El norte

Pistas para ferias, 4: Por los márgenes

'Cosas pequeñas como esas', de la irlandesa Clara Keegan, y 'La sombra', de David Cabrera, en «El norte», la selección de lecturas de Eugenio Fuentes.

/ El norte / Eugenio Fuentes /

No resulta fácil pasar desapercibido, aunque sea en Barcelona, durante todo un cuarto de siglo. Sin papeles, con una orden de búsqueda y captura, y con una condena a veinte años por homicidio oliéndote el cogote. La Sombra lo intentó y le salió bien. Era del barrio chino, donde muchos no miran y otros saben callar. Hizo todo lo que quiso y pudo: negocios legales, alegales  y, con prudencia, hasta trapicheos ilegales. Porque eso es lo que exige vivir en los márgenes. En cualquier margen. El que transita la sombra y el que la irlandesa Claire Keegan ha escogido para abordar, en apenas ochenta páginas de intenso recital, un viejo y escabroso problema de la isla. En lugar de meter la cuchara directamente en el pozo negro, Keegan recurre a un carbonero en crisis para mostrar la inmundicia a través de sus efectos en el entorno. Y hace discurrir a su protagonista por los márgenes del mal, enredado en una ardua batalla íntima. Cosas pequeñas como esas y La sombra son las dos nuevas pistas para tiempos de ferias que, frente a la avalancha de banalidades, sugiere El norte en esta nueva entrega. Bienvenidos por cuarta vez al claro del bosque.

La sabiduría de desplazar el foco

A veces, deambular por sus márgenes es el único modo de explorar una sima y, a la vez, evaluar su influjo en el entorno. Zigzaguear, hundirse un instante en las tinieblas, remontar sin demora hacia la luz. Instalarse en la claridad para calibrar el efecto de las sombras y atacarlas de nuevo. Es un ejercicio arriesgado, un combate entre el miedo a empantanarse en la oscuridad y la voluntad de culminar la misión emprendida. Y es precisamente ese el ejercicio que la irlandesa Claire Keegan (1968) ha acometido con éxito en Cosas pequeñas como esas, una espléndida novela corta ambientada en la Irlanda profunda de 1985. Un artefacto, solo el cuarto que publica en más de dos décadas, en el que una pequeña ciudad, dominada desde una colina por un convento de monjas, es el escenario de un intenso combate interior. El de un hombre confrontado, casi por azar, a una vieja lacra que atenaza en sordina a la comunidad.

En un ejercicio de prudencia y sutileza poco habitual, la contracubierta del volumen no desvela la esencia de esa lacra, a la que no son ajenas ni la Iglesia católica ni la República de Irlanda. Solo obtendrán algunas pistas quienes lean con atención las citas porticales o, irrefrenables curiosos, se abalancen antes de tiempo sobre la breve noticia histórica que cierra el texto. De modo que intentemos proteger al menos parte del secreto. Corre el otoño, muy frío y lluvioso, en la pequeña ciudad surirlandesa de New Ross, a orillas del río Barrow no lejos del mar. La crisis económica castiga a sus habitantes, pero hay una persona a la que el viento y el frío, que anuncian Navidades de nieve y cornejas, le están prestando un buen servicio. Es Furlong, el carbonero.

Furlong, 39 años, casado, cinco hijas, trabajador compulsivo, está haciendo entregas de carbón y madera hasta en domingo. Aunque su familia no tiene deudas, tampoco lleva una vida del todo desahogada. De hecho, aplaza de año en año la instalación de unas ventanas nuevas que eviten unas molestas corrientes de aire en su vivienda. Su obsesión es «mantenerse del lado correcto» de las cosas para que sus cinco hijas crezcan sanas y puedan completar sin problemas su educación en el colegio religioso para chicas, emplazado junto al convento. Sin esa formación, se asegura en New Ross, son pocas las muchachas que han logrado salir adelante en la vida sin problemas.

Un día, al hacer una entrega de carbón a las monjas, Furlong tiene un encontronazo con una realidad muchas veces oída y siempre desestimada. Al borde de la cuarentena, lleva ya un tiempo sin paz. Siente cómo se abren grietas en su confianza, sobre todo esos domingos por la tarde en los que, sin la anestesia del trabajo, le da por cavilar un poco. Sospecha que está estancado en la vida, y ese atisbo de inmovilidad reaviva las preguntas sobre la identidad de un padre que no conoció, las dudas sobre su idoneidad como esposo, el temor por el futuro de sus hijas. Le da vueltas a cómo serían las cosas si sus jornadas no estuvieran monopolizadas por el trabajo y hasta acaricia la idea de vestirse con ropas viejas y lanzarse a mendigar por los caminos. Las grietas no son insalvables pero bastan para que el incidente del convento desencadene una despiadada pelea entre la cordura y la rebeldía, entre seguir el consejo femenino de callar o ignorarlo y actuar.

