ritmo francamente sorprendente. La adopción se da sobre todo en las chicas. Esta moda se puede ver en las enunciaciones identitarias de los perfiles de las redes sociales, desde Twitter hasta Tinder, o en el nivel de compromiso emocional expuesto en las conversaciones a nivel de calle. En este movimiento parece haber un grado de transversalidad bastante elevado a nivel de clases sociales y de la dicotomía ciudad-campo, aunque estaría muy fino poder acceder a estudios sociológicos (que no se van a hacer por otra parte, porque los sociólogos están a por uvas).

La astrología tradicional, aunque fue inventada hace por lo menos cuatro mil años por los babilonios y perfeccionada por los griegos, como fenómeno cultural moderno tiene alrededor de un siglo de existencia. Década tras década, ha ido extendiéndose de forma lenta pero segura, normalmente a través del extrarradio de las ciudades y la cultura viva, auténticamente popular, tan popular que se ha considerado antitética a la cultura oficial, y por tanto no se ha contabilizado. En el imaginario colectivo, en la historia oficial de la cultura de España, la astrología como fenómeno cultural jamás ha existido oficialmente porque siempre ha sido un movimiento de idiosincrasia más bien femenino, que jamás ha sentido la necesidad de reventar a gritos y ha preferido ir tirando, contenta con que la representación institucional más marcada fuera la esquinita de ciertos periódicos o revistas ofreciendo una versión muy aguada del núcleo profundo del corpus de conocimiento astrológico. Mientras tanto, las mujeres y hombres al tanto del tema ya iban discutiendo en privado, en sus casas sin molestar a nadie.

Pero en estos últimos dos años y pico, ha surgido una nueva generación de adherentes a las ideas astrológicas, bastante distinta a la subcultura tradicional. Esta nueva generación adopta las ideas astrológicas en clave muy psicológica, se informa a través de webs o influencers, y no se puede decir que esté muy conectada a la subcultura astrológica tradicional, que está formada por varios tipos de prácticas, a saber: la astrología mundana, la natal, la horaria, la eleccional, la relacional, la védica, y luego otras que no usan el sistema zodiacal helenístico. En definitiva, parece que lo que en el fondo buscan las chicas (y chicos, pero mayoritariamente chicas) jóvenes no es tanto una movida espiritual en la que creer en el sentido clásico y fideístico, sino más bien montarse sistemas de catalogación psicológica. Pero ¿por qué encuentran las respuestas a sus preguntas en la astrología, un sistema esotérico y no sancionado por las sacrosantas autoridades de las revistas científicas de revisión por pares?

La cuestión clave pasa por la herencia religiosa de nuestra civilización. Las generaciones anteriores no comprenden este giro de timón, dado que son los protagonistas de una huida masiva de las posiciones espirituales monopolizadas por la Iglesia católica, adentrándose en una mentalidad marcada por el fisicalismo, el cientifismo y una desconfianza epistemológica absoluta de todo fenómeno que no pueda ser explicado mediante ecuaciones, o en caso de fenómenos sociales, en el materialismo dialéctico y la teoría crítica. Y echando al exilio intelectual toda posición que tuviera contactos con posturas espirituales, pensaron que estaba todo atado y bien atado.

Hoy por hoy vemos, sin embargo, cómo esta generación intelectual, de la que forman parte desde youtubers cool como Quantum Fracture hasta venerables catedráticos de scientiae que corrieron delante de los grises, se tira de los pelos preguntándose cómo ha podido ser que este caos irracional se instalara en la generación más preparada de la historia. Y se puede oler el aroma incipiente a caspa y pensamiento reaccionario: no pudiendo explicar tal fenomenología con su bagaje de conocimientos y paradigmas, se están resignando a pensar que lo que debe pasar es que son simplemente «niños tontos que apostatan de la madre ciencia porque los pobres no saben pensar y les engañan».

Hay una lección especialmente sólida de la dialéctica hegeliana, y es el adagio de que toda victoria lleva la simiente de su propia destrucción. Esta generación cientifista debe darse cuenta de que esta tendencia neoespiritual de los jóvenes se debe leer como una constatación de que estos jóvenes han crecido de forma tan liberada y separada del antiguo yugo eclesial que no ven con fobia el adentrarse en paradigmas de naturaleza espiritual. La eclosión de este nuevo movimiento puede entenderse como el cénit del proyecto materialista, que en la consecución de su victoria contra el monopolio total del paradigma cristiano impuesto sobre la experiencia mística pierde el sentido de su propia existencia y procede a autocancelarse. El materialismo, en definitiva, representa la búsqueda del entendimiento del cosmos en un sentido masón, es decir, el de una máquina todopoderosa y perfecta pero que sin embargo no tiene ni un atisbo de conciencia propia. Esta búsqueda es la huida de un hijo de una figura paternal todopoderosa y terrorífica.

