Poéticas

Oscuro vuelo

Carlos Alcorta reseña un poemario de César Rodríguez de Sepúlveda, compuesto por piezas de escrupulosa factura en las que abundan los ecos de la tradición y la reflexión sobre el paso del tiempo.

/ una reseña de Carlos Alcorta /

El oscuro vuelo al que se refiere César Rodríguez de Sepúlveda (Madrid, 1968) es el que forma una nutrida banda de estorninos que forman en el cielo «confusos ideogramas,/ laboriosa/ escritura celeste» que bien puede simbolizar el laborioso proceso de interpretación del poema en el cielo de la página, o, más bien, no solo del poema, sino de la obra plástica, pues muchos de estos poemas son excelente écfrasis, es decir, reflexiones en torno a una imagen, a un cuadro. Por este libro desfilan Zóbel, Mondrian, Pollock, Vermeer, O’Keeffe o Van Coninxloo, artistas de muy diferente aliento que son, sin embargo, vistos por el ojo pensante del poeta e reinterpretados por la palabra, en extremo cuidada, de Rodríguez de Sepúlveda, una palabra que se funde con lo observado: «Geometría del alma, austeridad serena./ No pasión: intelecto, limpia visión, luz clara, Claro vivir, ser diáfano. Perfección y pureza», dos características que adornan la colección de haikus que describen las impresiones al contemplar «El desnudo azul». Otras imágenes, que forman parte ya de nuestro acervo cultural porque provienen de la mitología, actúan como correlato y acentúan esa reflexión, unas veces de carácter estético y otras moral, que subyace en el poema y que previene sobre los riesgos que conlleva aspirar al don de la belleza. Puedes convertir en ciervo y ser devorado por los perros o convertirte en estatua de sal, por ejemplo. Tales peligros no doblegan, sin embargo, la oportunidad del goce y la ausencia de remordimientos, como vemos en el poema «De la levedad», en el que se afirma que «Todo es presente», que «Somos y basta» y recomienda dejar de pensar: «seamos solo,/ enlazadas las manos, sonrientes,/ parte de este paisaje, de estos versos».

César Rodríguez de Sepúlveda

Pero otros argumentos tienen cabida en estos poemas de escrupulosa factura en los que abundan los ecos de la tradición, ya no por el lenguaje, en el que están ausentes los arcaísmos, sino por los recursos literarios, como los numerosos hipérbatos («Apenas si perplejo te detienes/ y embelesado atisbas su blancura…», a los que el propio autor se refiere en «Soliloquio en la niebla» de esta forma: «No descifro/ el intrincado hipérbaton/ que embarulla el poema,/ la profusión de escenas que no alcanzo/ a colocar en orden». De hecho, la búsqueda de la palabra justa, de aquella que consiga expresar la idea con precisión se convierte en una especie de tortura y acaba, en muchas ocasiones, con la destrucción del poema. Esta actitud, elogiable desde todo punto de vista y menos frecuente de lo que sería deseable, nos da sobradas pistas sobre el nivel de exigencia expresivo y formal que tiene Rodríguez de Sepúlveda, que, más adelante, compara al poeta con un astrónomo que armado con un telescopio merodea por el espacio en busca de estrellas. El poeta, armado con un bolígrafo y un cuaderno realiza su propia «montería nocturna» a la caza de palabras: «Atraparlas no es fácil: centellean/ un breve instante y van a hundirse luego/ de nuevo en la negrura./ Hay que actuar con decisión,/ lanzarse sobre ellas,/ sujetarlas con fuerza para que no se escapen».

Otros temas como el paso del tiempo, la infancia y la adolescencia e incluso la muerte, a la que se alude simbólicamente a través de la consulta de un dentista, o la crisis de identidad («Tú no sabes quién soy/ ni yo quién eres tú.// Nos reúne el azar en esta/ cabaña de palabras,/ el poema.// Alrededor, la cegadora nieve») y que es la protagonista innominada del último poema del libro, se han filtrado y han tomado cuerpo en estos versos tan afinados. Unos segundos de silencio bastan para apreciar la música sutil de estos poemas que, más que hechos de pesadas palabras, parecen estar construidos con la queratina que da consistencia a las alas de los pájaros.


