Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (39)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago los poemas que crecen cuando se tachan versos, la ropa recién sacada de la lavadora o el bamboleo de las campanas.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Cuerpo indefenso y pelado, la luna de agosto cae sola sobre el valle. Su compañía suspensa tiene algo de efecto tranquilizador, como si ya su presencia garantizase que enseguida ha de llegar el sueño a apoderarse de nosotros o, al menos, aunque no venga con facilidad en el marasmo de estas noches calientes, tendremos este consuelo silencioso: la luna como una fruta desvelada y quieta que nos cuida con su misteriosa soberanía.


Esta costumbre de guardar menudencias que van cayendo en mis manos: billetes de tren, tickets, entradas de cine, listas de compra, anotaciones encontradas en el suelo público… Las guardo a ciegas, pasa el tiempo, abro un libro cualquiera y, zas, inopinadamente allí aparecen redivivas estas hojas muertas, como manotazos que vuelven a activar la casa loca de la memoria. También lo hago con postales enviadas por amigos. Y, claro, por encima de todas, las de Luis Javier Moreno, coleccionista compulsivo de tarjetas postales casi siempre robadas gozosamente (yo lo acompañé alguna vez) en museos y librerías. Da gusto abrir una vieja novela o un ensayo para puntual consulta y ver de pronto su caligrafía casi licuada y sus recados a menudo recriminatorios («No me escribes, que sea la última vez que vuelvo a hacerlo yo por dos veces…»). Encontrar estas postales azarosas de Luis Javier es casi como doblar una esquina y toparme con él, con el gran poeta; en realidad, leo esas postales y ya lo estoy oyendo y viendo. Es lo que tienen estos gestos ciegos, estos hábitos de aparente despreocupación. Guardan nombres y rostros para que luego salgan a saludarnos desde los imprevistos cajones del pasado.


Cuántos poemas crecen justamente cuando se tachan versos. Labor de sastrería la del poeta a solas. Tijeras en vez de cinta (métrica). Con ellas, se planta una vez más ante el poema con una sola pregunta: ¿sabré acertar con la palabra que sobra todavía?


No se esperaba la tormenta nocturna, seca y llena de una muda caligrafía de relámpagos. Iluminada, el agua del río tiembla con sus arterias de aspecto metálico desmandadas por los embates del aire. Pero de pronto, las voces juveniles que salen de lo oscuro traen esa certeza de que si puede haber aún una alianza con la Naturaleza y sus fuerzas, está en manos de la juventud, ese estado altanero e insensato pero ocupado por un entusiasmo instintivo que hoy encuentra correspondencia en los excesos de la noche, tomada por el hervor sordo de la tormenta.

Volver a ver la ropa ya fuera de la lavadora tras el tsunami del centrifugado. Vaciada de su parte del cuerpo, cada prenda se queda sola al sol, tendida por los bordes, asustada como si temiese regresar para siempre a la temible oscuridad de los armarios. «¿No volveré a estar contigo?», le pregunta el calcetín al tobillo con nostalgia por volver a cubrir cuanto antes ese hueso…


A veces pienso que las personas dominantes son las que más dudan de sí mismas: dan órdenes continuamente para comprobar si todavía alguien les hace caso.

MUESTRARIO LINGÜÍSTICO

Algunas salen al aire sin pudor, sonrosadas y esponjosas como los órganos carnosos de ciertas flores; otras, con salto efímero, vuelan solo un segundo y enseguida se retraen igual que hacen esos reptiles cuando cazan mosquitos con un solo latigazo carnal; veo algunas góticas, con la punta ojival, y otras románicas, de bordes muy combados y cauce ancho y papiloso (no he visto, en cambio, ninguna de herradura). Las de los niños son asomadizas y ávidas como metralletas, y muestran sin miedo un cremoso destello residual. Las de los viejos, en cambio, son nebulosas como tortillas frías, con la porosidad desollada de una lija que ha tenido mucho gasto. Los tímidos apenas las sacan a la puerta de la boca. Y los recatados las protegen tras la trinchera dental con cobardía muscular. Las de las mujeres abandonadas conservan jirones de antiguos regocijos. Calle de Santa Clara. Multitud paseante. Modos de chupar helados públicos en la tarde del domingo.

