El norte

Entre la pocilga y la vanguardia

Marie Darrieussecq, que escandalizó hace 25 años con su demoledora «Marranadas», ilumina en «Estar aquí es espléndido» el genio revolucionario de la pintora expresionista Paula Becker .

/ El norte / Eugenio Fuentes /

¿Qué hacen una cerda de buen ver y un lobo gigantesco compartiendo cama en un piso de París? ¿Tienen dueños? ¿Los han abandonado? Lo cierto es que la historia viene de bastante lejos, de cuando la protagonista de Marranadas, una joven desempleada suburbial, entró a trabajar en una perfumería gracias a un contrato basura cuya lectura hubo de alternar con una afanosa felación a su nuevo jefe. A la innominada protagonista de esta primera novela de la francesa Marie Darrieussecq la llamaremos C. Es más corto que protagonista. C de cerda, en estricta alusión a la tortuosa metamorfosis porcina que la rubicunda joven comenzará a sufrir tras estrenarse en su trabajo de perfumera especializada en los masajes y los consoladores más adecuados a cada aroma. Una larga metamorfosis sapiencial que, pese a haberla estabilizado ya en forma porcina, le permite a ratos rehumanizarse lo justo para sujetar un bolígrafo con dolor y escribir su historia en un cuaderno enlodado. Aun temiendo que si alguien publica el texto tendrá serios problemas. Aun sufriendo cierta vergüenza por su indisimulable incultura. C alumbra así un monólogo trabado con palabras en las que, por descabelladas que puedan parezcan las imágenes que convocan, no se trasluce la menor extrañeza de la gorrina. Porque C, que habita en un París levemente distópico y sujeto a la violencia política, las epidemias, la guerra y el hambre, es un alma ingenua y sumisa que se prostituye por cuatro cuartos, unas cremas y unos perfumes con la misma espontaneidad con la que se enamora de un licántropo, se come un bocadillo de patata cruda o improvisa una pocilga en los charcos de un parque.   

Fue en 1996 cuando Darrieussecq (Bayona, 1969), un precoz talento académico de la elite gala, dio una campanada mayúscula con estos Truismes, título que lo mismo designa en francés verdades de perogrullo que cuestiones tocantes a la vida y muerte de las cerdas. Vendió un millón de ejemplares, fue traducida a cuarenta lenguas y Godard compró los derechos de la novela, que nunca convirtió en película. Consagrada como estrella por el éxito de su perturbadora narración, Darrieussecq fue acusada de protagonizar un oportunista montaje mediático feminista. De modo que —feminista sí; escritora feminista, no— tuvo que luchar durante años para no quedar recluida en esa celda por haber denunciado con gracia y maestría que una sociedad machista veía, y sigue viendo, a las mujeres como guarras a las que solo se puede proteger de sí mismas explotándolas  o poniéndoles cadenas.

El montaje, de 27 años, era catedrática de instituto desde los 24 y leería su tesis doctoral sobre autobiografía, ironía trágica y autoficción un año después de publicar este texto que ahora se traduce al castellano como Marranadas. Una narración, terrible y rebosante de humor, que un cuarto de siglo después sigue dibujando con toda intensidad, entre la fábula y la parábola, un diagnóstico atroz de la sumisión femenina. Aunque, curiosamente, no incluye ningún vocablo susceptible de ser condenado por malsonante. Tal vez porque C, quien acepta los actos con la naturalidad de la esclava crecida en un mundo de esclavas, teme que nombrarlos con las palabras de los amos pueda ser considerado una ofensa.