La sociedad occidental ha estado tanto tiempo bajo el paraguas del monoteísmo que el espíritu colectivo ha olvidado casi totalmente que este paradigma espiritual no es natural, sino fruto, a su vez, de un proceso anterior de tesis-antítesis, ya semiolvidado en la evolución de la psique humana, pero descrito de forma magistral por la escuela jungiana (en concreto, Erich Neumann) como el proceso de emancipación del ego masculino de la matriz ourobórica femenina natural-universal: el Hombre pasa por un proceso de despertar y usa una concepción absolutista y patriarcal de lo inefable para ir comparándose en ese espejismo mientras madura, y va inventando la teología, el conocimiento natural y la ingeniería mientras huye de la serpiente que le incapacita y le devuelve al letargo preconsciente; el de una vida cíclica dentro de la matriz universal.

Una vez que termina este proceso de búsqueda de sí mismo en la dimensión de lo real (y este proceso está a punto de terminar, cuando se termine de encuadrar la gravedad en el esquema cuántico), este tapón barbudo, ya petrificado y osificado, se está cayendo a cámara lenta, y la humanidad redescubre la verdad oculta y primigenia que nunca se fue del todo, que es que en la experiencia vital de un individuo no hay límites o paredes, que siempre hay una inefabilidad infinita asombrosa y terrorífica más allá de la alucinación cultural consensuada, accesible mediante técnicas de meditación, experiencias con sustancias enteogénicas, o en general una idiosincrasia psíquica especialmente sensible al conocimiento sutil.

En este sentido, la astrología no es solamente una desviación del programa racionalista cartesiano, sino que —y esto es especialmente doloroso para los fisicalistas— es nada más que la primera parada en un tren que puede llevar a la cultura a tierras muy lejanas de las actuales, continuando con el tarot, la interacción con cristales, la encantación de objetos, los rituales paganos, las técnicas chamánicas de éxtasis, la muerte del ego psicodélica, los viajes astrales y una multitud de experiencias tan salvajes como distintas entre sí y que superan con creces el entendimiento del hombre victoriano civilizado. De hecho, se podría considerar que la astrología es la práctica más racionalista del mundo espiritual, ya que bien entendida no es más que una especie de ingeniería espiritual que puede practicarse con temple impávido y crítico atendiendo a un modelo (una carta astral por ejemplo) y extrayendo información de este de forma lógica.

Vemos, pues, que de fondo opera una corriente de emancipación espiritual transgeneracional de enorme escala, pero con poca energía y una casi nula capacidad de articulación política, que avanza a un ritmo muy lento pero implacable, que nos ayuda a explicar la pervivencia tozuda de las creencias astrológicas en un mundo tan secularizado. Pero esta tendencia no da una explicación razonable a la repentina moda adolescente. Esta tendencia nueva debe contextualizarse a través de las dinámicas ideológicas y políticas de las últimas décadas, un proceso que debe explicarse por partes.

En el proceso de desarrollo político y cultural de Occidente, la madurez del sistema monoteísta acabó aterrizando en un orden monárquico absolutista, en la que un rey ejerce el monopolio total de la autoridad en la tierra, de forma simétrica a la autoridad crística celestial. Este paradigma generó una corriente contracultural llamada liberal, cuyo impulso antitético se basó en la única forma de trascendencia posible y conocible de aquel momento, esto es, la sustitución de la figura monoteísta infinitamente poderosa por una especie de ego ateo infinitamente poderoso, que se podría decir que culminó en figuras como la de Ayn Rand por un lado, que deseaban sustituir al Rey, o proyectos colectivistas como el comunismo y el fascismo por otro, cuyos líderes proféticos intentaban suplantar y encarnar el antiguo ideal mesiánico (aunque se podría argumentar que el marxismo o el hitlerismo son versiones modernas pero simétricas al mahometismo). Una vez caído el Muro de Berlín, la falta de alternativas políticas al proyecto liberal ha llevado a la izquierda cultural en estos últimos tiempos a apostar por el feminismo, que lucha para que la sociedad se remita a una lógica que supere el paradigma occidental clásico, tanto en su cara autoritaria y monoteísta como su otra cara liberal individualista.

Las adolescentes de hoy, en definitiva, están construyéndose una visión antitética al moralismo, el padre vs. hijo, bueno vs. malo, blanco vs. negro… Una visión que se esfuerza en contener una multiplicidad desjerarquizada. Por un lado esto se traduce en el auge del movimiento LGTBI, que por algo ostenta el arco iris como bandera. En lo que a la astrología atañe, y esto es la clave del artículo, la rueda duodecimal del zodíaco ofrece al usuario una rueda de 12 idiosincrasias complementarias, en la que cada signo apunta a una dirección esencial concreta sin ser ninguna de ellas mejor o peor que las demás.