«Financiamos tus ilusiones», se lee en el inmenso escaparate del banco. O sea: «Tienes derecho a tener sueños pero te los cobraremos». Ni siquiera ese territorio de libertad escapa de la garra mercantil. Los bancos lo traducen en dinero. Octavio Paz lo entendía de otra manera: «Merece lo que sueñas».


Bamboleo de campanas en mi pequeña ciudad. Convocatorias que ya no reconozco. Pero agradezco que, sobre el aturdimiento de un país ensordecido por el ruido público, haya aún estas llamadas diferentes como una nítida invitación a detener el vértigo afanoso de los quehaceres. Al menos, eso.


¡Ay, esos perfumes densos, casi masticables, con que se embriagan algunas personas que creen que no basta con lo que exhalan ellas mismas y entonces prolongan así, en un exceso lamentable, su presencia, su peso en el mundo! Vano esfuerzo. Es como si alguien pensara que no se le escucha lo suficiente y entonces provocase el eco para suponer que, aunque las palabras salgan descuartizadas, a más duración más caso se le hará a aquello que dice. El perfume excesivo es el eco del olfato, podría haber escrito Gómez de la Serna.


Los primeros higos. Me los dan en La Hiniesta. Frente a otras frutas acorazadas o de hueso escondido, los higos parecen hechos a la medida de la felicidad. Fáciles de coger en la frondosidad de las higueras, luego se dejan pelar con igual facilidad, como si se les quitase un guante resbaladizo y húmedo. Y ahí aparece su carne blanca y la sutil pedrería de las semillas, que estallan alegres entre los dientes al primer mordisco. De todas las frutas, el higo es la que se entrega sin resistencia alguna como un don destinado del todo al gusto. Y dos veces por año. Como si le pareciese poco aparecer solo una vez en el mundo.

Como quien echa un borrón sobre su vida, la adolescente pálida ha puesto sobre toda la cara la cortina absoluta de su pelo. No quiere estar ahí, donde la han llevado, a escuchar a cuatro hombres más bien viejos hablando de alguien muerto (así podría contarlo luego ella). El mundo que todavía busca a tientas no se encuentra tampoco en este lugar, así que ella se oculta del todo haciendo desaparecer su rostro igual que el cuerpo, que apenas se deja insinuar bajo una ropa muy amplia. Y así nos prohíbe que la veamos. Podréis tenerlo todo pero a mí no. Eso parece decir con su juego manifiesto de omisión facial. De vez en cuando, dulcemente, su madre se inclina con suavidad hacia ella y le dice algo, seguramente palabras extraídas de esos yacimientos donde las madres bajan a buscar lo inconcreto y lo urgente para poner, por si les vale, en manos de sus hijos. Pero la adolescente pálida aún se enrosca más en sí misma y cruza las piernas en tijera como un ave que ha dimitido del vuelo al que le obligan. No sabe dónde posarse con permanencia suficiente, no sabe cómo colocar el cuerpo para que le quepa. Todo lo que ve es oscuro y extraño para ella. No quiere ni mirarlo y vuelve a dejar caer brusca la cascada del pelo sobre el rostro. No estoy; no me busquéis; no soy de los vuestros; no contéis conmigo. El animal inaplazable de la adolescencia la ha ocupado ya y tira de ella hacia un lugar donde los nombres de las cosas han desaparecido. No le valen los nuestros. Detesta que podamos hablar con soltura cómplice y reír abiertamente y tener argumentos para seguir viviendo, todo en un idioma que a ella no le sirve. La muchacha está en otra parte, en las costuras de los sueños y en el revés de los consejos familiares. No quiere crecer. No quiere hacerse cargo de la vida que le toca. No quiere que le alcance la costumbre. Seguramente hasta su nombre es corto, como una convocatoria hacia la nada. Yo la comprendo cuando desde lejos la miro retorcerse hasta dejar de ser. ¡Ángel violento de la desorientación, dale pronto luz y certezas y amor a esta muchacha que se escapa del mundo cada hora sin que nadie la siga!


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Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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