Oscuro vuelo
César Rodríguez de Sepúlveda
Bajamar, 2022
56 páginas
10 €

Selección de poemas

Memoria de los ríos

Había que cantarlos, y fluían,
diminutos primero, y saltarines
(nacidos en la umbría de los montes);
después, ya más crecidos,
ya dueños de su ritmo y de su cauce,
atravesando nombres de ciudades,
recibiendo afluentes
a izquierda y a derecha:
más agua y más palabras
para su biografía caudalosa.

Porque primero fueron las palabras,
el mágico conjuro de los nombres
encontrando su cauce en la memoria:
Cazorla, Urbión, Fontibre,
Albarracín, Ruidera, qué belleza
de palabras desnudas, hechizadas
de incierta lejanía,
de sílabas rotundas
y cuerpo navegable…

Ya las palabras eran bosque, arenas,
pozas o puentes, islas, juncos, barcos,
anguilas en el fondo de las aguas…
Y se iba el soniquete acelerando,
porque algo (el deseo
de, exhaustos, acabar la retahíla)
nos llevaba a la mar, donde cesaba
la voz del río, el ímpetu del niño.

Oscuro vuelo

Danzan los estorninos:
negras constelaciones
en busca de una forma,
nubes
movedizas de tinta,
enjambre
que juega a dispersarse y a reunirse,
suma
de lo insignificante, muchedumbre
que alza y desmorona
sucesivos alcázares impresos
en la luz del instante.

Expresionismo abstracto. O no: contornos
de imaginados monstruos. O mensajes
que requieren ser
descifrados,
palabras en el tiempo y en el aire,
confusos ideogramas,
laboriosa
escritura celeste.

Esa trama que ahora
se esfuma y reaparece
esta coreografía
de músculos y alas y tantos corazones
unánimes latiendo,
¿quién
la dispuso
sobre el azul exacto de los cielos?
¿Para qué? ¿Para quién? ¿En los ojos
de qué dios misterioso
se cumplirá el designio de esta danza?

Ítaca

Las manos agrietadas y vacías.

En la memoria el mar,
veinte años de muertes y naufragios.

De mi infelicidad y mis traiciones,
en el manso oleaje del hexámetro,
aprenden, aplicados, los aedos.

Yo prefiero olvidar.

De la levedad

Maestro, son plácidas…
Ricardo Reis

El tiempo es ilusión. Mira este río,
anchurosa serpiente que al sol brilla;
no hay antes ni hay después: todo es ahora,
aunque todo no abarque la mirada.

Todo es presente. No manche, importuna,
la presentida oscuridad el goce
de este rumor dulcísimo del río,
del calor de esta tibia primavera.

Somos, y basta. Hoy hace sol. La noche
no existe: no está aquí. Cantan los pájaros,
afirmando su siempre, sin preguntas.
Y así nosotros, dioses este instante,
dejemos de pensar: seamos solo,
enlazadas las manos, sonrientes,
parte de este paisaje, de estos versos.

Vivir para ver

Aquel que en la penumbra escucha y mira
La vida luminosa de los otros,
El que se ríe o llora, conmovido
Por la ajena fortuna o la desgracia.

Aquel que elige de Platón las sombras,
Y goza del espléndido artificio,
Aquel que en simulacros pone el alma
Y con lo que no existe se emociona.

El que cuando la sala se ilumina
Aún tiembla en el asiento, y torpe sale
A la vida de siempre, pero lleva
El alma impresa de un fulgor reciente.

Aquel que, herido por la luz del cine,
Curar su herida ha de intentar en vano.


Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como ClarínArte y ParteTuriaParaíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel PuenteMarcelo FuentesRafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.

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