Marranadas
Marie Darrieussecq
Tránsito, 2022
132 páginas
17 €

No era una flor de plástico

Que Darrieussecq, hija y nieta de mujeres vascoparlantes, psicoanalista después de estrella, no era una flor de plástico lo prueba la calidad de la veintena de títulos, varios de ellos distópicos, que han seguido a Marranadas. En muchos de ellos, el cuerpo y las metamorfosis siguen teniendo un papel protagonista y terrorífico. Cuerpo monstruoso, como el de C, o cuerpo espectral como el que preside su segunda novela, Nacimiento de los fantasmas (1998), en cuyas líneas la desaparición de un hombre resquebraja la realidad cotidiana, hace aflorar un universo donde lo enorme, lo mínimo y lo cambiante son equivalentes, y facilita que la palabra fantasma se cuele por las grietas sin designar ningún ente sobrenatural. El cuerpo es para Darrieussecq, y C acabará entendiéndolo, el único modo posible de estar en el mundo. Lo demás son fantasías infusoras de almas. «Es mi cuerpo el que dirige mi cabeza, ahora lo sé y de qué manera. Lo he pagado bien caro aunque en el fondo me alegro mucho de haberme librado de los clientes. Pero por aquel entonces creía a pies juntillas que se podía explotar el cuerpo», escribirá C, cuyo metamorfosis, que no es sino el modo en que su cuerpo rechaza la explotación, la dota de atisbos de capacidad crítica.

Uno de los propósitos de la novelista vascofrancesa, según ella misma explicaba en 2010, es situar palabras donde aún no las hay o donde ya no quedan. Tratar de dar voz (esa, dice, es la función de la literatura) a­ lo que cada vez más personas —esa es una moda del siglo XX, añade— consideran inefable, cuando ella tan solo lo percibe como no nombrado pero nombrable. Alude así Darrieussecq a aquello que, antes de quedar reducido a frase, está presente en su cabeza como un magma de imágenes, sensaciones, palabras errantes… destinadas a fracasar en una espuma de vocablos que, en el castigo va el premio negado a Sísifo, le permitirá abordar con renovadas ganas el siguiente intento. Darrieussecq pugna por extraer palabras del cuerpo silente pero también habla muy en serio de la maternidad (El bebé) o de cuarenta años de idas y venidas en el ficticio y autobiográfico pueblo que erige en Clèves. Este territorio literario le sirve para no banalizar asuntos que la inquietan, pues le permite explorarlos con palabras nacidas de la ensoñación y de la memoria, y por tanto ajenas al ruido mediático y a la encelada grillera de las redes.

El rompecabezas de la explosiva Becker

Serán precisamente palabras tomadas de un rompecabezas incompleto de textos ajenos (cartas, diarios) las que en 2016 servirán a Darrieussecq para montar como cuentas de un rosario Estar aquí es espléndido su lograda tentativa de darle hilazón pertinente a la vida de la pintora alemana Paula Becker (1876-1907), una de las más explosivas figuras que engendraron las vanguardias en la explosiva primera década del siglo XX. La novelista, que reduce a una inicial y un punto la huella del apellido marital adjudicado a la pintora tras su matrimonio con el paisajista Otto Modersohn, titula el ensayo con un verso de la séptima de las Elegías de Duino (1922).

La escurridiza figura de Rilke, dos meses mayor que la Paula Becker, desempeñó un papel ambiguo en su cristalización artística: la impulsó a volar, fue el primero en comprarle un cuadro (solo vendió tres) y alimentó su inmediato reconocimiento póstumo. Sin embargo, debilitó sus fértiles lazos íntimos con la escultora Clara Westhoff, a la que desposó en 1901 para convivir dos años, y nunca celebró en voz alta las cualidades (confianza, fuerza) que sottovoce sí reconocía a Becker. Las mismas que, un año después de su muerte prematura a los 31 años, reivindicó en carta a una amante. Fue tras escribir, en 1908, el bellísimo Réquiem a una amiga y lo hizo así: «En los formidables inicios de su trabajo artístico, quedó apresada; primero por su familia, y después por un destino desdichado y una muerte impersonal, una muerte para la que, en esta vida, ella no estaba preparada».

Paula Becker, que solo con ironía se identificaba con el apellido Modersohn, había sido destinada por su padre a ser institutriz. Esa fue la condición que el progenitor, un culto ingeniero originario de Odessa, le impuso a los 16 años para no cercenar la pasión por el dibujo y la pintura que, con el beneplácito de su aristocrática madre, se había apoderado de ella durante una breve estancia en Londres. Allí había sido enviada desde Bremen para que una tía suya le enseñase a llevar un hogar. Pero lo que cuajó en la capital inglesa no fue su capacidad para la intendencia doméstica sino la vena artística que, ironía de ironías, la iba a alejar de los oficios de institutriz y ama de casa. A los diecinueve años ya se había titulado, pero en vez de buscar pupilos se dirigió a Berlín, se empapó de Renacimiento alemán e italiano, y acudió a una academia de pintura privada que le ofrecía las enseñanzas vedadas a las mujeres por las escuelas de Bellas Artes. Dos años después estaba instalada en el pueblecito de Worpswede, en mitad de la turbera conocida como Pantano del Diablo, a pocas leguas de Bremen.