Será esta lucha interior, este agitado deambular por los márgenes de la sima, lo que vertebre la segunda mitad de la novela y la lleve a su desenlace la tarde de Nochebuena. Keegan habría podido centrarse en la lacra, que los más imprudentes ya pueden empezar a conocer aquí, y desplegar su novela desde el fondo de la sima. Sin embargo, con inteligencia narrativa y un estilo despojado que no rehúye los bucles simbólicos, se resolvió a poner el foco en el contorno, en la zigzagueante batalla íntima del carbonero.

Este modo de abordar la historia expone a plena luz las profundidades de la cavidad, convertidas ahora en fragmentos discontinuos de un fondo de escenario. De un decorado que, revestido de intriga, ofrece al lector indicios desordenados del manto opresivo que se extiende sobre la comunidad y, como un rayo azaroso, alcanza de lleno al carbonero Furlong. El hombre que, en plena tormenta anímica, «envidió el conocimiento que el Barrow tenía de su curso, la facilidad con que seguía el camino que tenía asignado, tan libremente, hacia el mar abierto». Tan diferente a él, que se debate entre acatar las órdenes del sentido común o desobedecerlas con un gesto de amor de arriesgadas consecuencias. Tal vez nacido de sus propios orígenes. Tal vez generado por el miedo al más cruel de los remordimientos, la nostalgia de lo que pudo haber sido y no sucedió. Una lección de narrativa condensada no apta para incautos e impacientes.


Cosas pequeñas como esas
Claire Keegan
Eterna Cadencia, 2022
96 páginas
13,50 €

Una pieza que es pecado perderse

Una mojada, así la llama en su jerga marginal, le cambió la vida al hombre que el lector conocerá como la Sombra. Un navajazo limpio y mortal que dejará seco a un joven una noche de primavera de 1979 en un mesón del viejo Madrid de los Austrias. El machete lo empuñaba, visto y no visto, un legionario de veintiún años nacido en Asturias y criado en el barrio chino de Barcelona. Su juicio no saldrá hasta 1984. Dieciocho años de cárcel, de los que ya había cumplido cuatro antes de que la ley Ledesma le dejara en la calle junto a otros miles de preventivos hacinados en las cárceles de la Transición. Dado que pesan sobre él dos condenas, y la mayor es de doce años, se tendrá que comer unos seis. La Sombra ya ha tenido bastante cárcel en su vida y está seguro de que, una vez dentro, acabará metido en algún fregado que hará interminable su reclusión. Así que, aprovechando que ha quedado en libertad provisional a la espera del ingreso en prisión, decide pasarse a la clandestinidad. Pero no huirá. Se quedará en su barrio hasta que, transcurrido un cuarto de siglo, prescriba la condena. Huir a un pueblo, o al extranjero, no es buena ocurrencia. Lo mejor, se dice, es pasar inadvertido, como la carta robada de Poe, de la que seguramente nunca ha oído hablar.

El periodista David Cabrera (1975) se encontró por casualidad con la historia del hombre que protagoniza La sombra. Le puso sobre su pista un amigo ingeniero, a quien la explosión de la burbuja inmobiliaria había desplazado de una constructora a una fundación que recolocaba parados en cuadrillas de mantenimiento urbano. Durante años, Cabrera se entrevistó con su hallazgo, reconstruyó su vida y encontró respuesta a todas las preguntas que suscita de inmediato un caso así. El resultado es un volumen apasionante que se inicia con un niño acostumbrado a esconder en sus calzoncillos los caramelos de grifa que vende su padre, prosigue con un delincuente juvenil, algo mayor que El Vaquilla, para el que las huidas de azotea en azotea no tienen secretos, hace un alto en la delirante Modelo barcelonesa del tardofranquismo, se interna en la Legión y, una mala noche, desemboca en el fatal navajazo que propiciará el resto del relato.

Cuesta trabajo creerlo, pero durante casi un cuarto de siglo, en el que la prioridad policial era buscar etarras, la Sombra tuvo una mujer, una hija, un oficio de bodeguero, dio palos, traficó con cocaína, se cambió de barrio cuando la fiebre preolímpica le volvió el Chino un lugar poco seguro, trabajó a destajo como fontanero, electricista y lo que cayera durante la explosión del ladrillo, llegó a contratista y, un día, gracias a un nuevo Código Penal, se encontró con que su condena había prescrito. Por supuesto, jamás cotizó a la Seguridad social, cobró siempre en negro, apenas pisó un médico y se arrancó él mismo las muelas podridas. Cabrera se encontró hace casi diez años con una historia que embrujaría a cualquier periodista. No solo no la ha estropeado sino que gracias a su espléndido manejo del lenguaje y de los tiempos, para algo es un curtido realizador televisivo, la ha convertido en una pieza que es pecado perderse.


La sombra
David Cabrera
Libros del KO, 2022
256 páginas
19,90 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.

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