En el fondo, es lo de menos si la relación entre los planetas y el cerebro es ontológicamente verdadera. En el acto de basar tu personalidad en ser piscis o leo, lo que la psique consigue es librarse de las cadenas de la responsabilidad moral sin al mismo tiempo caer en el vacío de una falta de identidad personal sin aristas, de igual manera que ningún color del arcoíris es superior al resto. De hecho, por ejemplo, se puede notar una cierta tensión social respecto a esto cuando uno ve a gente con posiciones ambivalentes respecto a la astrología refiriéndose a los géminis o los escorpio como el peor signo (medio en broma), porque lo que la psique más tradicional o masculina y moralista no puede soportar en el fondo es el hecho de que se ensalce un sistema que es a la vez igualitarista y diferenciador por concepto.

Esta rueda zodiacal es poco menos que intachable desde un aspecto sistemático: los doce signos del zodíaco resultan de la combinación de los cuatro elementos (agua, fuego, tierra, aire, que a su vez pueden partir de un sistema binario, y este, de un sistema unitario) con tres modalidades (cardinal, fija y mutable, que denotan ciclos de auge, mantenimiento y transformación). Es decir, que no son doce personalidades aleatorias, sino doce esquinas simétricas e interrelacionadas en un cuerpo topológico preeminente y totalizado, por lo que en la teoría todo fenómeno debería poder explicarse mediante flujos zodiacales. De hecho, en el futuro alguien probablemente acabe aplicando la rueda zodiacal a Hegel y se va a liar pardísima en la Academia.

Listo aquí la cualidad temperamental de cada signo según una alegoría poética, por contribuir a la cultura general:

Aries: Fuego cardinal, una cabra despertándose con el pie izquierdo.

Tauro: Tierra fija, un buey rumiando hierba tranquilamente.

Géminis: Aire mutable, una pareja gay disfrutando en una montaña rusa.

Cáncer: Agua cardinal, el cariño de una madre embarazada.

Leo: Fuego fijo, una leona hambrienta y en celo.

Virgo: Tierra mutable, Rapunzel haciendo mates en un observatorio.

Libra: Aire cardinal, lady justicia con el velo en los ojos.

Escorpio: Agua fija, la sabiduría de un pulpo en el fondo del mar.

Sagitario: Fuego mutable, un promotor inmobiliario.

Capricornio: Tierra cardinal, un abuelo vasco mirando una obra.

Acuario: Aire fijo, un intelectual comunista pintando un cuadro.

Piscis: Agua mutable, Un abuelo feliz viendo jugar a su nieto.

En estos últimos dos años, si uno iba siguiendo el Zeitgeist de la juventud a través de las redes sociales, se podía seguir fácilmente un hilo narrativo, un proceso emancipador, incluso de orfanización paterna, en que la juventud progresista, enmarcada en su viaje feminista, ha pasado de un actitud de desesperanza basada en la noción de su inferioridad respecto al patriarcado tradicional a una de liberación y de dejarle de hacer caso (OK, boomer). Una de las consecuencias de este proceso ha sido la adopción en masa de creencias astrológicas por parte de una juventud femenina que, auspiciada por el impulso feminista, ha buscado valores psicológicos femeninos con los que rellenar el hueco dejado por la moralidad cristiana.

Y estos valores son propios de una forma de entender, relacionarse y al amar el mundo de forma no condicional; pachamámica, no abrahámica; esforzándose por no escoger entre dualismos y maniqueísmos. El sistema zodiacal es el mejor sistema para eso, tal vez el único en Occidente, porque contempla el devenir del mundo y la interrelación de los elementos que forman parte de él como un sistema de flujos cíclicos, en los que todo se repite eternamente y no hay lugar para un telos, un apocalipsis, un futuro cualitativamente superior a lo que ya es y ya está siendo amado y amamantado en el ahora, y al que hay partir, y guerrear, y discutir, y ponerlo en general todo de patas arriba de forma exasperante e innecesaria.

El espíritu femenino desea paz ante todo, y el zodíaco le ofrece un sistema invulnerable al tiempo, y por tanto a la prosperidad y la decadencia, y por tanto a los fuertes y los débiles, los buenos y los malos, los guapos y los feos, y las difíciles elecciones entre salvar aquellos que deben ser salvados y matar aquellos que deben morir. Un sistema que en última instancia, le niega al individuo esa libertad individual total y egoísta que le ofrece el liberalismo político contemporáneo.


Edu Collin Hernández (Amberes [Bélgica], 1995), hijo de belga y española, graduado en economía, y educado en el núcleo duro del Opus Dei catalán, ha vivido su juventud a caballo de entornos frikis interneteros, y comunidades hippies y new age. Psiconauta empedernido, escribe sobre la conexión entre las experiencias místicas y el surgimiento de entramados institucionales, y otros temas relacionados.

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