Estar aquí es espléndido: vida de Paula M. Becker
Marie Darrieussecq
Errata Naturae, 2021
152 páginas
16 €

La colonia de paisajistas

Desde el verano de 1889, Worpswede acogía una colonia de pintores beligerantes con el academicismo que, inspirados en el veterano modelo de la francesa de Barbizon, se propusieron trabajar al aire libre. Allí estaban, junto al paisajista Modersohn, un grupo de detractores de la vida urbana apasionados por los espacios abiertos y la pureza campesina. Entre ellos, Fritz Mackensen, que en 1898 admite a Becker y a la escultora Westhoff como alumnas. La vida en la colonia, similar a la asturiana de Muros, ha sido reflejada con viveza y detallismo por el alemán Klaus Modick en su Concierto sin poeta, de reciente traducción al castellano. Ya en 1903 el propio Rilke, llegado al lugar en 1900, se había encargado de dar amplia noticia de la colonia en una monografía donde, ironía de ironías, no alude a la pintora que, a la postre, acabaría siendo el emblema de la agrupación. El silencio, uno más de los rilkianos sobre Becker, no extraña cuando se recuerda que, en París, en ese mismo 1903, la había presentado a Rodin como «la mujer de un pintor muy distinguido».

Durante los nueve años que median entre su llegada a Worpswede y su temprana muerte, Becker no hizo sino perfeccionar su pionero expresionismo, cuyos contrastes cromáticos habían sido calificados de nauseabundos por alguno de los críticos que visitaron su primera exposición (1899, 23 años). Su florecimiento llegará tras un incansable trabajo con los cuerpos femeninos, tanto en la colonia como en París, adonde viajará media docena de veces y donde, además de todos los tesoros del Louvre, descubrirá a Cézanne («una tempestad», escribirá a su amiga Clara). París le permitirá perfeccionarse en el desnudo femenino, aunque con dificultades, pues es terreno apenas accesible a las mujeres. A la altura de 1906, Paula Becker, de 30 años, es un torbellino inervado por la búsqueda de autonomía personal, la obsesión por pintar y un convencimiento muy aposentado: «Clarea el alba dentro de mí y se avecina el día. Voy a convertirme en alguien. […] Ya no tendré que avergonzarme y quedarme callada sino que sentiré con orgullo que soy pintora», había escrito a su madre en 1902.

Concierto sin poeta
Klaus Modick
Periférica, 2021
232 páginas
17,50 €

Mujeres en todos los formatos

Cuatro años después es un bólido que alumbra más de ochenta cuadros en doce meses. Ha pintado y pinta, dejando atrás la perspectiva, mujeres y más mujeres. Campesinas de Worpswede, con cuerpos «huesudos, hinchados, estropeados», y mujeres pensantes que parecen analizar esta afirmación lanzada cinco años atrás por la pintora: «Una mujer joven como yo es todavía una criatura ignorante. He oído el eco de no pocas campanas anunciando no pocas noticias, pero sin saber en qué campanario se encuentran. Es un vicio femenino. Si es innato o adquirido, eso lo decidirán nuestros nietos». Y también da vida a muchas niñas, «la infancia como gravedad suprema», escribe Darrieussecq. Niñas obligadas a descubrir muy pronto que «el mundo no les pertenece».  

Pero sobre todo, en el sumo rasgo de la rebeldía, pinta la mujer que mejor conoce: ella misma. Vestida, desnuda, embarazada. No es la primera mujer que pinta desnudos femeninos, pero sí parece ser la primera que se desnuda a sí misma en el lienzo, aunque tal vez la precediera Artemisia Gentileschi en el siglo XVII. Lo que se da por seguro es que ninguna pintora se había retratado embarazada antes de hacerlo Paula Becker. Y si no se mostró amamantando a su bebé, nacido en 1907, o durmiendo junto a él fue porque lo impidió su muerte de sobreparto. Aun así, ya había plasmado a una mujer dormida con niño en dos tablas magistrales: «Ni cursilería, ni santidad, ni erotismo: una voluptuosidad distinta. Inmensa. Una fuerza distinta», escribirá Darrieussecq, para quien las mujeres de Becker son de verdad porque, al fin, están del todo desnudas: han quedado despojadas hasta de la mirada masculina.

Paula Becker desnuda

Entre tanto, su amantísimo esposo Modersohn, paisajista de éxito, hombre con el que desea «ser buena» pese a constatar que se vuelve «extremadamente feliz» cuando él no está, se siente bastante insatisfecho de la mujer y de la pintora. A la primera, que ya al año de casada se quejaba de que el matrimonio «elimina la ilusión de un alma gemela» e intensifica «el sentimiento de incomprensión», le reprocha Otto que «su interés por la familia y su relación con el hogar son demasiado escasas». Y a la segunda, la Becker que adora a los «modernos» que él detesta, le afea en su diario que caiga «en el error de preferir lo anguloso, lo feo, lo raro, lo duro. Sus colores son espléndidos», admite, pero no le gusta la forma ni la expresión de sus figuras: «Manos como cucharas, narices como panochas, bocas como llagas, caras de mastuerzos. Todo lo sobrecarga». Para Modersohn es un error que la vanguardista Becker admire «lo primitivo». En su opinión debería concentrarse «en las pinturas artísticas». Aunque, concluye, lo cierto es que «a las mujeres les cuesta mucho crear por sí mismas».

Niña desnuda con cigüeña

Un siglo después, al sótano

Desde entonces ha pasado más de un siglo. Paula Becker, cuya primera exposición individual se celebró al año de su muerte, en 1908, gracias a la iniciativa de su viudo y sus amigos de la colonia, tiene su propio museo en su natal Dresde desde 1927. Tras la preceptiva condena de su obra «degenerada» por los nazis, sus figuras femeninas son hoy iconos en una Alemania que las ha colocado hasta en los imanes de sus neveras. Sin embargo, algo sigue chirriando, denuncia Darrieussecq. En 2014, durante una visita al Museo Folkwang, de Essen, cuyo reclamo es un estandarte de dos metros que reproduce el Autorretrato de dama con camelia, la escritora descubre que esa obra se exhibe en el sótano, junto a la de otras mujeres. El conservador de la institución apenas puede ocultar su incomodidad, mientras busca una palabra mágica. Provisional, se trata de una ubicación provisional.

Autorretrato de dama con camelia

En fin, estar aquí sigue siendo, a veces, espléndido, o glorioso, o magnífico, o maravilloso, pues el adjetivo alemán escogido por Rilke (herrlichk) se abre en un amplio abanico de traducciones. Pero también sigue siendo, a menudo, un cúmulo de marranadas. Con olor a «aceite de masaje y esperma frío», como las vividas por C, o con el ruido de cadenas que llevó a Becker a escribir, en una bellísima carta de ruptura dirigida a su marido: «Te agradezco todo el bien que me has procurado. No puedo hacer más». Lo curioso es el modo en el que Rilke prosiguió la estrofa abierta por el verso que da título a la biografía: «Estar aquí es magnífico. Vosotras lo sabíais, muchachas, también vosotras,/ aparentemente menesterosas, hundidas, / vosotras, en las peores callejas de las ciudades,/ vosotras las supurantes o las expuestas a la abyección». El lector atento se sorprenderá al comprobar cómo esos versos dibujan un puente entre dos obras de Darrieussecq separadas por veinte años. La escritora, que construyó los pilares, solo tuvo que reparar en él y recorrerlo al son de una queja de Becker que venía a decir algo así: de las mujeres se esperan cuadros bonitos y seductores, mientras que a los hombres se les permiten las gamberradas y, esto ya no lo decía la pintora, las guarradas no los vuelven guarros. ¿O estábamos en que ya sí?


Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.

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